LA MUERTE EN GRECIA

Para el héroe homérico, y para el griego que en él cree, la muerte es por de pronto empujada hacia la nada, y, precisamente, de la manera más radical que se puede pensar.  La muerte, que en el viejo mito era precisamente el seno de todos los nacimientos, cambia de modo radical a partir de Homero.  Esto ocurrió tomando en serio la proposición de que los muertos están y de que la vida (entendiendo por tal la vida alta y heroica) pervive, pero no en restos, repeticiones o renovaciones del cuerpo y del alma, sino en la descendencia y en la gloria del nombre.  El cadáver no es entregado a la madre tierra, sino aniquilado en la llama.  No hay renuncia más resuelta al mito de la madre, la tierra y la muerte; a éste corresponde siempre la tumba cerca de las viviendas de los vivos y el culto permanente que mantiene presentes a los difuntos, pero en el mundo homérico los muertos no debían estar cerca, sino lejos; no presentes, sino pasados.  Las llamas que los aniquilan liberan a los vivos de una vez para siempre de ellos, y se podría decir que  liberan también a los muertos de sí mismos.  No del todo: queda una sombra de ellos, pero sólo una sombra que confirma la nulidad de su existencia.  El reino de las sombras en el Hades, a irreal lejanía, al que según la fe homérica están desterrados los muertos como pequeños ecos de sí mismos, sin ninguna posibilidad de retorno, es la antítesis absoluta al mundo telúrico del antiguo mito, que se alimenta con sacrificios sangrientos, que influye poderosamente en la vida y que no tiene menos realidad, sino más, que el mundo de la luz.  Las sombras que se amontonan alrededor de Odiseo son pálidas e impotentes; su único contenido son vacíos recuerdos de lo magnífica que era la vida.  Mejor es ser jornalero arriba que rey en el Hades, atestigua la sombra de Aquiles.  Y no quiere decir que le vaya mal en el sentido positivo, pues no es uno de los pecadores de los cuales en el Hades no hay más que unos pocos y que por lo demás son todos tardíos añadidos.  Sino que quiere decir que no tiene vida ninguna, y con ello ninguna realidad: esto es simplemente lo miserable de la muerte. ¡Qué desbordamiento de vida y realidad debe percibir Aquiles, el viviente, en sí y en sus semejantes (y relativamente qué poca en los jornaleros) para poder hacer tal comparación!
La muerte homérica no es nada positivo, no es una fuerza o un mundo propio; es sólo no vivir, un estado muy próximo al punto cero.  Por el hecho de que es comprendida desde su lado negativo, como pura aniquilación, como la última llamarada de un grandioso fuego, no pierde su pavor, pero sí el espanto que tiene en todas partes donde los muertos están cerca.  El acento entero cae sobre la vida, a quien corresponde sin ningún recorte el valor de ser de verdad.  La muerte (la muerte en el campo de batalla, se entiende, pues para el héroe apenas si se toma en cuenta otra muerte) es un acontecimiento de la vida, y, a menudo, incluso aquél al que la gloria enlaza más directamente: se torna hazaña y así es atraída al mundo de la épica, que es el mundo luminoso.
El viejo mito vivía en el pensamiento de que todo lo vivo, aun donde florece con más belleza, se vuelve a hundir en la muerte en la que tiene su origen.  Mas para el sentido de la épica no es acrecido el reino de la muerte cuando en la batalla matadora de hombres desaparecen los héroes, sino el reino de las hazañas y su gloria.  Esto, en el sentido corriente de la palabra, no está pensado muy piadosamente.
Mas los tiempos que siguen a Homero -Delfos, Esquilo y Píndaro- son, lo mismo que los precedentes, más decididamente "religiosos" que aquellos cuyo centro está en Homero.  Pero esta libertad espiritual, esta libertad de pensamiento, se ha convertido en herencia irrenunciable del espíritu europeo.  Naturalmente que esto en la época homérica no es, menos que nunca, creencia popular, sino señorial.  Pero, precisamente a través de Homero se ha convertido en elemento predominante de la religión griega en general, en nivel de ella, en una de las normas que le son inmanentes.  Y no ns dejamos llevar en esto de cualquier concepto romántico.  El concepto es exactamente tan profundo como cualquier otra doctrina de la muerte maternal, en la medida en que es verdad que hay no sólo una profundidad en lo oscuro, sino también una profundidad de la luz.
Gracias a esta herencia domina en Europa un aire espiritual que hace natural que lo divino case con lo claro y lo fuerte que resplandecen en lo insondable, pero no se deja turbar por esto, y que al violento mundo de los fantasmas y al arte de conjurarlos lo sufre a lo sumo en los rincones menos limpios de la cultura.  Nosotros somos quizá el único lugar en la historia universal donde resultó al primer intento esto, ciertamente que no sin pasos en falso y retrocesos, pues las altas tensiones están siempre en peligro de pervivir.  Mas el intento no se ha perdida y en cada nueva época productiva ha ganado ante todo la medida justa que ha de ser guardada si se piensa en el lado nocturno y maternal del mundo con sentimiento puro.  Esta otra realidad puede ser muy bien sentida por el espíritu que ha sido sellado por Homero y los mismos griegos la sintieron profundamente.  Pero respecto de los dioses olímpicos es ella no un pantano lleno de plantas que crecen espesas, sino tierra sagrada; no un mundo subterráneo, sino fondo que sostiene, aunque sea oscuro, la vida, y es comprendida como divina embriaguez y sensualidad espumante, pero no como placer o autaniquilación.  Hasta Dioniso se convirtió para los griegos en un dios.

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