A figura más precisa llega la diosa, tierra y madre, en Deméter; en su nombre y mito se enlaza, ante todo, la gran renovación de la fe telúrica en la época posthomérica. Formas muy arcaicas, oscuras y hasta salvajes de esta divinidad se perciben todavía; formas en las que era más bien violenta fuerza de la naturaleza que madre de bendiciones. Esta figura, más primitiva de la diosa madre, por su contenido mítico, como quizá también por su origen local, apunta a las proximidades del tracio Dionisos y de la asiática Cibeles. Aunque acaso se auna costrucción de filosofía de la historia la evolución desde el hetairismo, a través dela vida como las amazonas, hasta un estricto matriarcado demetríaco y su correspondiente graduación de las divinidades femeninas, en ello se refleja una verdadera tendencia evolutiva de la religión griega. Las diosas Deméter y Perséfone, superando su oscuridad, pero conservando su profundidad, entran como madre e hija en íntima relación; es como si se prestaran mutuamente algo de sus propiedades, antes separadas. De algunos santuarios antiquísimos, principalmente en el Peloponeso, que eran comunes a ambas, puede haber salido el enlace; conduce en los siglos de la Edad Media griega a una religión que adquiere fuerza en toda la Hélade y que liga a las almas como ningún otro culto: conduce a los misterios de Eleuisis. En este punto ha ocurrido espontáneamente un cambio real del sentimiento religioso a partir de Homero. El mito de la maternidad, fundido juntamente con el de la muerte y el retorno, penetra de lleno en el espíritu griego y se hace poderoso en una misteriosísima revolución contra los dioses olímpicos.
Pero antes, Grecia es dominada por una conmoción aún más profunda: el gran dios Dionisos vence las almas. Su origen extranjero, es decir, tracio, siempre ha sido sabido por los griegos desde Homero. Pronto ha penetrado desde el Norte y ha vencido por todas partes al asalto, allí donde ha llegado, primero en las mujeres, después en el pueblo entero de los labriegos y pastores. Viejas leyendas dan noticia de la resistencia que reyes y héroes, y entre los dioses en primer lugar, Hera, han opuesto a la penetración de este dios violento y peligroso. Esto es una fase completamente real y un acto absolutamente dramático en la lucha de los dos grandes mitos. pues Dionisos es no sólo de origen extranjero, en cuanto a la geografía, sino que inequívocamente pertenece a las potencias del profundo y de las tinieblas, de la femineidad y de la naturaleza sin liberar. A sus fiestas nocturnas corresponde la música de los tambores, caramillos y flautas de opaco sonido, el desgarramiento de la víctima con los propios dientes, el vino enloquecedor, la danza en torbellino y la violenta orgía sexual. El desbordamiento extático (de éxtasis) en que arrebata a su comitiva no es nunca sublimación, nunca liberación, sino siempre excitación que se hunde en la voluptuosidad del agotamiento. La virilidad de este dios atrae de manera incontestable lo femenino, pero se queda sujeto a ello. Igualmente ligada queda la danza dionisíaca, por violentamente que vuele, a la tierra, y el éxtasis dionisíaco, por altamente que realce la vida, a la muerte. Cuando Dionisos llega en la primavera, brota el crecimiento vegetal en la tierra, pero con la vida natural despertada, también los muertos se precipitan hacia la luz, se ponen en caterva a su alrededor, pues, a la vez es el señor de la vida y de los muertos. todos los primitivos rasgos esenciales de las divinidades telúricas se realzan en él hasta lo desmesurado, pero también hasta el sentido más profundo.
Grecia fue alcanzada por el culto invasor de Dionisos en un estrato de su propio ser y que, por lo tanto, no sufrió nada extraño, sino que se abrió más profundamente a sí misma según recibió al dios tracio. El gusto por la crueldad, el placer de la locura, la tendencia al desgarre a sí mismo y la pasión por la muerte, están profundamente arraigados en el sentimiento religioso griego como la voluntad de medida y el gusto por la imagen. Sólo habría que añadir que a pesar de todo se trataba en ello del auténtico encuentro con un extraño. Sólo por la fuerza arrebatadora de esta influencia extraña se alarmó tanto la intimidad del espíritu griego, que acogió en sí misma la dualidad de los dos dioses: la cósmica oposición de lo apolíneo y lo dionisíaco, y la conformó en sí misma. Las capas profundas del alma que Dionisos representa están al cabo presentes en muchos pueblos, quizá en todos, es decir, en el hombre. Pero en modo alguno son en todas partes igualmente productivas. Como auténtico encuentro, se señala el proceso histórico en el que la divinidad tracia se vuelve griega por el hecho mismo de que procede en varios empujes y oleadas, con pausas de igualamiento y elaboración; así es como se perfeccionan en la historia todos los encuentros que en uno de sus elementos producen un profundo efecto.
Después que Dionisos, muy pronto, quizá ya en la época de las grandes migraciones, llegó a los griegos, vino una segunda oleada de su culto en la época homérica, y, después, de modo subterráneo, y ésta sólo dio al dios en la vida griega la potencia de que la epopeya no permite todavía adivinar nada. En las almas y pensamiento del pueblo bajo, halló el ser dionisíaco eco y consecuencias. Allí se convirtió a temporadas en movimiento religioso, incluso en epidemia. Esta situación sociológica se conserva hasta la época de la tiranía, y aún después. Los tiranos del siglo VI hicieron una política religiosa en el sentido de que favorecieron el culto de Dionisos como medio en la lucha contra la aristocracia y con el fin de buscar el apoyo de los campesinos. Pero no hay que preguntarle nunca demasiado a la sociología; el punto de vista de ésta es parcial, en primer lugar, cuando se trata de cosas muy grandes. Y lo mismo que la epopeya surgió del espíritu caballeresco y en círculos caballerescos, pero se extendió más allá del mundo aristocrático y se volvió bien comunal del pueblo helénico. Así Dionisos, aunque fuera al principio un dios labrador, se convirtió en potencia, se podría decir en sustancia que determinaría de la manera más profunda todo el sentir griego. Tanto la imagen del dios como su forma de culto, fue conformada por la fuerza plástica de salvaje explosión dando lugar incluso a fiestas organizadas por el Estado. Y así, de la locura ilimitada y destructora resultó la imagen de la plenitud vital, que es comprensible hasta para las artes plásticas. Sólo entonces, parece, se manifiesta la forma peculiar dela mántica dionisíaca: visión del futuro gracias a la unión en éxtasis con el dios, videncia por la fuerza de la locura. Esto es en realidad un modo de saber el futuro muy diverso del don de videncia de Apolo, que proviene de la distancia, claridad y fuerza formal. Y también muy diverso de la explicación de la voluntad de los dioses, basada en el estudio de los signos exteriores, tal cual ocurre en la epopeya. Y esto ocurre de manera absoluta: por fuertemente que fuera helenizado Dionisos, introducido no una, sino dos veces en la esencia griega, pervive en él un principio extraño, resistencia y peligro. En muchos lugares se celebraban fiestas nocturnas en las que el dios y su culto mantenían su vieja violencia, en las que las bacantes desgarraban serpientes y el as que caían víctimas humanas en los sacrificios.
En la incorporación a la ciudad del culto dionisíaco, pero especialmente en su incorporación al modo de ser griego, no puede desconocerse la intervención activa del oráculo de Delfos. Estos sacerdotes prudentes, que siempre supieron dominar las nuevas potencias reconociéndolas, y que siempre mantuvieron la medida griega ampliándola y profundizándola, repartieron el año délfico entre Apolo y Dionisos e introdujeron el culto de Dionisos en países en los que hasta entonces era extraño (en ninguna parte con más éxito que en Ática). Así se abrió el camino del helenismo pleno, universal, tenso entre el delirio y la figura, e incluso conscientemente el paso a la tragedia. Y existe en adelante entre los dioses griegos uno en el que lo profundo se pone a hablar (en Hesíodo sólo había tartamudeado).
Lo simétrico al movimiento dionisíaco de la Edad Media griega son los misterios de Eleuisis. Por lejos que la diosa maternal y sus sacros juegos parezcan estar del dios tracio, una y otro pertenecen a la renovación religiosa del mundo posthomérico, época que se vuelve decididamente más piados, en comparación con Homero, y que aporta un nuevo giro en la lucha de los mitos al abrirse de nuevo a las voces del profundo y adquirir una relación de nuevo más respetuosa, cuidada y angustiada frente a la muerte y a los difuntos. Contemporáneamente, con la irrupción del culto dionisíaco, se desarrollan, sin duda sobre muy viejas raíces, las representaciones místicas de Deméter; tienen su mayor fuerza al mismo tiempo que la tragedia, pero perduran, populares, en silencio, hasta el fin de la vida griega, mientras que la tragedia surge y decae con la vitalidad de la polis. A Deméter y Perséfone, que están en el centro de la liturgia eleusina, se suman otros dioses, pero todos proceden de la fe popular. Son dioses del país arraigados en el suelo y ertenecen a la estirpe de las divinidades ctónicas.