EL HELENISMO A LA MUERTE DE ALEJANDRO MAGNO

Una vida como la de Alejandro sólo podía interrumpirse a su mitad.  Cuando a los treinta y cuatro años se derrumbó en Babilonia, grandes planes estaban en marcha:la circunnavegación de Arabia, la conquista del Oeste.  Pero también así estaba completo su proyecto.  Su dinámica se había convertido en una situación universal: el helenismo.  Las ciudades que como por encanto surgieron ene l plazo de diez años en todo el mundo y que llevaron el nombre del rey, fueron los centros de concentración y los focos de irradiación de la nueva situación provocada por las tropas macedonias de Alejandro Magno.  Cuán completa estaba la vida de Alejandro, pero cómo de la manera más evidente ha de ser comprendida desde sus efectos, lo demuestra la realidad de que esta situación universal se mantuvo, aunque cayeron la dominación única y el Imperio.  Una asombrosa inversión, pero cuyo sentido íntimo es plenamente comprensible, ocurrió entonces: precisamente la pluralidad de los estados de los diádocos mantuvo la paz mundial y el sistema del helenismo; por el contrario, aquellos que se afanaban por ser los sucesores del dueño del mundo eran los perturbadores de su propia paz.  Mientras que el universalismo de la idea de cultura se limita a fingir siempre la paz del orbe, los hombres de dominio que surgen a la sombra de Alejandro construyen con los gigantescos trozos que él había juntado a la fuerza, pero que se descomponen ahora, según sus fronteras naturales e históricas, un sistema político que garantiza realmente la paz en el mundo -no sin tensiones, claro-.  Pero sólo así, como mesurado equilibrio de las potencias, puede garantizarse la paz con medios políticos, a no ser que por un hombre o por una ciudad sea conquistado y pacificado todo el orbe de la tierra.
Comienza un grandioso juego por la conquista del poder tan pronto como estalla el centro dionisíaco de aquel mundo tan audazmente mezclado.  Son primero los grandes generales y sátrapas de sangre macedonia los que luchan por el lugar único, después por los trozos de la herencia.  Perdicas, el más semejante en su estilo a Alejandro, pero sin aliento divino; Antípatro, el custodio del estado patrio durante la expedición universal de su general; su hijo Casandro; Antígono, el más poderoso entre todos los diádocos, y, además Lisímaco, Ptolomeo y Seléuco.  En la generación siguiente aparecen además de los hijos y sucesores de los primeros hombres venidos de fuera y de estilo semejante, en la lucha del poder.  La hora universal de los grandes únicos ha quedado interrumpida, las coronas están dispuestas y esperan el arrogante zarpazo de la garra.  Ya en el siglo IV se mezcla en el juego Agatocles, que asciende de jefe de mercenarios a rey del Occidente griego.  A comienzos del III, aparee en el alborotado espacio del mar Jónico el dominio de Pirro, en figura de un cometa, lo mismo que la propia aparición del rey de Epiro, eco de la época de Alejandro, pero ya no seguro ni victorioso.

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