LA ÉPOCA DEL PROFETISMO GRIEGO

Los movimientos religiosos que hemos tratado hasta ahora constituyen la época profética de los griegos.  Esta época está llena de figuras sumamente curiosas que representan casi todos los grados entre la sabiduría y la charlatanería.  Sobre su origen y su época, e incluso sobre la cuestión de su realidad histórica, se ha discutido mucho no sólo por los eruditos modernos, sino por los mismos griegos.  El hiperbóreo Abaris es uno deellos, enviado por Apolo, no necesitado de alimento humano, que vino a Grecia profetizando y curando enfermos (¿les suena?).  Después está Aristeas, que podía dejar su cuerpo y aparecer en distintos lugares (¿les suena?).  Después Hermótimo, del que se cuentan cosas parecidas, y Epiménides de Creta, que después de muchas otras curaciones y milagros limpió la ciudad de Atenas del crimen ciclónico.  La tradición posterior ha puesto a todos estos hombres en relación con Pitágoras y los pitagóricos, falsamente en cuanto a la historia, pero con razón, pues si su doctrina no tiene  relación alguna con la filosofía de Pitágoras, sí la tiene su práctica mágica con la de las sectas pitagóricas.
Desde el siglo VI coincide el profetismo griego, principalmente, con el orfismo.  Las sectas órficas no son las únicas en atraerse creyentes, y aparte de Dionisos, a quien honran como sumo dios, hay otras divinidades, la mayoría de origen extranjero, cuyos cultos extáticos y secretos desarrollan su ser en Grecia.  Pero el orfismo supera a todas en impulso, en influjo sobre la vida cotidiana del siglo VI y, en consecuencia, en las zonas más elevadas del espíritu, a saber, la poesía y la filosofía.  Se afirma en casi todos los territorios de laHélade, sobre todo en el Ática y, donde menos, en la zona espartana, donde el estado ya había llegado a ser una forma firme de vida.
Dionisos, ya helenizado, en el orfismo es de nuevo sacado de sus fuentes tracias.  Se confunde con el dios de los infiernos, Zagreo, el gran cazador, que devora a todas las almas.  La leyenda de que los titanes lo descuartizan y de que ha renacido en el "nuevo Dionisos" como hijo de Zeus y de Sémele, es decir aquel Dionisos que Nietzsche con voluntad blasfema representó contra el Crucificado, aparece por primera vez en el mito órfico.  Este Dionisos renovado en sus orígenes, y a la vez completamente empapado de especulaciones, se convierte en la sustancia de la teología órfica.  Pues la influencia del orfismo sobre la vida griega del siglo VI descansa, en parte, en que forma una doctrina profética  que ya no era un mito que se desarrollara libremente, y que este todavía no era filosofía, sino teología, en el sentido en que Hesíodo la había iniciado, si bien mucho más popular y mucho más fuertemente, y que todavía no era filosofía, sino teología en el sentido en que Hesíodo la había iniciado, si bien mucho más popular y mucho más fuertemente realzada en la pasión del pensamiento especulativo.  Pero Dionisos es el alfa y el omega de esta teología órfica.  Está al principio como potencia que todo lo forma y vivifica, como "Phanes", como el primogénito del Caos, el Eter y el Tiempo.  Está en el centro; pues según Zeus llegó a ser rey de los dioses, devoró al Único.  Y está, al fin; pues es como Dionisos-Zagreo, el mayor de los hijos de Zeus, nacido de Deméter, y ya de niño destinado para rey del mundo.  Cuando los titanes lo desgarraron y devoraron renació de Sémele, y las cenizas de los titanes que Zeus esparció a los vientos llevaron la chispa dionisíaca a todos los seres, incluso a los hombres.  La teología órfica se dirige por completo a la omnipotencia y paternidad de Zeus, pero lo transforma en lo dionisíaco y hace de la figura olímpica un principio panteísta.  Las otras divinidades, a través de las que se mueve, como el Caos y la Noche, el Eros, la Ananke, están en el medio entre la figura mística y las esencialidades especulativas; son conceptos teológicos que no hacen bajar el platillo místico, o son divinidades reducidas a ideas.

LOS MISTERIOS ELEUSINOS

Las pequeñas familias aristocráticas del pequeño estado eleusino administraron primitivamente su culto, del cual tenemos el primer testimonio a comienzos del siglo VII; allí en el país de Eleusis, había venid a la luz, según la leyenda, Core, raptada por el dios de los infiernos, y había sido devuelta a su madre.  Cuando Eleusis fue anexionada por Atenas, el culto de Deméter se convirtió en culto estatal ateniense, y con la ascensión del poder de Atenas creció su validez panhelénica.  Pero en este proceso operaron también, en primer lugar, razones íntimas: allí había un lugar lleno de misericordia, secreto, pero comunal, próximo a la fe popular y abierto al alma individual que buscaba, que no era un santuario solemne como los de los dioses políticos, sino una fuente de sabiduría de salvación para las necesidades  de la piedad personal.  Sería falso decir que las divinidades ctónicas se inclinaban de mejor gana al hombre y, por consiguiente, habían de estar más cerca de una edad piadosa que los olímpicos.  No se inclinan hacia el hombre, sino que están siempre junto a él, abrazándolo e influyéndolo.  Pero allí se volvieron imagen, es verdad que no en el gran sentido de la tragedia, en la que acaecen destinos heroicos ante lo celeste, sino a la manera más callada y, a la vez, más particular de las representaciones místicas, que afectan a todo el que en sí se retira.
Sabemos poco del contenido de las representaciones eleusinas, pero lo bastante como para asegurar qu en ellas no se anunciaba ninguna doctrina, ni se representaba ningún dogma, y menos que ninguno el de la inmortalidad del alma, y que, por consiguiente, la obligación del silencio que pesaba sobre los iniciados no se relacionaba con algo así como el secreto de un saber determinado.  Pero se realizaba  una acción litúrgica, que tenía por contenido el mito de la madre y de su hija Core, y su efecto debe haber sido la certeza, siempre vuelta a confirmar y a ganar, que ya se expresa en el llamado himno homérico como el misterio de Eleusis: que el que hubiera contemplado esa representación tendría una vida bienaventurada después dela muerte, e incuso ya en vida tendría gran ventura; pero quien estuviera sin iniciar no tendría después de la muerte la misma suerte en el reino subterráneo.  Por esta esperanza, que despertaba y confirmaba en los iniciados, se distinguía la fiesta de Deméter en Eleusis claramente de todas las otras representaciones y cultos, incluso de aquellos que en otras partes eran también dedicados a la diosa telúrica materna.
A los misterios eleusinos estaban admitidos todos los griegos, incluso mujeres y niños (y hasta esclavos); sólo un crimen de sangre excluía de ellos.  Con esta absoluta generalidad, que ningún otro culto griego conoce, se unía el más alto individualismo.  Basándose en una decisión libre, pedía el individuo la iniciación, individualmente se hacía partícipe de la misericordia de la diosa como de su madre, como individuo alcanzaba en la sacra acción la certeza de un destino bienaventurado.  No se debe buscar en la religión de Eleusis creencias de salvación, y absolutamente nada de aquel absolutismo de exigencia y promesa que es propio de las grandes religiones universales.  No se pide ninguna conversión, ni tampoco se convierte en condición de la salvación un nuevo esfuerzo moral.  El hombre no queda liberado de la aquendidad y transportado al más allá; y si se busca y promete la salvación después de la muerte, ello es sólo una dulce perspectiva, no una exigencia que atraiga hacia sí y saque de la vida.  Tampoco son los misterios una mística n una unión del hombre con los dioses.  Los límites entre el hombre y los dioses son estrictamente mantenidos; también en este aspecto se mantienen los misterios completamente dentro de la fe popular griega.  Pero sí vive en ellos como en ninguna otra parte de la religión griega una intimidad del alma individual con la divinidad.  Allí donde los dioses del viejo mito se vuelven más alma, los halla muy en secreto la fe que hace al bienaventurado lo que es.

EL MOVIMIENTO DIONISÍACO

A figura más precisa llega la diosa, tierra y madre, en Deméter; en su nombre y mito se enlaza, ante todo, la gran renovación de la fe telúrica en la época posthomérica.  Formas muy arcaicas, oscuras y hasta salvajes de esta divinidad se perciben todavía; formas en las que era más bien violenta fuerza de la naturaleza que madre de bendiciones.  Esta figura, más primitiva de la diosa madre, por su contenido mítico, como quizá también por su origen local, apunta a las proximidades del tracio Dionisos y de la asiática Cibeles. Aunque acaso se auna costrucción de filosofía de la historia la evolución desde el hetairismo, a través dela vida como las amazonas, hasta un estricto matriarcado demetríaco y su correspondiente graduación de las divinidades femeninas, en ello se refleja una verdadera tendencia evolutiva de la religión griega.  Las diosas Deméter y Perséfone, superando su oscuridad, pero conservando su profundidad, entran como madre e hija en íntima relación; es como si se prestaran mutuamente algo de sus propiedades, antes separadas.  De algunos santuarios antiquísimos, principalmente en el Peloponeso, que eran comunes a ambas, puede haber salido el enlace; conduce en los siglos de la Edad Media griega a una religión que adquiere fuerza en toda la Hélade y que liga a las almas como ningún otro culto: conduce a los misterios de Eleuisis.  En este punto ha ocurrido espontáneamente un cambio real del sentimiento religioso a partir de Homero.  El mito de la maternidad, fundido juntamente con el de la muerte y el retorno, penetra de lleno en el espíritu griego y se hace poderoso en una misteriosísima revolución contra los dioses olímpicos.
Pero antes, Grecia es dominada por una conmoción aún más profunda: el gran dios Dionisos vence las almas.  Su origen extranjero, es decir, tracio, siempre ha sido sabido por los griegos desde Homero.  Pronto ha penetrado desde el Norte y ha vencido por todas partes al asalto, allí donde ha llegado, primero en las mujeres, después en el pueblo entero de los labriegos y pastores.  Viejas leyendas dan noticia de la resistencia que reyes y héroes, y entre los dioses en primer lugar, Hera, han opuesto a la penetración de este dios violento y peligroso.  Esto es una fase completamente real y un acto absolutamente dramático en la lucha de los dos grandes mitos.  pues Dionisos es no sólo de origen extranjero, en cuanto a la geografía, sino que inequívocamente pertenece a las potencias del profundo y de las tinieblas, de la femineidad y de la naturaleza sin liberar.  A sus fiestas nocturnas corresponde la música de los tambores, caramillos y flautas de opaco sonido, el desgarramiento de la víctima con los propios dientes, el vino enloquecedor, la danza en torbellino y la violenta orgía sexual.  El desbordamiento extático (de éxtasis) en que arrebata a su comitiva no es nunca sublimación, nunca liberación, sino siempre excitación que se hunde en la voluptuosidad del agotamiento.  La virilidad de este dios atrae de manera incontestable lo femenino, pero se queda sujeto a ello.  Igualmente ligada queda la danza dionisíaca, por violentamente que vuele, a la tierra, y el éxtasis dionisíaco, por altamente que realce la vida, a la  muerte.  Cuando Dionisos llega en la primavera, brota el crecimiento vegetal en la tierra, pero con la vida natural despertada, también los muertos se precipitan hacia la luz, se ponen en caterva a su alrededor, pues, a la vez es el señor de la vida y de los muertos.  todos los primitivos rasgos esenciales de las divinidades telúricas se realzan en él hasta lo desmesurado, pero también hasta el sentido más profundo.
Grecia fue alcanzada por el culto invasor de Dionisos en un estrato de su propio ser y que, por lo tanto, no sufrió nada extraño, sino que se abrió más profundamente a sí misma según recibió al dios tracio.  El gusto por la crueldad, el placer de la locura, la tendencia al desgarre a sí mismo y la pasión por la muerte, están profundamente arraigados en el sentimiento religioso griego como la voluntad de medida y el gusto por la imagen.  Sólo habría que añadir que a pesar de todo se trataba en ello del auténtico encuentro con un extraño.  Sólo por la fuerza arrebatadora de esta influencia extraña se alarmó tanto la intimidad del espíritu griego, que acogió en sí misma la dualidad de los dos dioses: la cósmica oposición de lo apolíneo y lo dionisíaco, y la conformó en sí misma.  Las capas profundas del alma que Dionisos representa están al cabo presentes en muchos pueblos, quizá en todos, es decir, en el hombre.  Pero en modo alguno son en todas partes igualmente productivas.  Como auténtico encuentro, se señala el proceso histórico en el que la divinidad tracia se vuelve griega por el hecho mismo de que procede en varios empujes y oleadas, con pausas de igualamiento y elaboración; así es como se perfeccionan en la historia todos los encuentros que en uno de sus elementos producen un profundo efecto.
Después que Dionisos, muy pronto, quizá ya en la época de las grandes migraciones, llegó a los griegos, vino una segunda oleada de su culto en la época homérica, y, después, de modo subterráneo, y ésta sólo dio al dios en la vida griega la potencia de que la epopeya no permite todavía adivinar nada.  En las almas y pensamiento del pueblo bajo, halló el ser dionisíaco eco y consecuencias.  Allí se convirtió a temporadas en movimiento religioso, incluso en epidemia.  Esta situación sociológica se conserva hasta la época de la tiranía, y aún después.  Los tiranos del siglo VI hicieron una política religiosa en el sentido de que favorecieron el culto de Dionisos como medio en la lucha contra la aristocracia y con el fin de buscar el apoyo de los campesinos.  Pero no hay que preguntarle nunca demasiado a la sociología; el punto de vista de ésta es parcial, en primer lugar, cuando se trata de cosas muy grandes.  Y lo mismo que la epopeya surgió del espíritu caballeresco y en círculos caballerescos, pero se extendió más allá del mundo aristocrático y se volvió bien comunal del pueblo helénico.  Así Dionisos, aunque fuera al principio un dios labrador, se convirtió en potencia, se podría decir en sustancia que determinaría de la manera más profunda todo el sentir griego.  Tanto la imagen del dios como su forma de culto, fue conformada por la fuerza plástica de salvaje explosión dando lugar incluso a fiestas organizadas por el Estado.  Y así, de la locura ilimitada y destructora resultó la imagen de la plenitud vital, que es comprensible hasta para las artes plásticas.  Sólo entonces, parece, se manifiesta la forma peculiar dela mántica dionisíaca: visión del futuro gracias a la unión en éxtasis con el dios, videncia por la fuerza de la locura.  Esto es en realidad un modo de saber el futuro muy diverso del don de videncia de Apolo, que proviene de la distancia, claridad y fuerza formal.  Y también muy diverso de la explicación de la voluntad de los dioses, basada en el estudio de los signos exteriores, tal cual ocurre en la epopeya.  Y esto ocurre de manera absoluta: por fuertemente que fuera helenizado Dionisos, introducido no una, sino dos veces en la esencia griega, pervive en él un principio extraño, resistencia y peligro.  En muchos lugares se celebraban fiestas nocturnas en las que el dios y su culto mantenían su vieja violencia, en las que las bacantes desgarraban serpientes y el as que caían víctimas humanas en los sacrificios.
En la incorporación a la ciudad del culto dionisíaco, pero especialmente en su incorporación al modo de ser griego, no puede desconocerse la intervención activa del oráculo de Delfos.  Estos sacerdotes prudentes, que siempre supieron dominar las nuevas potencias reconociéndolas, y que siempre mantuvieron la medida griega ampliándola y profundizándola, repartieron el año délfico entre Apolo y Dionisos e introdujeron el culto de Dionisos en países en los que hasta entonces era extraño (en ninguna parte con más éxito que en Ática).  Así se abrió el camino del helenismo pleno, universal, tenso entre el delirio y la figura, e incluso conscientemente el paso a la tragedia.  Y existe en adelante entre los dioses griegos uno en el que lo profundo se pone a hablar (en Hesíodo sólo había tartamudeado).
Lo simétrico al movimiento dionisíaco de la Edad Media griega son los misterios de Eleuisis.  Por lejos que la diosa maternal y sus sacros juegos parezcan estar del dios tracio, una y otro pertenecen a la renovación religiosa del mundo posthomérico, época que se vuelve decididamente más piados, en comparación con Homero, y que aporta un nuevo giro en la lucha de los mitos al abrirse de nuevo a las voces del profundo y adquirir una relación de nuevo más respetuosa, cuidada y angustiada frente a la muerte y a los difuntos.  Contemporáneamente, con la irrupción del culto dionisíaco, se desarrollan, sin duda sobre muy viejas raíces, las representaciones místicas de Deméter; tienen su mayor fuerza al mismo tiempo que la tragedia, pero perduran, populares, en silencio, hasta el fin de la vida griega, mientras que la tragedia surge y decae con la vitalidad de la polis.  A Deméter y Perséfone, que están en el centro de la liturgia eleusina, se suman otros dioses, pero todos proceden de la fe popular.  Son dioses del país arraigados en el suelo y ertenecen a la estirpe de las divinidades ctónicas.

EL ORÁCULO DE DELFOS

El deber del culto a los antepasados obliga a todas las estirpes.  También los demos y tribus llevan nombres patronímicos y están unidos alrededor de sus héroes. Pero al héroe fundador (archegetes) lo honra toda la ciudad.  El poderoso propulsor del culto de los héroes, y en especial de su paso de las asociaciones de consanguíneos al Estado, es el dios de Delfos. Sus oráculos muchas veces han citado como causa del hambre y la pestela ira de un héroe. También han aconsejado el traslado de los huesos de un héroe indígena desde el extranjero y hasta fundado numerosos cultos (¿cuál si no fue el motivo de la expedición del Vellocino de Oro de Jasón?).  La gran reacción contra el paganismo homérico de la cuales parte el culto de los héroes, naturalmente que no fue creada por esta orientación delos sacerdotes de Delfos, pero sí fue poderosamente favorecida. El dios de Delfos se señaló a sí como el verdadero exégeta (según lo afirmó Platón, Rep.,IV), es decir, opositor de la auténtica vieja fe que ha seguido viva en el pueblo y que ahora todavía abre sus misterios.
Ya hemos indicado que los héroes se emparentan a los dioses ctónicos, y están con ellos en íntima relación.  Esto no se refiere sólo a muchas cualidades de su ser y a muchos rasgos de su culto, sino también a la conexión casual hist´rica en que aparecen otra vez en la época posthomérica.  Al mismo tiempo, con la renovación de la antigua creencia relacionada con la muerte y los muertos vuelven a percibirse en Grecia las voces de los dioses inferiores, y una y otra cosa proceden de las mismas fuentes.
Homero conoce todas las potencias del profundo y de lo oscuro.  Conoce a la gran Noche, que obliga a dioses y hombres, conoce a las Erínias, que hacen castigar inexorablemente a los perjuros y a los que faltan al honor; conoce a Gea, por cuyo nombre juran hasta los dioses, y a a la ilustre Perséfone, la reina de los muertos. Pero no sólo su potencia, sino incluso su realidad, es reducida por la luz delos dioses olímpicos, y esta reducción alcanza también a la diosa en que están ocultas todas las profundidades de la maternidad y del presentimiento d la muerte: Deméter.  En Homero es casi sólo la rubia diosa de los trigales; que Zeus la ha amado una vez resuena apenas, y de la relación de ambos, que de todas maneras había de llevar a la antigua religiosidad (o a la nueva), no se dice ni uns palabra.  Dioniso, el furioso, y su comitiva de mujeres que blanden los tirsos aparecen sólo episódicamente en el fondo.  El dios que procede del extranjero no pertenece al círculo de los dioses olímpicos; en ninguna parte interviene él en la vida y destino de los héroes épicos.
Pero es decisivo que la fe del pueblo, junto y por debajo del mundo divino homérico, ha mantenido las antiguas divinidades como los verdaderos dioses de la patria, que son sedentarios y ligados al suelo como el pueblo de los labradores y pastores.  Ya hemos hablado de que incluso los dioses olímpicos se han conservado, por decirlo así, en una segunda existencia como dioses de los distintos territorios y santuarios, y de que la piedad griega no sólo ha soportado esta tensión de unidad y pluralidad, sino que mediante ella se ha enriquecido.  Pero como divinidades locales mantienen o ganan todos ellos, incluso Zeus, incluso Apolo, un vínculo con lo profundo, con el suelo y con la muerte.  Zeus Chtonios, el subterráneo, pervive en todas las regiones de Grecia como dios de los vivos y de los muertos, a menudo bajo nombres ocultos y muchas veces confundiéndose con un héroe indígena.  Hesíodo encarga al labrador que le rece al labrar y le haga sacrificios al cosechar.  Mas también las más viejas divinidades, que han mandado antes de la victoria de los olímpicos, se conservan en su sitio.  Gea misma, según la Teogonía, de Hesíodo, la más antigua de todos, mantiene los santuarios y oráculos en todas las regiones que han conservado lo antiguo a través de la época de las invasiones.

CONCEPTO DE HÉROE GRIEGO

Una nueva fase de la lucha de mitos se hace perceptible en el concepto de "héroe".  En la epopeya viven los héroes del tiempo antiguo.  Viven como nombre, como figura y como gloria de sus hazañas.  Pero ¿dónde están?  En el suelo patrio; alrededor de sus propias tumbas. Todas sus heroicidades las ha agotado la épica, tanto que ella se ha transformado casi por completo en el brillo de su gloria.  Pero su cuerpo muerto lo gurda, en lugres que precisamente por esto se vuelven sagrados en un callado sentido:la madre tierra.  Todos los paisajes de Grecia están llenos de tumbas de héroes, y naturalmente Ática en especial.  En la legislación de Dracón se reglamenta que los dioses y héroes de la patria han de ser honrados en común según la costumbre de los padres.  Sacrificios muy distintos que a los dioses olímpicos les son dedicados a los héroes muertos: no bajo el claro día, sino en la oscuridad del crepúsculo y de la noche; no sobre un altar, sino sobre un hogar bajo; animales negros y no blancos; ofrenda de sangre y no de grasa perfumada.  Juegos anuales -casi como repetición de fiestas fúnebres- se fundan en su honor.  Pues los héroes son poderosos; desde el fondo de sus tumbas actúan.  Están cerca de los vivientes, en la felicidad y a veces en la desgracia; protectores de las ciudades, dioses custodios de las estirpes, socorredores del individuo.  A veces intervienen casi como milagreros en el destino particular.  Heródoto cuenta con gusto tales historietas y también autores posteriores.  Ante todo, son ellos los que hacen el suelo de la patria en que reposan  inconquistables, y a Grecia la hacen invencible en la lucha contra los bárbaros.  Los guerreros de Maratón vieron a Teseo, armado de punta en blanco, frente a sí; los luchadores de Salamina ofrendaron a Ayax, que había luchado con ellos, un barco de guerra del botín...
El supuesto en que se basa esta proximidad activa de los héroes es que sus huesos están sepultados en el ágora de la ciudad, o debajo de la puerta de la muralla, o en los límites del distrito, que las tumbas son miradas con respeto y obsequiadas con sacrificios sangrientos.  Todo esto es tan poco homérico, tan antihomérico, cuanto es posible.  Estos héroes que protegen la patria desde sus tumbas pertenecen no a la parte de los héroes épicos, sino a la de los dioses ctónicos a los cuales se parece mucho su culto, de la misma manera  que algunos de ellos aparecen en figura de serpiente.   Pero son ellos los que en la plenitud del espíritu griego se convierten en los héroes de la tragedia.  Evocados por el canto coral como en un conjuro, los héroes que descansan en la tierra de la patria, que siempre están presentes, ascienden a un presente más alto.  No se convierten en figura y acción como en el epos, sino que se tornan imagen y se ponen a hablar.  Resuélvase como se quiera el problema de la historia del espíritu que es la formación del drama, este problema tan discutido, lo cierto es que el drama ha venido al mundo como tragedia, pero la tragedia ha surgido de una relación religiosa del poeta respecto de los héroes legendarios de su pueblo.
Naturalmente que esta relación religiosa, es decir, la creencia en los héroes y el culto a estos, que da a la tragedia su sentido más profundo, no ha surgido en ésta por primera vez, sino que está en el fondo de ella como realidad, y la tragedia no es sino la elevación a gran parte de este culto.  Este ha surgido por caminos que no podemos seguir al pormenor en el movimiento religioso de la época posthomérica.  Aun en ella, no surgió como algo nuevo, sino que las chispas que aún lucían en la fe del pueblo se inflamaron en una llamarada nueva.  En lugar de la idea homérica de que el héroe muerto es un nombre glorioso, pero en lo demás una sombra sin existencia, vuelve a forjarse la antigua creencia de que está presente en su tumba y activo entre los vivos. Descuidar el culto a los muertos, dejarlos sin enterrar, vuelve a ser de nuevo un pecado imperdonable.


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HESÍODO

Opina Heródoto que dos fueron los poetas que habían creado los dioses de los griegos.  Data a ambos, por así decirlo, de "ayer y anteayer", es decir, con una generación de distancia entre ambos.  Los dioses mismos junto con sus nombres provienen de Egipto, los han recibido los griegos -según piensa Heródoto- de los pelasgos, es decir, de la población prehelénica de Grecia. Pero por primera vez Hesíodo y Homero "les han hecho a los griegos su teogonía, han dado a los dioses sus sobrenombres, les han atribuido oficios y artes y han completado sus figuras" (Hist.II).
Hesíodo está en este aspecto a la misma altura que Homero, lo mismo que una leyenda griega, consciente de la profunda rivalidad de ambos, informa de la disputa de los dos poetas.  Si la observación de que la figura y características espirituales  de los dioses les fue atribuida por primera vez por Homero, la idea de la teogonía apunta unívocamente a Hesíodo, pues ella es muy ajena a Homero, pero el pensamiento de Hesíodo está completamente dominado por ella.
Hesíodo puede situarse como persona histórica alrededor del 700 a.C.  Este hijo de un labrador beocio es el primero que pone su nombre al comienzo de su poema.  Él, que dice de sí que las musas le han revelado "no mentiras, sino verdad", y sus sucesores, que han ido hilando poéticamente  las historias de los héroes, los árboles genealógicos de las estirpes y el origen e las tribus, son, a pesar  de que en la forma están todavía dentro de la tradición homérica, los precursores de la investigación histórica erudita, y quieren ser tales.  En ellos, y en Hesíodo mismo, ya no se sigue poetizando la leyenda heroica a partir del sentido heroico del presente, sino que se saca de la poesía y de la religión popular la vieja sabiduría, se piensa y hasta se sutiliza, se ensaña y sistematiza.  Según su profundo contenido, esta sabiduría no es ciencia, sino que Hesíodo señala una nueva inflexión en la lucha de los dos grandes mitos y una nueva fase en la perfección de la religión griega.  Representa el movimiento religioso del mundo posthomérico.
El viejo mito en la poesía de Homero ha sido conscientemente rechazado y, sin embargo, pervive allí.  Al jurar se hacen sacrificios al sol y a la tierra, y además de Helios, que todo lo saca a la luz, son invocados los dioses subterráneos.  Las grandes realidades de la tierra y la sangre, la madre y la muerte, las fuerzas demoníacas que en ellas están ocultas, y las divinas que de ellas se levantan, mantienen su potencia incluso en la religión homérica, a cuyos grandiosos rasgos pertenece que no excomulga dogmáticamente la vieja religión, sino que la conserva como fondo sacro, quitándole sólo su pesada gravedad y su oscura implacabilidad.  Pero en primer lugar los viejos dioses y las potencias han seguido, por así decirlo, en plena validez, junto al mundo homérico, en la fe del pueblo.  En donde las estirpes griegas vivían como agricultores o pastores, el elegante pensamiento jónico del mundo olímpico de los dioses, debe haber caído como un lejano resplandor en una existencia que seguía unida con fe a las potencias de la tierra y de las tinieblas.  Pero de todos modos, por encima de toda Grecia subsistían los viejos cultos telúricos, seguían en vigor los espíritus benéficos o vengativos del profundo, estaban poseídos árboles, aguas y montañas por seres divinos del antiguo estilo.  Y allí comienza, en viva relación con la fe popular, un nuevo desarrollo de la religión griega, no retrocediendo antes de Homero, sino a partir de él y hacia adelante.  Nunca se hubiera hecho el espíritu griego apto para la tragedia si los poetas trágicos, pregoneros de la fe en Zeus omnipotente, no hubieran sentido presentes las huellas de los dioses prehistóricos y del profundo de los Titanes y las Erinias, Deméter y Dionisos.

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HOMERO: EL GRAN CREADOR DE DIOSES

Homero creó en sus epopeyas símbolos inmortales de unos dioses mundanos en los que nunca se creyó.  Todo lo que recibieron de blandura caria, de sexualidad asiánica, de oscuridad pregriega, es reelaborado y aclarado en ellos.  Zeus se convierte en el celestial y nada de telúrico guarda ya en sí.  Apolo es el luciente modelo de los griegos, de lo supergriego, aun cuando lucha del lado de Troya, y precisamente por su lejanía y enemistad es espiritualizado como algo augusto.  Atenea, la guardiana de las ciudadelas, se convierte ahora en la hija del padre, libre de toda acción, inteligente e inventora.  Así también los otros dioses, desde luego, con precisa graduación según el rango de su pureza y claridad, son reinterpretados.  Aquellos en los que se conserva el olor a la tierra son notablemente rechazados por la creatividad del poeta.  Este destino alcanza incluso a Poseidón, el antiguo dios terreno con el tridente, que muchas veces es incluso tratado altaneramente, si bien siempre se transluce su antiguo poderío.  Las divinidades ctónicas matriarcales queda por primera vez claramente excluidas del reino luminoso de Zeus, o son rechazadas por completo.  Así suena el eco de la lucha entre los dioses olímpicos y los ctónicos en el mundo divino de Homero, pero como de lucha resuelta: las potencias de la luz han vencido, mantienen el cetro y conforman el mundo.  Su carácter sobrehumano ya no es oscura potencia vital en figura de animal, ya no es potencia de la naturaleza que estalla desde lo profundo, sino humanidad audazmente realzada, humanidad que, libre de lo mezquino y lo triste, está por completo decidida, y por esto se ha vuelto completamente ligera e inmortal.
Mas por grande que sea la decisión, la grandeza de Homero llega todavía más lejos.  Su fuerza poética no sólo rechaza al viejo mito y lo deja a un lado, sino que lo introduce en el mundo de los dioses y de los héroes como resonancia de lo profundo; incluso como potencia que influye en el elevado estilo de la épica, y hasta como presupuesto sustancial en la vida y el destino del más grande de todos los héroes.  Desde luego, dirige Zeus el destino de los héroes en parte dejando acontecer lo que acontece, en parte interviniendo con su voluntad, siempre de un caso a otro, nunca previendo el conjunto del futuro; también las intervenciones de los otros dioses están en general, sin que se excluya en cada caso del todo un juego recíproco, dependientes de la voluntad de Zeus.  Pero esta voluntad no es omnipotente.  Junto a ella y por encima actúa el destino.  Las Moiras han adjudicado a los mortales su vida y su muerte, y en conjunto también lo que les ocurre en la vida, y donde ha nacido un ser humano hilan ellas sus madejas de hilos.  Por eso, las intervenciones y ayudas de las divinidades no están excluidas, pero sí limitadas a un marco inflexible.  La Moira no es una figura, sino un poder que no se sabe si hay que decir que opera en toda existencia o sobre toda existencia.  No tiene ninguna altura ni claridad olímpica, no es ni intervención activa ni acaecer lleno de acontecimientos.  No es, pues, de estilo épico.  No opera en el epos, a diferencia de los dioses que en él intervienen.  Pero sí está en él.  Pues la sabiduría de Homero conoce que existe tal cosa, que toda vida está influida por este poder, contra el que el mismo Zeus es impotente, y también el destino heroico que consiste de hazañas en fila y en el que los celestes intervienen personalmente, está entre la rueca y el huso de las oscuras hilanderas.
El padre celestial que pesa las Keres de Aquiles y Héctor en áurea balanza no decide con esto nada, sino que averigua lo que está resuelto, y lo que por lo demás ya sabe, y lo averigua con amargo dolor.  Mas cuando el platillo con la suerte de Héctor se hunde en el Hades, Apolo, que hasta ahora lo ha protegido, se retira silencioso, y Atenea ayuda a que el destino se cumpla aconsejando a Aquiles y engañando a Héctor.  Héctor, el varonil héroe, queda cruelmente solo ante la muerte, pero precisamente así se perfecciona su heroísmo.  No puede decirse nada más grande sobre su heroísmo, ni tampoco sobre la muerte, ni tampoco sobre el destino.
¿Coinciden así dos leyes en las que la muerte entra en la epopeya y la Moira se hace perceptible: la ley de la vida heroica en la que influyen las decisiones y ayuda de los dioses, y la ley de la muerte, que está señalada desde el nacimiento del hombre?  Pero en la existencia del hombre están juntas como papel y trama, y así las enlaza Homero como acontecer épico.  No son compensadas la una con la otra.  La grandeza de Homero es que evita el acertijo del dualismo metafísico y que mantiene unidos ambos imperios en la vida.
En el libro XXIII de la Ilíada, cuando el entierro de Patroclo, resuenan de todos modos tonos que se levantan como de otro mundo, es decir, de una viejísima creencia y culto de los muertos, algo prehomérico, pero que nunca se ha apagado del todo en la fe y las costumbres populares y que sólo allí, donde la muerte se ha convertido en realidad épica, se anuncia desde lo profundo.  Homero tiene también este dualismo: el viejo mundo de los muertos bajo la tierra, que vive y reclama sangre, y el mundo de las sombras, sin ser, en la lejanía, sólo como enigma visto tal cual está en la vida misma, pero no como enigma que fuera solucionable o que se quisiera solucionar.
El luminoso mundo de Homero ya es profundo en sí mismo.  Infinitamente más profundo se vuelve por esta penetración del viejo mito en el día de los héroes y los dioses.  El máximo ejemplo de esto es el más magnífico de los héroes, el hijo de la madre inmortal y del padre mortal, Aquiles, en cuya vida y destino se entrelazan el sumo favor de Zeus y la Moira implacabe.  Su madre Tetis es una figura principal en la Ilíada; está siempre presente, no sólo cuando suplica a las rodillas de Zeus que le dé la gloria (porque sab que la muerte que le corresponde no puede ser evitada), no sólo cuando se lamenta por Patroclo.  Está presente en el mismo Aquiles, que a través de ella procede de la más antigua estirpe de dioses, la de los titanes, más antigua que la de los olímpicos, a quienes él reza.  De allí, de la madre, procede el impulso ilimitado que en él se observa; de allí el melancólico saber por anticipado que él posee más que ningún otro héroe; de allí viene su infinitud , que nunca se consume en la acción, y su subjetivismo.  Aquiles es la fuerza central de la epopeya y a la vez más que un héroe épico; llega hasta la tragedia, y lo mismo ocurre con todo lo que alrededor de él acontece.  Con las lamentaciones fúnebres por Hector y Patroclo termina la Ilíada  En los ríos de sangre de animales y personas que Aquiles hace correr en honor de su amigo muerto, el viejo mito está no sólo trasluciendo, sino terriblemente presente.  En el mundo luminoso de la epopeya  se disuelve la realidad de la muerte.  Homero se trasciende a sí mismo en la tragedia.


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LA MUERTE EN GRECIA

Para el héroe homérico, y para el griego que en él cree, la muerte es por de pronto empujada hacia la nada, y, precisamente, de la manera más radical que se puede pensar.  La muerte, que en el viejo mito era precisamente el seno de todos los nacimientos, cambia de modo radical a partir de Homero.  Esto ocurrió tomando en serio la proposición de que los muertos están y de que la vida (entendiendo por tal la vida alta y heroica) pervive, pero no en restos, repeticiones o renovaciones del cuerpo y del alma, sino en la descendencia y en la gloria del nombre.  El cadáver no es entregado a la madre tierra, sino aniquilado en la llama.  No hay renuncia más resuelta al mito de la madre, la tierra y la muerte; a éste corresponde siempre la tumba cerca de las viviendas de los vivos y el culto permanente que mantiene presentes a los difuntos, pero en el mundo homérico los muertos no debían estar cerca, sino lejos; no presentes, sino pasados.  Las llamas que los aniquilan liberan a los vivos de una vez para siempre de ellos, y se podría decir que  liberan también a los muertos de sí mismos.  No del todo: queda una sombra de ellos, pero sólo una sombra que confirma la nulidad de su existencia.  El reino de las sombras en el Hades, a irreal lejanía, al que según la fe homérica están desterrados los muertos como pequeños ecos de sí mismos, sin ninguna posibilidad de retorno, es la antítesis absoluta al mundo telúrico del antiguo mito, que se alimenta con sacrificios sangrientos, que influye poderosamente en la vida y que no tiene menos realidad, sino más, que el mundo de la luz.  Las sombras que se amontonan alrededor de Odiseo son pálidas e impotentes; su único contenido son vacíos recuerdos de lo magnífica que era la vida.  Mejor es ser jornalero arriba que rey en el Hades, atestigua la sombra de Aquiles.  Y no quiere decir que le vaya mal en el sentido positivo, pues no es uno de los pecadores de los cuales en el Hades no hay más que unos pocos y que por lo demás son todos tardíos añadidos.  Sino que quiere decir que no tiene vida ninguna, y con ello ninguna realidad: esto es simplemente lo miserable de la muerte. ¡Qué desbordamiento de vida y realidad debe percibir Aquiles, el viviente, en sí y en sus semejantes (y relativamente qué poca en los jornaleros) para poder hacer tal comparación!
La muerte homérica no es nada positivo, no es una fuerza o un mundo propio; es sólo no vivir, un estado muy próximo al punto cero.  Por el hecho de que es comprendida desde su lado negativo, como pura aniquilación, como la última llamarada de un grandioso fuego, no pierde su pavor, pero sí el espanto que tiene en todas partes donde los muertos están cerca.  El acento entero cae sobre la vida, a quien corresponde sin ningún recorte el valor de ser de verdad.  La muerte (la muerte en el campo de batalla, se entiende, pues para el héroe apenas si se toma en cuenta otra muerte) es un acontecimiento de la vida, y, a menudo, incluso aquél al que la gloria enlaza más directamente: se torna hazaña y así es atraída al mundo de la épica, que es el mundo luminoso.
El viejo mito vivía en el pensamiento de que todo lo vivo, aun donde florece con más belleza, se vuelve a hundir en la muerte en la que tiene su origen.  Mas para el sentido de la épica no es acrecido el reino de la muerte cuando en la batalla matadora de hombres desaparecen los héroes, sino el reino de las hazañas y su gloria.  Esto, en el sentido corriente de la palabra, no está pensado muy piadosamente.
Mas los tiempos que siguen a Homero -Delfos, Esquilo y Píndaro- son, lo mismo que los precedentes, más decididamente "religiosos" que aquellos cuyo centro está en Homero.  Pero esta libertad espiritual, esta libertad de pensamiento, se ha convertido en herencia irrenunciable del espíritu europeo.  Naturalmente que esto en la época homérica no es, menos que nunca, creencia popular, sino señorial.  Pero, precisamente a través de Homero se ha convertido en elemento predominante de la religión griega en general, en nivel de ella, en una de las normas que le son inmanentes.  Y no ns dejamos llevar en esto de cualquier concepto romántico.  El concepto es exactamente tan profundo como cualquier otra doctrina de la muerte maternal, en la medida en que es verdad que hay no sólo una profundidad en lo oscuro, sino también una profundidad de la luz.
Gracias a esta herencia domina en Europa un aire espiritual que hace natural que lo divino case con lo claro y lo fuerte que resplandecen en lo insondable, pero no se deja turbar por esto, y que al violento mundo de los fantasmas y al arte de conjurarlos lo sufre a lo sumo en los rincones menos limpios de la cultura.  Nosotros somos quizá el único lugar en la historia universal donde resultó al primer intento esto, ciertamente que no sin pasos en falso y retrocesos, pues las altas tensiones están siempre en peligro de pervivir.  Mas el intento no se ha perdida y en cada nueva época productiva ha ganado ante todo la medida justa que ha de ser guardada si se piensa en el lado nocturno y maternal del mundo con sentimiento puro.  Esta otra realidad puede ser muy bien sentida por el espíritu que ha sido sellado por Homero y los mismos griegos la sintieron profundamente.  Pero respecto de los dioses olímpicos es ella no un pantano lleno de plantas que crecen espesas, sino tierra sagrada; no un mundo subterráneo, sino fondo que sostiene, aunque sea oscuro, la vida, y es comprendida como divina embriaguez y sensualidad espumante, pero no como placer o autaniquilación.  Hasta Dioniso se convirtió para los griegos en un dios.

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NÚMENES, DIOSES Y HADOS EN LA EDAD MEDIA GRIEGA

¿Participan los dioses en las cuitas de los griegos? ¡Por supuesto!  Una simple ojeada asegura que tan pronto atacan ellos como se mantienen a la espera, favorecen o persiguen a capricho.  Pero no lo hacen como fuerzas oscuras, sino como caracteres claros y muy decididos.  Es verdad que en general son invisibles para los ojos humanos, pero sin embargo resultan fáciles de reconocer en el estilo de sus hazañas.  También para ellos y hasta entre ellos parece haber reglas de juego en la lucha violenta y un altivo ethos, solo que todo resulta un poco más fácil y libre que para los nobles señores de Mileto, Calcis o Mégara: la conquista o los celos, la enemistad como venganza o el engaño.
Así, el mismo proceso poético que ha creado del pasado heroico y del presente caballeresco, de la leyenda, el recuerdo y la existencia vigilante, la canción heroica hizo también época en la historia de los mitos.  Y el mismo poeta ciego cuyo nombre llevan las grandes epopeyas les ha creado a los griegos sus dioses.  Realmente a los griegos, pues del mundo claro, espiritual y ligero de Jonia surge Homero, y la lengua jónica por él conformada y el mundo divino por él pensado, para todas las naciones griegas, incluso para la metrópoli, más seria y firmemente arraigada en el suelo.  Allí, desde luego, se les añade a los dioses homéricos mucho de los severos colores de la patria; a la ligereza jónica que ellos tienen, mucho del derecho y el orden bien guardado; a sus atrevidas pasiones, algo de mesura y contenida voluntad, tanto más según penetran en las zonas de educación dórica y de arraigo al modo del noroeste.  pues en el país más viejo sujetan más las viejas ordenaciones de la sangre y la vecindad, lo mismo que en los hombres en los dioses; y el suelo es más sagrado por las tumbas de los antepasados y los héroes que las tierras nuevas y sin prejuicios y las potencias del profundo son sentidas más al modo agrícola incluso por los señores.  Mas con todas estas resonancias, la luminosidad de los dioses homéricos no es turbada, sino enriquecida y a la vez profundizada.  Los celestes tienen su trono, como Homero los ha visto, en el Olimpo.  Desde luego, habitan también en lugares determinados desde tiempos muy antiguos, a menudo en sitios del país de oscura naturaleza, y allí hasta están en relación con muchos seres semidivinos o nada divinos, que están comprendidos en el círculo de la naturaleza e incluso con potencias oscuras del profundo de la tierra.  Corresponde a la esencia de la religión griega que o bien no  ve esta oposición o bien la toma y transforma en sentido positivo, poblando la multiplicidad de sus santuarios con los sublimes dioses, sin renunciar a su unidad.  Así es como llega a la riqueza y, podríamos decir, a la omnisciencia que fuera de ella no posee ninguna otra mitología.  Ilumina todo lo humano y ningún movimiento o fenómeno de lo humano se le escapa.
Pero la más íntima sabiduría de ella es la imagen de los dioses en el Olimpo.  En este sentido ha creado Homero la religión griega y en este sentido ha habido una decisión en la lucha de las dos mitologías, la cual es válida no sólo para Grecia, sino para  Europa.  Precisamente porque el viejo mito de la madre y la tierra, el nacimiento y la muerte, no ha sido olvidado ni desautorizado, sino expulsado a las zonas profundas a las que pertenece y desde donde envía continuamente olas y efectos.  Así se hizo posible el noble mundo divino de elevado sentido y virilidad, sin recaer en el primitivismo, esto es, con espíritu renovado.  Sólo se podía pensar así si se planteaba la pregunta de si hay una vida en la que dominan la acción y el espíritu y en la que las oscuras potencias de la naturaleza quedan a sensible distancia de los humanos, si bien no como peso muerto ni como vapores, no como duende ni como fantasma, espiritualizando el tiempo y la voluntad.  Esto fue una decisión cultural para Europa y allí se tomó.


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LA ÉPOCA DE HOMERO

A la épica pertenecen aquellos que la oyen sin cansarse, tan necesariamente como aquellos cuyas hazañas cuenta, y sólo los diversos tiempos, reunidos y reflejados en uno, dan la época en que la epopeya acaece.  Conocemos la nobleza de la edad media griega.  Sus hazañas abren la historia griega consciente.  Es la fuerza determinante en la obra de la colonización, que esparciéndose de modo grandioso ocupa en los siglos VIII y VII la costa septentrional del Egeo, Sicilia e Italia del Sur, las costas del Mar Negro, la Propóntide y, finalmente, la Cirenaica, con ciudades griegas.  Excepto en Esparta y Creta, donde el fundamento del Estado lo forman el pueblo de los hombres libres, la igualdad de sus lotes de tierras y la comunidad de su vida campamental, se constituye por todas partes una clase noble y un señorío nobiliario.  La gran propiedad y la lucha primero en carro de guerra, luego a caballo, distingue a las familias nobles del pueblo común.  Ellos, los "mejores" (aristoi), alcanzan el predominio en tribus y fratrías.  La monarquía es limitada primero por el consejo de los nobles, después queda reducida a ser cargo de plazo limitado o se transforma en un simple cargo honorífico.  "Reyes" llegan a llamarse luego los señores nobles.  Sólo en Esparta,donde no hay nobleza, se mantiene la antigua monarquía.
La nobleza de la edad media griega está acostumbrada a manejar la lanza y la espada.  Las luchas en que continuamente vive se resuelven para ella en otros tantos duelos de héroes caballerescos.  Si reside en ciudades marítimas o junto a caminos comerciales se ejercita su espíritu combativo en la piratería o en empresas lucrativas lo mismo que en la lucha con carros.  Se aplica además de manera ininterrumpida al juego y al espíritu, es decir, en el agón deportivo y en el gusto por la poesía heroica.  Con el brillo máximo se desarrolla la vida aristocrática y su cultura en las ciudades jonias de Asia Menor; son las más ricas en caballos y naves, las más beligerantes en la lucha entre sí y con los vecinos, y a la vez las más vivaces y productivas en la lucha del espíritu.  Pero las familias nobles de las dos ciudades de Eubea, Calcis y Eretria deben de haber quedado muy poco detrás.  De ellas arranca primero la colonización en la máxima lejanía.  Entre ambas, primitivamente amigas y aliadas, ardió en el siglo VII la primera guerra fratricida que desgarró a Grecia.
La existencia de tal nobleza ya es en sí al mismo tiempo una realidad épica, y su modo de vida se mueve en otras tantas situaciones épicas.  Las familias nobles representan poder político, y los límites entre desafío y guerra, entre ira de los príncipes y enemistad de los pueblos, son muy variables; todo lo humano tiene un sello político y todo lo político arraiga en pasiones humanas.  Todo está puesto en lo que el burgués laborioso llama acaso, es decir en la fortuna de las armas, y, en todo momento, oscila la balanza en que las fuerzas se pesan.  Existe la loca singularidad del triunfo, pero también la caída inmediata en la vergüenza y la muerte cuando, como tantas veces perciben los héroes homéricos, los mismos dioses están contra uno.  Allí, por primera vez, en la situación d el señorío, se forma el nivel en que son posibles los sucesos épicos; pues el señorío engendra no sólo un arriba y un abajo, sino, ante todo, un estar juntos los "pares", el cual procede con altas pretensiones según determinadas reglas de juego, y por eso está cargado con las más fuertes tensiones.  El pueblo vive, pero nada acaece en él.  Mas la vida de los señores es como un duelo elegante en la escena pública: muy complicado, pero para el entendido simplísimo y lleno de decisión en cada vuelta.  Sólo en este círculo de los aristócratas y pares hay enemistad en las formas caballerescas, intrigas implacables dentro del marco del fair play, corazones y manos abiertas en la más atenta guardia, astucia sin baja mentira.  La lucha es la acción por excelencia; es don innato y arte ejercitado.  Botín y mujeres son lo que se juega y el premio de la victoria también: un nombre glorioso es el objetivo sumo.


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HOMERO

Los dos grandes poemas Ilíada y Odisea son, después de la Biblia, los textos metódicamente más examinados de la historia universal.  Empezando por ahí, se hace inevitable tratar la llamada "cuestión homérica" antes o después.  De los gérmenes históricos alrededor de los cuales se han desarrollado los ciclos legendarios griegos, como por ejemplo la expedición de los aqueos contra Troya y la guerra con Tebas, ya hemos hablado. Alrededor de ellos se concentraron en mucha mayor medida que entre otros pueblos posteriores (por ejemplo, los germanos) los temas míticos, y sólo a consecuencia de ello resultó el mundo rico, antigua y a la vez vital, próximo y sin embargo cerrado, en que se mueven los sucesos épicos homéricos.  Sólo quien pudiera analizar hacia atrás el trabajo misterioso y a la vez natural en que se formó esta materia preciosa, el centuplicado proceso poético que fundió las leyendas históricas y los mitos en un nuevo todo, podría decir que había comprendido la formación del mito griego.   A pesar de todos los métodos analíticos, sabemos todavía muy poco, pero lo bastante para reconocer además de la procedencia de la mayoría de las figuras legendarias y la parte esencial de cada uno de los territorios del mito, los estratos principales que se dibujan en el conjunto: bajo el estrato jónico, que fija el tipo de muchos héroes homéricos y determina la forma del lenguaje, hay un estrato eolio que se manifiesta tanto en la materia como en la lengua; y por debajo a su vez resplandece, en palabras y giros, pero también en ideas y pensamientos, mucho elemento más antiguo, de la época micénica.  La figura concreta en que vivió la épica heroica fueron los cantos de los aedos que, sin ser nobles, pero rodeados de consideración social, iban de corte en corte señorial y administraban la materia heroica y la iban transmitiendo con libertad creadora en el pormenor, pero estrictamente sujetos, desde luego, a la "buena marcha" de la leyenda.  Luego, en un momento hacia el 750, en algún punto de la frontera entre la Anatolia eólica y jónica, bebiendo en la entera corriente de la leyenda, un poeta con aquella fuerza de mirada interior que quizá sólo los ciegos pueden tener, creó la divina epopeya (las dos divinas epopeyas), cuyo tema se anuncia en las primeras palabras de cada una: un poema sobre la ira de Aquiles y otro sobre el deiforme Odiseo, con seguridad que en la época en que los aedos ya se habían convertido en rapsodos y habían cambiado la fórmix por el báculo.  Debemos a la investigación moderna que, después de que un siglo de gran filología había disuelto los poemas homéricos según todas las reglas del arte, creemos hoy otra vez en un poeta y asta podemos llamarlo Homero.  Él estaba sujeto igualmente por la marcha de la leyenda, y además encontraba ya, con la forma del relato, el encadenamiento de los temas y muchos versos acuñados que se transmitían dentro del gremio de cantores al cual sin duda pertenecía.

¿Existían ya canciones separadas que Homero pudo recoger, e incluso poemas enteros que se podrían reconocer en la Ilíada como materiales prehoméricoa?  La investigación homérica actual ha superado de modo fecundo esta cuestión, en la que hasta hace cien años se empeñaba el análisis, al poner en claro la grandiosa unidad de la Ilíada, o sea, la unidad de su plan poético: unidad que, desde luego, sólo puede tener la gran epopeya, con muchas preparaciones y conclusiones, anticipos y recapitulaciones, episodios y encadenamientos.  La anónima obra de la leyenda, la obra multiplicada de los cantores, ha entrado en los poemas homéricos, pero tal cual se nos presenta no constituye obra.  Los poemas homéricos son una creación, pero una creación cimentada sobre un largo desarrollo previo.
Pero las muchas tensiones que con todo existen en el conjunto de la lengua y de las acciones son no sólo importantes, sino esenciales: pertenecen tanto a la obra del poeta como a la ley vital de la época.  Pues para comprender una sublime vida varonil en el estado de agregación de hazañas y de destino que se cumple, y comprenderla de manera que a la vez sea modelo y disposición propia, imagen de la gloria antigua y de validez para el presente, e incluso actuante en el presente, tiene la epopeya que mantenerse siempre en doble juego.  Debe recordar lo antiguo y a la vez mantenerle su lejanía, mas al mismo tiempo ponerlo tan cerca con múltiples medios retóricos, que la gloria de aquello sea su propio orgullo.  Debe repetir fielmente lo conocido y reforzarlo cada vez más como norma, pero al mismo tiempo dejar la puerta abierta al asombro, la compasión y el entusiasmo, transformándolo de nuevo en singular y contingente, en acontecimiento conmovedor.  Si se pregunta de qué trata el epos y se quiere decir con ello no su contenido en hechos sino la vida que ha de tocarse en él, la respuesta es que tiene esencialmente contenidos diversos y a la vez se desarrolla en varios tiempos: en los de los antepasados que realizaron aquellas hazañas pero también en tiempo de los nietos que los cantan y oyen, y, sobre todo, en una época que quizá nunca existió y que siempre es, y en la que tiene su existencia intemporal lo absolutamente grande, lo divino, lo fatal.  La disposición y denominaciones de pueblos y países es la Grecia predórica, pero el modo de luchar y el concepto del honor, el tono del trato, la relación con la nave, el caballo y las armas son de la edad media griega.  La vida presente es vista a la vez desde el fondo dorado de un pasado mayor y con ello realzada, mientras que el tiempo antiguo es realzado con la conciencia del propio honor.

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MOSAICO DE LOS PAÍSES GRIEGOS

El país helénico se convierte en la más variada y vivaz organización jamás conocida en la superficie de la tierra.  Pero es igualmente la copia de estas mismas tribus nuevas que la pueblan, cuya estructura política es joven como el estilo geométrico de sus vasos, que disuelve al decadente arte micénico: una simple monarquía militar, al frente de hombres libres, asociaciones tribales que se disuelven bajo la ley de la sedentarización en pequeños grupos de carácter local, una población distribuida de modo radicalmente enemigo del estado en aldeas abiertas, que sólo liga en unidad territorios muy limitados.  Sólo en dos lugares se forman o mantienen organizaciones políticas mayores y por razones muy distintas.  Ática, que e defiende de los nuevos invasores y con pleno derecho puede llamarse el país más antiguo, mantiene su unidad política, creada en la época micénica bajo la soberanía de la fortaleza de la Acrópolis de Atenas.  Pero en el Peloponeso oriental y meridional, en los territorios de Argos, Laconia y Mesenia, la capacidad de organización política de los dorios crea formaciones mayores sometiendo o haciendo retroceder a la población aquea; también ellas sucumben una vez más a la fragmentación, si bien la unidad ulterior del estado espartano, que se forma en las luchas del siglo VIII, se dibuja entre ellas por primera vez.
Lo mismo que el proceso de la migración y el establecimiento en los territorios, va ocurriendo también la contraposición con el primitivo estrato helénico y la organización de las nuevas comunidades en los diversos territorios de modo extraordinariamente variado.  Conduce en cada caso o al dominio de familias de caballeros, basado en la servidumbre de la población anterior (Tesalia), o a una población fuerte y campesina, consecuencia de la fusión con los antiguos habitantes (Beocia), o a establecimientos gentilicios en aldeas, alternando con periecos aqueos (Elide), o a complicados resultados de la estratificación con marcada pervivencia, incluso del estrato cario (Lócride).  Los territorios, que adquieren con la migración doria una estructura política más fuerte, se distinguen claramente de aquellos donde las corrientes de inmigrantes no han hecho más que pasar, o donde las tribus que se fijan como sedentarias se repartan por distritos; incluso se distinguen aquellos que forman parte del mundo históricamente movido del Egeo de aquellos que se quedan en el interior o fuera de camino.  La relación de equilibrio político entre los países, que se ha de desarrollar más tarde en los siglos de la historia de Grecia, se prepara ya desde este momento.  Pero precisamente en los territorios menos formados políticamente,en los cuales la unidad la representan sólo ligas de vínculos débiles y no formaciones estatales, surgen los santuarios y los santos lugares agonales: surgen Delfos y Olimpia.
Vista desde la historia universal, Grecia crece en aquel vacío de poder que se formó alrededor del año 1000 en el Mediterráneo oriental con la desaparición de la talasocracia cretense, la ruina del Imperio hitita y del imperialismo egipcio y el retroceso de las grandes potencias de Asia anterior, en el mismo vacío de poder que proporcionó a los fenicios la ocasión de expansionar su potencia comercial.  En él fue posible la expansión griega sobre las islas y la costa de Asia Menor; entonces las tenues huellas de la colonización eoilia, jónica primitiva y aquea fueron por primera vez con mayor insistencia marcadas y completadas con superiores fuerzas.  En él se formó también el sistema vital de la metrópoli griega, tan lleno de esperanzas como variado, tan dividido como cargado de fuerzas.  Que ello aconteciera en duras luchas y por decirlo así, en un estilo homérico de acontecer, se puede fácilmente suponer, se demuestra con numerosos testimonios, aunque, desde luego, no lo dice ninguna tradición.  Pero tales acontecimientos son espacialmente limitados y a la vez internos.  Les faltan, por fortuna suya, las implicaciones universales de la época micénica.  De ellos no resultan empresas amplias y excitantes, ni en ellos se dan influencias sorpresivas y extrañas.  En uno de aquellos lentos procesos de maduración que son condición de todo lo grande y sano en la historia se ha podido formar lo griego: su polis, su lengua, su religión ligada en cada figura al lugar, ero, sin embargo, extendida a toda la nación, su ética de la competencia agonal y de la humanidad bella, y muy lentamente, su arte.  Ello es también una conexión causal, aunque, desde luego, muy tranquila y velada.

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APOLO, ÁRTEMIS, ATENEA Y AFRODITA

La virginal Palas Atenea surgió, según la lógica de la religión griega, armada de todas sus armas, de la cabeza del padre Zeus; pero ello no es así para la mitología comparada.  Una diosa cretense de palacio, un ídolo micénico en forma de escudo, un espíritu protector que blande la lanza en muchos palacios: tal es el oscuro origen de esta diosa, que primero recibió su nombre de la Atenas beocia, que se hundió en el lago Copais y después de la Atenas de Ática; y en esta última se convirtió, todavía, desde luego, en época micénica, en la más clara, más humana y más viril de todas las diosas, y se levantó radiante por encima de los antiguos señores de la Acrópolis, por encima de Posidón Erecteo, el que hace temblar la tierra, cual se levanta el espíritu sobre a tierra, la decisión sobre la naturaleza.  La señora de las fieras es una primitiva figura de los bosques indígenas; pero hay una diferencia entre si se piensa como vida animal o como su doma, o si como brillo y esquiva pureza de la naturaleza cruel y lejana, como bailarina y cazadora por las montañas, rápida, cruel y un poco maternal, como pueden serlo las muchachas hermosas; como Ártemis  Igualmente, antigua y todavía más asiática en su origen es la diosa del amor, rodeada de palomas.  Que ella, la Cípride, la nacida del mar, viene de Oriente, era cosa perfectamente sabida de los griegos.  Pero si se fundió con una diosa de ellos, o si fue realzada sólo por la mágica fuerza de la mirada griega hasta lo humano-divino, incluso ella está completamente libre de la lujuria naturalista y de la fecundidad del antiguo mito, y se ha transformado en la diosa de oro, gracias a la cual Charis, el placer de los sentidos, se vuelve alma, y, el desnudo, espíritu sin que sea suprimido nada sensual.  Pero el mayor milagro de transformación es Apolo, que no sólo se convierte en el dios principal de los jonios, sino que lo es para todos los griegos junto con Zeus y Atenea.  Procede de las Cícladas y de la Anatolia occidental, donde le pertenecen dichos oráculos, pero se convierte de licio en délfico, del primitivamente quizá más extraño, en el más griego de todos los dioses, en el más figurado y figurador, en protector del orden, en conocedor y el más dueño del espíritu.  En él todos los rasgos de lo extranjero (se retira una parte del año al país luminoso de los hiperbóreos), del flechero, de la musicalidad yd e lo terrorífico, sin que ni uno de ellos desaparezca, con una productividad que no tiene parangón, han sido transformados en sentido positivo, es decir, en pureza, serenidad, videncia y brillo vencedor.  Que mate al dragón délfico Pythos, pero se purifique en su sangre; que posea su oráculo y desde él se convierta en dios de todos los griegos, es símbolo no sólo de la lucha de ambos mitos y de su resultado, sino del nacimiento de los dioses griegos basándose en él.
Apolo y Ártemis, Atenea y Afrodita, que en la época micénica son figuras tangibles, demuestran que el encuentro de los mitos ya estaba entonces en marcha.  Sería, desde luego, falso por completo suponer ya en esta época la figura perfecta de los dioses griegos, pues ella en su religión es tan velada como en sus acontecimientos históricos y organizaciones políticas.  Quizá surgió de este primer encuentro sólo una asimilación o coexistencia de las dos mitologías, como se encuentra también en algunos lugares del antiguo Oriente, y después cabe admitir un predominio cada vez más fuerte del pueblo cario y de sus divinidades naturalistas.  Pues lo que opera desde abajo opera firmemente.  El pensamiento de que la vida existe en lo perecedero, y de que la tierra da a luz, es demasiado verdadero para que no haya de ser eterno.  Los dominadores siempre están en peligro de perder su entrenamiento y, además, tienen la tendencia a ponerse continuamente en juego en luchas con sus iguales, mientras que los seres más comunes y frecuentes perduran en paz a través de todas las tormentas.  Pero entonces penetran las nuevas catervas de las tribus griegas del Noroeste, pueblo aún sin gastar y no tocado por influencias mediterráneas, se instalan sobre las tribus aqueas o las rechazan a las montañas o más allá del mar, y traen consigo una nueva fase, también en la lucha de los mitos.  No inmediatamente, pues recibieron los santuarios y cultos de la época micénica.  Pero después que se concretó en paz y tomó forma una nueva Grecia más pura, se manifiesta victorioso su espíritu también en los dioses.  La gran conexión, que alcanza a toda la mitad oriental del Mediterráneo y hasta muy adentro de Asia Menor, a la que pertenece la llamada migración doria, ya la hemos citado anteriormente.  Así, hablábamos también de sus diversas corrientes, que no se señalan por cierto inmediatamente en la tradición histórica (pues tal cosa no existe para los acontecimientos del siglo XII a.C. en Europa), pero sí mediatamente en los sucesos, o sea, en la nueva organización de tribus y territorios, tanto como en el diverso estilo de las migraciones, que, en parte, son filtraciones y penetración progresiva; en parte, ataque cerrado y en amplio territorio.  Por mucho que negaran muchos de los griegos su procedencia de lejos, convencidos de su autoctonía, tanto más claramente se mantenía en los antiguos nombres de territorio conservados, en las combinaciones legendarias de época ulterior (como la leyenda del regreso de los Heráclidas) y en tradiciones históricas, la conciencia de que dentro del mundo griego debían haber ocurrido desplazamientos notables, cuyo resultado era la distribución de tribus en la época histórica.  Los hechos confirman este juicio.  En las migraciones del siglo XII se formó el relieve del mapa de Grecia, Grecia y el Helenismo, sobe las ruinas de la cultura micénica que se viene abajo, y en aspectos esenciales, en antítesis al mundo micénico.  Especialmente, se forma ahora, en lugar de los estados micénicos, relativamente grandes y concentrados, el mosaico de los pequeños territorios griegos.

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LOS DIOSES GRIEGOS

De los dioses de los pueblos indoeuropeos que afluyen a Grecia conocemos con seguridad sólo a uno: Zeus, el luminoso dios celeste.  Él es común a todos los indoeuropeos, como las lenguas, incluso las arias, demuestran.  A él lo llevan los pueblos indoeuropeos por toas partes donde se encuentran con el mundo asiánico-mediterráneo, lo imponen por todas partes, lo implantan a la vez sobre los territorios, poseídos y animados por las antiguas divinidades, lo mismo que hacen con la casa que traen , el mégaron cuadrangular con su pórtico que reposa sobre pilares, el cual edifican allí donde se instalan, sobre las colinas dominantes, encima de las ruinas de los palacios destruidos.  Pero en los hombres sometidos perdura la vieja sangre; en los países sometidos, la fuerza religante y mágica de las antiguas divinidades, y con ellas el eterno mito de la tierra y la madre, de la muerte y el nacimiento, que en ellas se ha vuelto figura. Desde entonces está en la religión griega actuante y presente este estrato anterior, incluso allí donde está aclarado y realzado olímpicamente.  La tierra griega está llena de dioses, árboles, fuentes sagradas, seres que se deslizan y juegan, de grutas en las que vive la magia, de grietas en las que se abre la profundidad de la tierra; todo esto sigue siendo fe, aunque muchos casos de éstos se vuelvan duendes agrestes o se poeticen en cuentos.  Estas divinidades son sólo a medias figuras, y a medias potencias, más bien seres que existen que fuerzas que actúan; dioses no llegan a ser, y tanto menos cuanto los dioses se separan y configuran con mayor claridad.  De manera notable circula en ellos el aliento de la vida de la naturaleza; no están liberados de ser perecederos, sino coordinados con la transitoriedad como la ola, que en ella es eterna.  Pero, además, hay desde antiguo en la tierra y la fe de Grecia, nacido de la misma fuente y metafísicamente de la misma estructura, seres más oscuros, poderosos y crueles: espíritus vengativos que tienen sed de sangre, oráculos que surgen como vapores de la profundidad de la tierra, lugares y razas que están malditos por siempre.
Cuanto más firmemente echan raíces en el país meridional los pueblos llegados del Norte, primero con puras fortalezas dominadoras, después con la formación de señoríos en que se incorpora la población anterior, finalmente, mezclándose con la sangre extranjera; y cuanto más adentro penetran en Anatolia, donde eran más frecuentes los oráculos, más obligatorio el patriarcado y más próximo el poder de la Gran Diosa, tanto más profundamente absorben en sí el mito extraño, y éste se volvió, aunque no era griego ni, en el sentido griego, tampoco divino, matriz de los dioses griegos.  Ni siquiera Zeus se mantuvo cual era.  Ya no vivía en el cielo, que está en todas partes y avanza con los emigrantes, sino que se volvió sedentario con lo sedentarios: las altas montañas se convirtieron en su sede, o donde se unió más íntimamente a la tierra, hasta las cavernas y las grutas.  En algunos lugares se impuso la ciencia de que todo muere y todo renacerá de la muerte, incluso sobre él mismo.  La figura de animal, la que podemos imaginar más ajena al antiguo dios celeste, ya no les fue del todo extraña, y en Creta entró a estar en las proximidades de Minos, con tumba, laberinto, víctimas humanas y todo lo que a éste correspondía.
Para Zeus esta transformación siguió siendo, en conjunto, inesencial, afecta sólo a algunas de sus peculiaridades locales, como dote de los antiguos lugares de culto de que se apoderan.  Pero los otros dioses, cuya esencia primitiva nos es desconocida, se llenan más fuertemente con rasgos del espíritu mediterráneo. Muchos de ellos parecen ser casi divinidades de este mito de fe ctónica y matriarcal, que sólo ha concebido de nuevo y sacado a la luz el poderoso sentido de los invasores, y algunos lo son quizá realmente por su propio origen.  Muchas veces apenas se puede decidir si una figura del mito indoeuropeo -pues también este conocía la diosa telúrica- con la sangra ha absorbido del todo las divinidades indígenas de los viejos países mediterráneos, o si, por el contrario, un trozo del mito instalado en el país ha sido aprehendido por el espíritu de los invasores y realzado a figura humana de divinidad.  Más claro está esto donde una delas divinidades se ha apoderado de un antiguo lugar de culto de manera que éste lleva ahora el nombre del dios, anuncia su oráculo y celebra sus fiestas, mientras que la antigua divinidad está pacientemente a su lado o queda difuminada al fondo.  Pues se ha repetido el proceso histórico de la conquista del país y de la construcción de palacios en la esfera de las divinidades.


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OSCURIDAD DE LA ÉPOCA MICÉNICA

Lo más seguro entre todos los acontecimientos históricos de la época micénica es todavía la conquista de Creta llevada a cabo por príncipes aqueos, que desde entonces mandan en Cnossos.  La fecha -alrededor del 1400 a.C.- resulta clara por algunos hallazgos y testimonios egipcios.Pero también este acontecimiento nos es conocido no en su proceso, sino sólo en su efecto: el señorío de los kafti se derrumba, los palacios son destruidos, grupos de pobladores cretenses son desplazados, la cultura minoica decae.  Lo mismo ocurre con el más importante acontecimiento de la época micénica, la primera colonización griega.  Puede considerarse seguro que ya antes de la conquista de Creta, y después en proporción creciente, de todas maneras en época predoria, estaba ya en marcha con gran impulso la expansión de los griegos por las islas haciala frontera de Asia Menor, sobre todo en la parte aquea del Sur.  Los aqueos se instalaron en Rodas, Licia, Panfilia y Chipre; por debajo de la ocupación doria posterior del sur de Asia Menr hay claramente un estrato aqueo.  Las tribus jónicas se instalan sólidamente en época micénica, en las Cícladas centrales y septentrionales, y desde luego también en algunos puntos de la costa de Asia Menor; los eolios conquistan Lesbos y Ténedos, y tantean también el continente.  Así surge un reglejo de la disposición de las tribus griegas primitivas en el mundo insular y en las costas fronterizas de su mundo; de todos modos, la plena corriente hacia la costa occidental de Asia Menor sólo fue puesta en marcha con los movimientos de pueblos del siglo XII.
Pero también este acontecimiento grandioso y borrado de la colonización lo vemos sólo desde el fin en sus efectos, no en sus causas y su transcurso.  Movimientos a la espalda de las tribus griegas antiguas que dieron el impulso a su navegación a través del mar se pueden suponer ahora inequívocamente.  El motivo de la falta de tierra se repite siempre en los historiadores cuando los hombres emigran, pero nada dicen en concreto, y además es un eco sustitutivo del heroico empuje y espíritu de empresa que la leyenda, al transformar en figuras los acontecimientos históricos, ha conservado como carácter de la época.
La misma luz crepuscular brilla sobre el fin de la época micénica.  La destrucción de las fortalezas aqueas está incluso en plenas tinieblas, pues sobre él se apaga incluso la apariencia luminosa de la leyenda, y el espacio de 1200 a 900 está para nosotros vacío históricamente; lo estaba, por lo demás, para los griegos mismos, que sólo podían llenarlo con muy escasas combinaciones legendarias.  Como el texto de los acontecimientos históricos está borrado -y esto ocurre para toda la época micénica-, en el vacío una cuestión más profunda sobre las fuerzas efectivas y su implicación sobre los movimientos de pueblos  y las luchas consiguientes por el poder.  Algunos especialistas en historia griega han podido llegar a negar realidad histórica a la migración doria.  Para tiempos anteriores, en el esplendor de la época micénica, los cuadros son más claros para los ojos, pero tanto mas difícil de aclarar es el complejo de fuerzas.  La investigación moderna, no obstante, va arrojando luz, con sus métodos agudos, científicos y pacientes, sobre la oscuridad de la época micénica, incluso para las exigencias de la historia, al encontrar un justo medio entre la catalogación de los hallazgos y la fantástica atribución de piezas características a los conquistadores que lleguen de cualquier punto.  Mientras tanto, puede la época micénica quedar tranquila en la semihistoricidad en que hoy está.  Pues su significación en la historia de Europa está ya fuera de toda duda.  Allí se realizó la primera fase del encuentro entre los dos grandes mitos, allí surgió en la lucha de los dioses y en su interpenetración por primera vez la esencia de Europa.  Según el profundo mito, Zeus, en figura de toro, trajo a Europa a Grecia y la ocultó en una cueva; el nombre de la diosa terráquea beocia designa, al extenderse, primero la Grecia central continental, después el resto del continente, que es nuestro destino y nuestro futuro.


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ESTRUCTURA DE LOS PRIMEROS ESTADOS GRIEGOS

Ya el gran culto mortuorio de las colosales tumbas micénicas y sus ricos tesoros, que a las generaciones posteriores les hicieron considerar las tumbas como cámaras de tesoro, serían suficiente para probar el poderío que se estaba gestando en la zona.  Obras del arte cretense más avanzado adornaban las fortalezas y tumbas de los reyes aqueos.  La vida sublime, belicosa, que ha sido conservada en la leyenda, y que en los más profundos estratos de la epopeya homérica nos es recordada en muchos rasgos, fue allí, en la Argólide, realidad histórica desde el siglo XVII hasta el XIV.
El segundo centro del mundo micénico está al Norte, en Beocia.  La ciudad fortificada, que más tarde se hundió en el lago Copais, y Orcómeno, la capital de los minias, son, a juzgar por sus poderosas construcciones y por la monumentalidad de sus tumbas, rivales de las ciudadelas aqueas del Sur; la riqueza de Orcómeno, para Homero, sigue inmediatamente a la de Tebas, de Egipto (Ilíada IX).  Los más misteriosos, mudos hasta para el  mito, son los palacios y tumbas de cúpula de los territorios jónicos, en el centro de Grecia.  Allí, sobre todo en Eubea y el Ática, estuvo el tercer centro del mundo primitivo griego.  Desde el alto castillo regio de la Acrópolis, cuyas murallas "de nueve puertas" todavía se pueden ver, quizá todo el Ática, este país, el más estable de entre los de Grecia, ya entonces fue unificada y dominada, según permite concluir la falta de nombres tribales.
Pero este relieve esquemático de los países micénicos no podemos con nuestros medios traducirlo en modo alguno en conexiones causales históricas.  Ni siquiera conocemos la relación política que existía entre las ciudadelas antaño vecinas, por ejemplo, la que había entre Micenas y Tirinto.  Sólo el sistema de vías que salen de la puerta de los leones permite suponer que las dos ciudades alejadas entre sí quince kilómetros, no eran las capitales de dos señoríos, sino las dos residencias de un mismo rey.  Pero ¿cómo se relacionan con Micenas los otros centros políticos del Peloponeso, por ejemplo Amiclas, donde domina Menelao, o Pilos, donde Néstor es el rey?  ¿Son, como pretende Homero, príncipes autónomos que prestan un servicio voluntario de mesnada a la supremacía del rey Agamenón? ¿Estamos ante vasallos de un Imperio?  Igualmente problemática es la relación de Orcómeno con la Tebas griega y las otras ciudades de la zona eólica.  Los estados griegos primitivos eran, según toda verosimilitud, no menores y más rudimentarios, sino, por el contrario, mayores y más firmes que los de la Edad Media griega.  Pero para conseguir una idea de su estructura política tendríamos que conocer los acontecimientos históricos en que se han formado y han existido, mas estos mismos nos son desconocidos.  No sabemos nada de las luchas en las que, por ejemplo, Micenas u Orcómeno ascendieron a su papel predominante; nada sobre los desplazamientos de poder que ocurrieron durante los siglos micénicos entre los centros de supremacía.
Sobresalen poquisimos acontecimientos en esta época, si bien fueran ellos decisivos y llenos de contenido como pocos; de ello es prenda el estilo de las fortalezas de refugio, el espíritu guerrero de los héroes acostumbrados al carro de guerra y el sentido de la gloria póstuma que nos cuentan sus tumbas y mausoleos.  Pero todos estos hechos han sido igualmente hilados y entretejidos por la leyenda, y con ello se han perdido para la historia en un sentido plenamente positivo.  La leyenda de la expedición de los siete contra Tebas permite ver, como a través de un espeso velo, una gran empresa de los reyes de Argos, que perseguía la sumisión de Beocia, pero que fracasó en sangrientas luchas delante de la Carmea de siete puertas.  Como siempre alrededor de este núcleo histórico, se han reunido las más variadas figuras legendarias y mitos: el vidente ciego Tiersias, el dios ocracular Anfiarao, la leyenda de Edipo, el tema del odio fraterno...  Un núcleo histórico tiene, naturalmente, también la leyenda de la caída de Ilión: algún tipo de expedición de los reyes de Micenas contra Troya VI, cuya importante fuerza se demuestra en su poderosa muralla, y cuyo activo comercio por el mundo micénico se acredita con numerosos trozos de cerámica.  Alrededor de este acontecimiento se ha puesto, aún en más abundancia que alrededor de la guerra contra Tebas, el mundo completo de las leyendas griegas: el robo de Helena y su liberación por una pareja de hermanos, el heroísmo del tesalio Aquiles, las leyendas sobre Odiseo; Sarpedón, el licio hijo de Zeus, y muchas otras figuras heroicas primitivamente independientes.  Ya hemos hablado de que la expedición de los aqueos contra Ilión se convirtió de manera típica en punto de concentración de estos agitados siglos en modelo de la ocupación griega de Asia Menor, y además, en modelo de las audaces empresas de los primeros príncipes aqueos, e incluso en modelo absoluto del heroísmo micénico.

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MICENAS Y EL MUNDO MICÉNICO

Los comienzos del helenismo no sólo, según se ha dicho frecuentemente, crecen "en la sombra" de las costumbres mediterráneas, sino que éstas forman una parte de su composición orgánica, a saber: el sustrato, que es poderoso en aquél y que siempre en nievas oleadas asciende a su conciencia, a su religión, a su exigencia histórica.  Los griegos suelen denominar a este sustrato, donde lo perciben, con el nombre de "cario", pero también este nombre como la distinción frente a lo griego, para la que sirve, es muy indefinida.  Se ve claramente que en los siglos decisivos de la prehistoria ocurrió menos un cambio que una interpenetración, y lo esencial fue absorbido en la propia sangre.
En realidad, las evidentes influencias que los grandes centros del mundo mediterráneo, ante todo Creta, ejercieron sobre los bárbaros, primeros griegos, no fueron nunca lo esencial.  El influjo de la elevada forma cretense sobre el mundo micénico es muy fuerte, por lo menos ya en la época de las tumbas de cista,a comienzos del siglo XVI.  Los finos trabajos cretenses se distinguen claramente de la cerámica indígena de Orcómeno.  Más tarde, en la época de las tumbas de cúpula, en la fase última de la cultura cretense, el influjo es aún más fuerte.  Las costas meridionales y orientales de Grecia están entonces realmente "a la sombra" de Creta; esta es la situación histórica que ha llevado al defectuoso concepto de una "cultura creto-micénica".
Son, sin embargo, mucho más esenciales las tranquilas y continuas corrientes que ascienden desde los países ocupados y penetran en el propio ser:las divinidades que habitan los lugares de culto, los labradores que se quedan con sus bienes y sus costumbres al pie de los castillos, las ideas arraigadas en el país sobre el poder de los muertos y sobre la vuelta de los nacimientos.  Todo esto conserva su valor, porque pertenece al país ocupado.  Penetra en la lengua con las raíces y los elementos morfológicos carios.    Transforma las divinidades importadas en algo oscuro y ligado al suelo, y empapa el modo de ser griego con muchos pensamientos y con el talante del viejo mito.
El mundo micénico está, para los ojos históricos, aún ahora detrás de un velo que él mismo se ha tejido, y que es su obra más hermosa e inmortal: el velo de la leyenda.  Está tan recamado de leyendas, que los dioses se confunden de modo inseparable con los héroes históricos; la descendencia de héroes epónimos, con nombres de pueblos históricos.  La genial hazaña de Schlieann levantó por primera vez este velo; pero el sol de Homero era tan fuerte que la realidad micénica que se descubrió estaba todavía bajo su luz.  Los azadones modernos trabajan, sin embargo, con más rigor y se unen con los métodos de análisis lingüístico y de combinación histórica.  La relación causal histórica que hay en las primeras fundaciones de estados griegos no la han revelado, a pesar de todo.  El conjunto se asemeja un poco a una vivisección: la figura viva es la leyenda, y en sus partes separadas alienta todavía como el resplandor de su vida, y lo que llega a estar separado y convertido en una preparación queda, por consiguiente, aislado y ya no tiene conexión causal con los otros miembros.
Desde luego, conocemos ahora las relaciones entre los ambientes históricos y la estratificación de las tribus que ha resultado en las migraciones a partir del dos mil.  Se extiende desde Egipto y Macedonia -pues el Norte fue ocupado antes de la irrupción iliria por tribus helénicas- hasta el sur del Peloponeso.  La población anterior fue por todas partes sometida o incorporada; en algunos casos se puede reconocer este proceso histórico en la estructura social de los pueblos, en la presencia de un gran estrato de sometidos o periecos de derechos restringidos.  Muy pronto se presenta el país de Argos como centro del mundo micénico.  Allí estaban instalados los "dánaos".  Allí surge, desde el siglo XVII, sobre una montaña de roca no muy alta, a una cierta distancia del mar, el orgulloso castillo de Micenas, y, no lejos de allí, Tirinto, que más tarde siempre fue construido con mayor esplendor.  Los príncipes de los dánaos aparecen en la época como jefes de todos los aqueos, y el "imperio" de Atreo es para la leyenda una realidad.  Si lo fue históricamente no se puede comprobar, y, hasta es dudoso.  Pero allí tuvo su asiento un fuerte poder regio, e incluso un dominio político sobre amplias zonas del Peloponeso, con mayor amplitud, que la conocía por propia experiencia la Grecia políticamente dividida en pequeños estados de la época homérica.


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