Cuando el mundo romano se hizo pedazos no se rompió nada material, sino algo espiritual, y se rompió no de modo natural, sino de modo histórico. La fe de los romanos, y pronto también de los cristianos, de que Roma era eterna se mantuvo a lo largo de la catástrofe. No en el sentido literal: el Imperio se hizo añicos que nunca volverían a estar juntos; Roma fue tomada y saqueada más de una vez. Cuando la saquearon los godos de Alarico escribió San Jerónimo, como si el mundo pereciera: "...el faro del orbe se ha apagado, la cabeza del Imperio romano ha sido cortada, con una ciudad ha sucumbido todo el imperio". Pero el mundo no pereció. El imperio no fue aniquilado en su ruina, ni se extinguió, sino que, antes bien, se mantuvo y creció. Los trozos en que se dividió no eran ruinas, sino que se detuvieron en su caída y se acreditaron como potencias que se sostenían. Plantearon la exigencia, y hasta la mantuvieron, de defender el Imperio, de continuarlo y renovarlo. Así surgió de la ciudad del imperio una criatura multimembre en la que en muchos puntos se abrigaban pensamientos universales, y actuaban fuerzas universales. Pero Roma misma siguió siendo el centro de Occidente, a veces sólo secretamente, muchas, de modo abierto, siempre como afán de serlo, en alguna ocasión centro logrado y mantenido -aunque durante siglos caído en la impotencia y en la ruina-. En la antigüedad no se dio tal cosa, pero en la cristiandad occidental es cosa que se da desde el comienzo, que el centro de la soberanía y el del espíritu estén separados, si bien se buscan continuamente en amistad y en discordia, que haya dos espadas en el mundo, ambas de Dios, iguales o súbditas la una de la otra en misteriosa alternativa, que el centro de gravedad del Imperio no esté allí donde las fuerzas actuantes tienen su asiento, sino allí adonde tienden, donde se agotan... Qué lejos queda Bizancio con su tajante unificación de Estado e Iglesia de esta estructura universal, y a pesar de la lentitud con que se separa del Occidente. Se podría llamar aquella estructura "romántica"; en realidad es pura y simplemente occidental: estructura de un mundo que surge de la ruina de otro.
Quizá fuese ésta la gran concepción de Constantino: fundamentar el Imperio sobre las dos potencias jóvenes que había, el cristianismo y los germanos, y regenerarlo gracias a ellas. En esta caso, el principio y el portador se habrían juntado de manera justa con gran eficacia política. Darle por primera vez al imperio romano con el cristianismo una religión universal, sumarle a la vez de entre los bárbaros atacantes una fuerza popular y defensiva invencible, hubiera sido un inicio nuevo, que hubiera ido mucho más allá que Augusto y también que Diocleciano en lo fundamental. Pero el gran plan, si es que existía, no se convirtió en historia. No sólo fracasó ante las resistencias romanas nacionales en el Este y el Oeste, sino que resultó caduco por razones profundas. Todavia en el mismo siglo la terca fuerza migratoria de los pueblos germanos se desencadenaba en movimientos que se burlaban de toda política metódica de admisiones, recepciones y colonizaciones. En los tres siglos siguientes entraron en función las fuerzas lejanas y cercanas, los procesos externos e internos, que desgarraron el continente e hicieron aparecer como utopía el pensamiento de una duradera continuación del Imperio.
Hay que establecer, en primer lugar, que el continente romano no se fragmentó porque los germanos lo rompieran. La tesis de que los germanos destruyeron el imperio roano no puede sostenerse desde ningún punto; ni siquiera, por de pronto, la de que se derrumbó ante su ataque. Cuando los godos, vencedores junto a Adrianópolis, entraron en el imperio romano, y poco después, desde la zona balcánica, se abrieron paso hacia Italia, cuando en la noche de Año Nuevo del 407 vándalos, burgundios, cuados, alanos, en Maguncia atravesaron el Rhin helado, ocurrió algo completamente nuevo: Roma encontró a sus herederos, halló los cultivadores de sus tierras en barbecho, dio con los rudos admiradores y estudiosos aprendices de su cultura; pero, ante todo, las fuerzas rejuvenecedoras de que ésta necesitaba, y halló el buen suelo para el grano de simiente del cristianismo. Por implacablemente que a veces fuera ejercido el derecho del vencedor, ninguna palabra de ocio contra el Impero se pronunció, antes bien, muchas palabras de respeto y de voluntad acomodaticia hacia él. Teodorico el Grance, siglos más tarde, habló en nombre de todos cuando se reconoció a si mismo como el vicario del emperador de Constantinopla, y a sus dominios como parte del Imperio: también él, que había conquistado el corazón de Italia y en su gran espíritu se afanaba por la unidad de los estados germánicos contra la Roma oriental. Casi la única excepción es el vándalo Geiserico, el más duro y audaz de los reyes invasores. Que se lanzara al mar y pasara en el 429 a África es una hazaña que apunta mucho hacia adelante. Ya el visigodo Alarico lo había querido, pero no lo había realizado. Desde allí se podía hacer saltar el mundo romano, desde donde se había formado, y más tarde fue hecho saltar desde allí por otra mano. Mas el reino vándalo de África fue el primer destruido por el general de Justiniano, Belisario. Un siglo después de que Geiserico hubiese pasado sus ochenta mil asdingos y alanos y hubiese fundado sobre el suelo del Impero el primer reino soberano germánico, la unidad del Mediterráneo fue todavía por última vez restablecida bajo el basileus de los romanos.
La última razón de que los germanos no destruyeran el Imperio, sino que lo mantuvieran y, finalmente, se hicieran cargo de él, no consiste tanto en que ya desde siglos enteros hubieran afluido y se hubieran infiltrado por las fronteras antes de que las inundaran. Tampoco consiste, en primer lugar, en que una cultura superior a ellos, aún en el caso de que llegaran en masas cerradas, ajena a su modo de ser primitivo, los hubiera forzado, enervado o corrompido. Sino que consisten en ellos mismos, en su potencial universal histórico: en su capacidad para la fecunda apropiación, en la receptividad de su ánimo para la grandeza del Imperio y para el Dios desconocido. El Reino de Dios está en formación cuando en los bárbaros dialectos de las tribus arrianas se imitan el Kyre Eleison y el Alleluia. Sólo que para ello fueron necesarios muchos caminos, muchas divisiones y desgarramientos, no sólo internos, sino también externos; no sólo en los corazones, sino también en las formaciones de la historia universal. Pues a pesar de todo, también en el proceso natural secular de aquella fractura del hielo que rompió el polo del mundo pusieron los germanos su parte, e incluso en ella influyeron con el carácter incansable de una fuerza de la naturaleza. Pero como su esencia, vista a la larga, era renovadora, la fractura, si de ellos vino, fue el comienzo de la reconstrucción.
La última razón de que los germanos no destruyeran el Imperio, sino que lo mantuvieran y, finalmente, se hicieran cargo de él, no consiste tanto en que ya desde siglos enteros hubieran afluido y se hubieran infiltrado por las fronteras antes de que las inundaran. Tampoco consiste, en primer lugar, en que una cultura superior a ellos, aún en el caso de que llegaran en masas cerradas, ajena a su modo de ser primitivo, los hubiera forzado, enervado o corrompido. Sino que consisten en ellos mismos, en su potencial universal histórico: en su capacidad para la fecunda apropiación, en la receptividad de su ánimo para la grandeza del Imperio y para el Dios desconocido. El Reino de Dios está en formación cuando en los bárbaros dialectos de las tribus arrianas se imitan el Kyre Eleison y el Alleluia. Sólo que para ello fueron necesarios muchos caminos, muchas divisiones y desgarramientos, no sólo internos, sino también externos; no sólo en los corazones, sino también en las formaciones de la historia universal. Pues a pesar de todo, también en el proceso natural secular de aquella fractura del hielo que rompió el polo del mundo pusieron los germanos su parte, e incluso en ella influyeron con el carácter incansable de una fuerza de la naturaleza. Pero como su esencia, vista a la larga, era renovadora, la fractura, si de ellos vino, fue el comienzo de la reconstrucción.

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