Más que en las instituciones, en las que experimenta en vano reformas en todos los sentidos, resplandece la realidad del Imperio todavía en algunos emperadores, desde luego, que nunca en su plenitud, sino sólo en algunas propiedades, proyectos, y a la vez, en éxitos simbólicos: en el inteligente cuidado de Rodolfo I por las propiedades imperiales y su administración, en el maduro arte político de Carlos IV, en la despierta mirada de Segismundo sobre todo el Occidente, finalmente, en la caballeresca figura de Maximiliano. Pero, precisamente en este punto, el gran cambio de la época influye en cada uno de los hechos, y la irrupción de la razón se puede rastrear. Ya no hay política realista del Reino de Dios, como la había en la alta Edad Media; toda política realista tiene su fin en el estado. Sólo, en la medida en que trabajan con medios políticos e incluso dinásticos, y por decirlo así, convierten al Imperio mismo, en su poder particular, sólo en la medida de su talento político y de su fortuna política, los reyes de Alemania actúan como emperadores; y sólo en la medida en que inmiscuyen el Imperio de un modo muy cauto, como potencia entre las potencias de Europa, le consiguen aún dar validez.
Durante toda la época, es el sudeste el campo de tensión del que surgen las innovaciones en materia política, las nuevas entidades contra el Imperio y también las del Imperio mismo; en Bohemia, se entrelazan todas las combinaciones que afectan al destino del Imperio. Allí es donde ocurre la fortuna y el final del rey Ottokar. Allí surgen, siempre de modo renovado, los esfuerzos para hacer de los países sudetes, Polonia y Hungría, un gran estado al flanco de la zona alemana. Pero, a partir de allí, también construyó Carlos IV su gran potencia europea. ¡Qué sorprendente cambio de la razón de estado, cuando Praga, la ciudad de oro viejo, se convirtió en capital del Imperio, como sucesora de Aquisgrán y Ratisbona, como predecesora de Nüremberg y de Viena! Desde el centro bohemio, atacó Carlos IV en todas direcciones, hacia Silesia, Lusacia y la marca de Brandemburgo, por el Elba y el Main, siempre siguiendo el sentido de los caminos comerciales y de tráfico; un sistema centroeuropeo de propiedades, de influjos políticos y de enlaces económicos se dibujan claramente. Ningún otro supo tan bien como este gran calculador lo que en las circunstancias de la época se llamaba aún Imperio y lo que un emperador de Alemania podía todavía llegar a organizar, aplicando toda su energía dentro del nuevo mundo. Presente en todas partes, pero en todas partes con cautela, precavido ante toda aventura, por tentadora que fuera, organizando el poder de su casa y el orden estatal, y sin embargo, incorporando estos al conjunto del Imperio, tuvo ya firme en su mano la victoria política, pero, desde luego, sólo en su mano; su herencia fue aniquilada rápidamente. Hasta el fin de la época, el espacio del sudeste sigue siendo, mientras que en otras partes de Alemania los poderes territoriales se consolidan, el campo de nuevas formaciones de fuerza que surgen, que siempre sucumben con la muerte de sus fundadores, así, el reino bohemio de Podiebrad, así el ataque de Matías Corvino sobre Viena. El reflujo de los eslavos ante la ofensiva alemana hacia el Este, que estalló abiertamente, por primera vez, en la revolución de los hussitas, se une en todas partes -también en la lucha final por la Orden Teutónica-, con la lucha por el poder político.
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