Tres grandes motivos están reunidos en la historia del espíritu occidental como en un todo sinfónico. Después que los pueblos de Oriente han creado la actitud religiosa y los griegos han desarrollado la estético-científica en todas sus direcciones y la han fijado en creaciones duraderas, en el concepto de la vida y en la metafísica nacional de los romanos, está el tercero de los motivos entretejido en el espíritu europeo.
Aparecieron hombres para quienes las relaciones de señorío en familia, propiedad, magistratura, influencia política, componen el espacio de la actividad y determinan la apreciación de todos los bienes de la vida. Un pueblo sin historias de dioses y sin epopeya, e igualmente sin verdadera filosofía: toda la fuerza del pensamiento romano se concentró en el arte de dominar la vida y se extendió a la agricultura, la vida familiar, el derecho, el ejército y la dirección del estado. El punto máximo de sus logros lo alcanzó en la fundación de un derecho autónomo y de una ciencia del derecho autónomo. El pensamiento de la soberanía era el prisma a través del cual el derecho consideraba todas las relaciones de la vida, incluso, por ejemplo, la relación del padre con los hijos. Pero esta voluntad de dominio no era capricho vacío y formal, sino que el derecho servía para asegurar el beneficio y los intereses. Nos encontramos, pues, que un mundo de conceptos nuevos aparece así con el pueblo romano sobre el horizonte de la conciencia histórica. Es como si una nueva parte del mundo surgiera del mar.
De hecho se hace visible el proceso volcánico de esta nueva sociedad. Aparece un nuevo estilo de desarrollar el poder y establecer el orden, un nuevo modo de esperar y atacar, de batir y mantenerse; en resumen, un nuevo estilo de voluntad política forma el contenido esencial del espíritu romano, y todas sus restantes cualidades, hazañas e inclinaciones sirven a esta voluntad. La Virtus es una fuerza nueva contra todas las formas de la areté, lo mismo la del agón y de la polis que la del hombre libre de la época helenística. Pero esta virtus es la que vence y somete el orbe de modo permanente. Esto se siente claramente en el mundo de los grandes estados orientales del siglo III a.C., tanto más cuanto que allí el juego de las potencias se tranquiliza en equilibrio. El dicho de Polibio sobre la nube en el Oeste que se extiende sobre Grecia puede proyectarse de nuevo hacia atrás sobre el siglo III, y reproduce muy bien el presentimiento que pesaba sobre el mundo helenístico desde que los romanos habían vencido a Pirro.
La cuestión de dónde venía esta nueva fuerza de la virtus, conformadora del mundo, es exactamente tan fácil y tan imposible de responder como las preguntas sobre el origen y comienzo de fuerzas históricas en general. Conduce evidentemente a un núcleo esencial que no se puede deducir ni explicar, ni siquiera en frases plenamente analíticas. Por de pronto, puede ser recordado en alguna de sus condiciones coadyuvantes no como si fueran los elementos que dan juntos el resultado de la romanidad, mas, con todo, no puede prescindirse de ellos para imaginar el proceso de formación que se llama Roma.
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