APOLO, ÁRTEMIS, ATENEA Y AFRODITA

La virginal Palas Atenea surgió, según la lógica de la religión griega, armada de todas sus armas, de la cabeza del padre Zeus; pero ello no es así para la mitología comparada.  Una diosa cretense de palacio, un ídolo micénico en forma de escudo, un espíritu protector que blande la lanza en muchos palacios: tal es el oscuro origen de esta diosa, que primero recibió su nombre de la Atenas beocia, que se hundió en el lago Copais y después de la Atenas de Ática; y en esta última se convirtió, todavía, desde luego, en época micénica, en la más clara, más humana y más viril de todas las diosas, y se levantó radiante por encima de los antiguos señores de la Acrópolis, por encima de Posidón Erecteo, el que hace temblar la tierra, cual se levanta el espíritu sobre a tierra, la decisión sobre la naturaleza.  La señora de las fieras es una primitiva figura de los bosques indígenas; pero hay una diferencia entre si se piensa como vida animal o como su doma, o si como brillo y esquiva pureza de la naturaleza cruel y lejana, como bailarina y cazadora por las montañas, rápida, cruel y un poco maternal, como pueden serlo las muchachas hermosas; como Ártemis  Igualmente, antigua y todavía más asiática en su origen es la diosa del amor, rodeada de palomas.  Que ella, la Cípride, la nacida del mar, viene de Oriente, era cosa perfectamente sabida de los griegos.  Pero si se fundió con una diosa de ellos, o si fue realzada sólo por la mágica fuerza de la mirada griega hasta lo humano-divino, incluso ella está completamente libre de la lujuria naturalista y de la fecundidad del antiguo mito, y se ha transformado en la diosa de oro, gracias a la cual Charis, el placer de los sentidos, se vuelve alma, y, el desnudo, espíritu sin que sea suprimido nada sensual.  Pero el mayor milagro de transformación es Apolo, que no sólo se convierte en el dios principal de los jonios, sino que lo es para todos los griegos junto con Zeus y Atenea.  Procede de las Cícladas y de la Anatolia occidental, donde le pertenecen dichos oráculos, pero se convierte de licio en délfico, del primitivamente quizá más extraño, en el más griego de todos los dioses, en el más figurado y figurador, en protector del orden, en conocedor y el más dueño del espíritu.  En él todos los rasgos de lo extranjero (se retira una parte del año al país luminoso de los hiperbóreos), del flechero, de la musicalidad yd e lo terrorífico, sin que ni uno de ellos desaparezca, con una productividad que no tiene parangón, han sido transformados en sentido positivo, es decir, en pureza, serenidad, videncia y brillo vencedor.  Que mate al dragón délfico Pythos, pero se purifique en su sangre; que posea su oráculo y desde él se convierta en dios de todos los griegos, es símbolo no sólo de la lucha de ambos mitos y de su resultado, sino del nacimiento de los dioses griegos basándose en él.
Apolo y Ártemis, Atenea y Afrodita, que en la época micénica son figuras tangibles, demuestran que el encuentro de los mitos ya estaba entonces en marcha.  Sería, desde luego, falso por completo suponer ya en esta época la figura perfecta de los dioses griegos, pues ella en su religión es tan velada como en sus acontecimientos históricos y organizaciones políticas.  Quizá surgió de este primer encuentro sólo una asimilación o coexistencia de las dos mitologías, como se encuentra también en algunos lugares del antiguo Oriente, y después cabe admitir un predominio cada vez más fuerte del pueblo cario y de sus divinidades naturalistas.  Pues lo que opera desde abajo opera firmemente.  El pensamiento de que la vida existe en lo perecedero, y de que la tierra da a luz, es demasiado verdadero para que no haya de ser eterno.  Los dominadores siempre están en peligro de perder su entrenamiento y, además, tienen la tendencia a ponerse continuamente en juego en luchas con sus iguales, mientras que los seres más comunes y frecuentes perduran en paz a través de todas las tormentas.  Pero entonces penetran las nuevas catervas de las tribus griegas del Noroeste, pueblo aún sin gastar y no tocado por influencias mediterráneas, se instalan sobre las tribus aqueas o las rechazan a las montañas o más allá del mar, y traen consigo una nueva fase, también en la lucha de los mitos.  No inmediatamente, pues recibieron los santuarios y cultos de la época micénica.  Pero después que se concretó en paz y tomó forma una nueva Grecia más pura, se manifiesta victorioso su espíritu también en los dioses.  La gran conexión, que alcanza a toda la mitad oriental del Mediterráneo y hasta muy adentro de Asia Menor, a la que pertenece la llamada migración doria, ya la hemos citado anteriormente.  Así, hablábamos también de sus diversas corrientes, que no se señalan por cierto inmediatamente en la tradición histórica (pues tal cosa no existe para los acontecimientos del siglo XII a.C. en Europa), pero sí mediatamente en los sucesos, o sea, en la nueva organización de tribus y territorios, tanto como en el diverso estilo de las migraciones, que, en parte, son filtraciones y penetración progresiva; en parte, ataque cerrado y en amplio territorio.  Por mucho que negaran muchos de los griegos su procedencia de lejos, convencidos de su autoctonía, tanto más claramente se mantenía en los antiguos nombres de territorio conservados, en las combinaciones legendarias de época ulterior (como la leyenda del regreso de los Heráclidas) y en tradiciones históricas, la conciencia de que dentro del mundo griego debían haber ocurrido desplazamientos notables, cuyo resultado era la distribución de tribus en la época histórica.  Los hechos confirman este juicio.  En las migraciones del siglo XII se formó el relieve del mapa de Grecia, Grecia y el Helenismo, sobe las ruinas de la cultura micénica que se viene abajo, y en aspectos esenciales, en antítesis al mundo micénico.  Especialmente, se forma ahora, en lugar de los estados micénicos, relativamente grandes y concentrados, el mosaico de los pequeños territorios griegos.

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