FRONTERAS DEL IMPERIO ROMANO

Sobre las fronteras en el Rhin, el Danubio y el Éufrates, que Augusto inventó, las fases ulteriores del Imperio coinciden, en parte, según un plan y para completar, en parte, por necesidad y a la fuerza.  El limes romano se traslada, bajo Claudio, a Escocia; bajo Vespasiano y sus sucesores, a la Germania de la orilla derecha del Rhin, siendo incorporadas Mauritania, en el Sur y el territorio del Ponto, en el Este. Para que los terrenos abiertos en el Este del Imperio no fueran utilizados como base de ataque por los bárbaros, inaugura Domiciano, y después, con mayor empeño y fortuna, Trajano la época de la nueva expansión, que proporciona las provincias de Dacia y Arabia, arranca a los partos Armenia y Babilonia y penetra hasta el golfo pérsico.  Pero estas nuevas conquistas nunca se convirtieron en partes sólidamente unidas al Imperio.  Se pierden más pronto o más tarde, se liberan, son inundadas por movimientos rebeldes o se abandonan con renuncia consciente por ser insostenible su defensa.  Siempre sigue a cada victoria una limitación; a Trajano, a Adriano, a Marco Aurelio, a Cómodo.  Con la alternativa de ataque y defensa, de victorias y derrotas, a través de todas las épocas de grandeza y miseria del Imperio, de ruptura de las fronteras y reconstrucción, siempre se mantiene el imperio y la norma que puso Augusto.  Y cuando en medio de los desórdenes del siglo III, Aureliano salvó el Imperio que por todas partes ardía, venció a los alamanes y a los godos, pacificó la Galia rebelde, fortificó de nuevo Egipto y el Oriente, se convirtió en el restitutor orbis, es decir, el restaurador del orbe que Augusto concibió cuando ordenó el mundo.  Sus fronteras pueden sangrar porque son fronteras.  Pueden avanzar y luego retroceder.  Pueden ser desplazadas y entonces se hace añicos el conjunto.
Augusto creó no sólo los límites, sino también el interno armazón de la pax Romana, y esto lo ha creado, ante todo, para el futuro, de manera que desde el principio estaban ya pensados los posibles cambios y desarrollos impuestos por la necesidad, finalmente también las crisis y el ocaso.  Un ejemplo claro es que la Dacia no fue conquistada en tiempos de Julio César porque éste murió antes, pero tal campaña entraba en sus más inmediatos planes, si bien tardó más de un siglo en ser retomada.  La romanidad, gloriosamente renovada y restablecida en su vieja disciplina, es el centro del Imperio.  Pero con la fuerza de una idea misional, la romanidad afluye desde el centro a todas las provincias, y tiene que domar a los salvajes, mejorar a los flojos, educar a los inmaduros.  En Oriente, donde se encontró con antiguas viejas culturas y con estructuras políticas maduras aunque agotadas, se une con el espíritu griego, que ha absorbido en sí durante largo tiempo, para la formación de una moral universal que contenga en sí todo lo que compone la ilustración y humanidad, libertad política y existencia realzada.  Entonces hay una ordenación jerárquica de las partes del Imperio según su valor, según su naturaleza y su esfuerzo, y la posición jurídica externa dibuja cuidadosamente la escala de los valores internos.  Sólo con esta gradación y movimiento que todo lo abarca, se convierte el imperio en un todo animado.  Estados protegidos se convierten, cuando están maduros para ello, en provincias.  Las provincias son organizadas en comunidades urbanas, y éstas alcanzan derechos de ciudadanía graduados.  Desde el pueblo bárbaro, pasando por el municipio provincial, la comunidad urbana de derecho itálico y romano, la gradación llega hasta la colonia de ciudadanos romanos.  El derecho civil romano, concedido parcamente, pero luego, ya puerta a todas las dignidades en el Imperio, es el objetivo inmanente y el móvil de su movimiento.  Ciuius Romanus sum; esta frase que Livio ha puesto en boca de Mucio Escévola al comienzo de la historia de Roma como confesión, se convierte ahora, al final, en la fuerza religante y en premio a todos los servicios prestados.

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