HOMERO: EL GRAN CREADOR DE DIOSES

Homero creó en sus epopeyas símbolos inmortales de unos dioses mundanos en los que nunca se creyó.  Todo lo que recibieron de blandura caria, de sexualidad asiánica, de oscuridad pregriega, es reelaborado y aclarado en ellos.  Zeus se convierte en el celestial y nada de telúrico guarda ya en sí.  Apolo es el luciente modelo de los griegos, de lo supergriego, aun cuando lucha del lado de Troya, y precisamente por su lejanía y enemistad es espiritualizado como algo augusto.  Atenea, la guardiana de las ciudadelas, se convierte ahora en la hija del padre, libre de toda acción, inteligente e inventora.  Así también los otros dioses, desde luego, con precisa graduación según el rango de su pureza y claridad, son reinterpretados.  Aquellos en los que se conserva el olor a la tierra son notablemente rechazados por la creatividad del poeta.  Este destino alcanza incluso a Poseidón, el antiguo dios terreno con el tridente, que muchas veces es incluso tratado altaneramente, si bien siempre se transluce su antiguo poderío.  Las divinidades ctónicas matriarcales queda por primera vez claramente excluidas del reino luminoso de Zeus, o son rechazadas por completo.  Así suena el eco de la lucha entre los dioses olímpicos y los ctónicos en el mundo divino de Homero, pero como de lucha resuelta: las potencias de la luz han vencido, mantienen el cetro y conforman el mundo.  Su carácter sobrehumano ya no es oscura potencia vital en figura de animal, ya no es potencia de la naturaleza que estalla desde lo profundo, sino humanidad audazmente realzada, humanidad que, libre de lo mezquino y lo triste, está por completo decidida, y por esto se ha vuelto completamente ligera e inmortal.
Mas por grande que sea la decisión, la grandeza de Homero llega todavía más lejos.  Su fuerza poética no sólo rechaza al viejo mito y lo deja a un lado, sino que lo introduce en el mundo de los dioses y de los héroes como resonancia de lo profundo; incluso como potencia que influye en el elevado estilo de la épica, y hasta como presupuesto sustancial en la vida y el destino del más grande de todos los héroes.  Desde luego, dirige Zeus el destino de los héroes en parte dejando acontecer lo que acontece, en parte interviniendo con su voluntad, siempre de un caso a otro, nunca previendo el conjunto del futuro; también las intervenciones de los otros dioses están en general, sin que se excluya en cada caso del todo un juego recíproco, dependientes de la voluntad de Zeus.  Pero esta voluntad no es omnipotente.  Junto a ella y por encima actúa el destino.  Las Moiras han adjudicado a los mortales su vida y su muerte, y en conjunto también lo que les ocurre en la vida, y donde ha nacido un ser humano hilan ellas sus madejas de hilos.  Por eso, las intervenciones y ayudas de las divinidades no están excluidas, pero sí limitadas a un marco inflexible.  La Moira no es una figura, sino un poder que no se sabe si hay que decir que opera en toda existencia o sobre toda existencia.  No tiene ninguna altura ni claridad olímpica, no es ni intervención activa ni acaecer lleno de acontecimientos.  No es, pues, de estilo épico.  No opera en el epos, a diferencia de los dioses que en él intervienen.  Pero sí está en él.  Pues la sabiduría de Homero conoce que existe tal cosa, que toda vida está influida por este poder, contra el que el mismo Zeus es impotente, y también el destino heroico que consiste de hazañas en fila y en el que los celestes intervienen personalmente, está entre la rueca y el huso de las oscuras hilanderas.
El padre celestial que pesa las Keres de Aquiles y Héctor en áurea balanza no decide con esto nada, sino que averigua lo que está resuelto, y lo que por lo demás ya sabe, y lo averigua con amargo dolor.  Mas cuando el platillo con la suerte de Héctor se hunde en el Hades, Apolo, que hasta ahora lo ha protegido, se retira silencioso, y Atenea ayuda a que el destino se cumpla aconsejando a Aquiles y engañando a Héctor.  Héctor, el varonil héroe, queda cruelmente solo ante la muerte, pero precisamente así se perfecciona su heroísmo.  No puede decirse nada más grande sobre su heroísmo, ni tampoco sobre la muerte, ni tampoco sobre el destino.
¿Coinciden así dos leyes en las que la muerte entra en la epopeya y la Moira se hace perceptible: la ley de la vida heroica en la que influyen las decisiones y ayuda de los dioses, y la ley de la muerte, que está señalada desde el nacimiento del hombre?  Pero en la existencia del hombre están juntas como papel y trama, y así las enlaza Homero como acontecer épico.  No son compensadas la una con la otra.  La grandeza de Homero es que evita el acertijo del dualismo metafísico y que mantiene unidos ambos imperios en la vida.
En el libro XXIII de la Ilíada, cuando el entierro de Patroclo, resuenan de todos modos tonos que se levantan como de otro mundo, es decir, de una viejísima creencia y culto de los muertos, algo prehomérico, pero que nunca se ha apagado del todo en la fe y las costumbres populares y que sólo allí, donde la muerte se ha convertido en realidad épica, se anuncia desde lo profundo.  Homero tiene también este dualismo: el viejo mundo de los muertos bajo la tierra, que vive y reclama sangre, y el mundo de las sombras, sin ser, en la lejanía, sólo como enigma visto tal cual está en la vida misma, pero no como enigma que fuera solucionable o que se quisiera solucionar.
El luminoso mundo de Homero ya es profundo en sí mismo.  Infinitamente más profundo se vuelve por esta penetración del viejo mito en el día de los héroes y los dioses.  El máximo ejemplo de esto es el más magnífico de los héroes, el hijo de la madre inmortal y del padre mortal, Aquiles, en cuya vida y destino se entrelazan el sumo favor de Zeus y la Moira implacabe.  Su madre Tetis es una figura principal en la Ilíada; está siempre presente, no sólo cuando suplica a las rodillas de Zeus que le dé la gloria (porque sab que la muerte que le corresponde no puede ser evitada), no sólo cuando se lamenta por Patroclo.  Está presente en el mismo Aquiles, que a través de ella procede de la más antigua estirpe de dioses, la de los titanes, más antigua que la de los olímpicos, a quienes él reza.  De allí, de la madre, procede el impulso ilimitado que en él se observa; de allí el melancólico saber por anticipado que él posee más que ningún otro héroe; de allí viene su infinitud , que nunca se consume en la acción, y su subjetivismo.  Aquiles es la fuerza central de la epopeya y a la vez más que un héroe épico; llega hasta la tragedia, y lo mismo ocurre con todo lo que alrededor de él acontece.  Con las lamentaciones fúnebres por Hector y Patroclo termina la Ilíada  En los ríos de sangre de animales y personas que Aquiles hace correr en honor de su amigo muerto, el viejo mito está no sólo trasluciendo, sino terriblemente presente.  En el mundo luminoso de la epopeya  se disuelve la realidad de la muerte.  Homero se trasciende a sí mismo en la tragedia.


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