ESPIRITUALIDAD EN GRECIA

Mientras que la política disemina el mundo griego en una multiplicidad de estados y crea enemistades y no puede lograr, no ya una unidad de todos los griegos, ni siquiera una paz, los dioses, sus santuarios, sus oráculos y sus fiestas no son sólo los símbolos más fuertes de la unidad panhelénica, sino el punto de partida de la realización de ésta.  Los lugares de la paz son el agón general de la solución arbitral y de su veredicto político.  El dios de Delfos influye primero en el movimiento colonizador, que alcanzó a todas las tribus griegas, después, especialmente en la construcción del cosmos dorio, como juicio que estaba en sabiduría por encima del propio y que por eso era buscado por todos.
La tremenda potencia luminosa que irradia de los dioses griegos, primero en Grecia y después sobre todo Occidente, tiene una razón sencilla.  Estos dioses no son en modo alguno potencias despóticas.  No deciden con la fuerza física ni con una omnipresencia real.  No son tampoco oscuras simas o nubes tormentosas que se ciernen sobre el ser humano con lo imprevisible.  Son completamente distintos de todos los otros dioses que alguna vez fueron o que serían venerados por los humanos.
Los dioses griegos son libres, imnipresentes como espíritu inspirador, misteriosos y evidentes a la vez; fuerzan y dominan la existencia natural de las cosas que ni ellos mismos pueden generar o abolir.  El signo exterior de la espiritualidad de los dioses griegos es que en sus figuras han sido borrados los últimos restos de animalidad.  Las antiguas divinidades de la naturaleza, de la maternidad y de la sangre no perecen ante los nuevos dioses humanizados, sino que retroceden a la oscuridad.  Mitos primitivos de contenido cósmico, como el de Urano y Gea, son dejados a un lado por Homero; pesan casi como relatos alegóricos (¡cuánta alegoría no hay en la mitología griega!) cuyo sentido ya no está completo.  El antiguo mundo de dioses sigue siendo santo y venerable.  No es eliminado ni excomulgado por los hombres.  Vive sin interrupción en la fe del pueblo.  El mundo en que el hombre pasa sus horas más elevadas y toma sus decisiones, en el que realiza sus acciones y piensa sus pensamientos, pertenece a los dioses de la luz y es espiritual como ellos.  El hombre se realzó a sí mismo al poner sobre sí este mundo de dioses caracterizados por pasiones humanas.
Conocer y fijar la diferencia de dios y hombre es una parte esencial de la piedad griega.  En este punto adquiere su valor positivo la figura humana que ellos tienen. Al continuar lo humano en lo divino, sin trascender a otra manera de ser, la divinidad vuelve a reflejarse en el hombre.
¿Cómo fue posible realzar al hombre sobre sí mismo sin ir a dar en la trascendencia?  Esta pregunta la respondieron los griegos de modo genial.  El hombre es un ser lleno de contradicciones que tiene parte en muchas figuras del ser.  Vive en el cambio no sólo de las circunstancias externas, sino también de sus propias situaciones.  El ser humano, como sus dioses, es contradictorio.  Pero, a diferencia de las deidades, el hombre es perecedero; es mortal.
Los dioses, en cambio, son cada uno la plenitud y totalidad satisfecha de sí.  Están a la vez formados de la misma sustancia del espíritu humano, pero cristalizan esta sustancia en líneas perfectamente claras y transparentes.  Los dioses de Grecia no vienen a incorporar cada uno algo así como una virtud diferente o una fuerza especial.  No son secciones del mundo.  Cada uno de ellos es la existencia por completo, pero reflejada a una luz muy especial.
La vida humana siempre está partida y confusa, pero pueden aparecer en ella estas figuras particulares de inspiración fruto de una existencia superior que responde a la vez a una estructura interna del hombre.  Y estas figuras -inmortales simplemente porque están sin mezclar, válidas porque son claras- son los dioses.
Palas Atenea es uno de estos universos completos: el mundo de la acción viril que proviene no del arrebato, sino del ánimo luminoso.  Ella es el pensamiento victorioso, el momento de reflexión en plena lucha, el esplendor del momento grande y poderoso.  No sólo es ella todo en la lucha de las armas, sino también en la lucha de los espíritus.  Causa consejo prudente, ocurrencia feliz, invento de bienaventuranza.  Sus dones e indicaciones alcanzan siempre lo próximo y lo práctico, no lo lejano y elevado como los de Apolo.  Su acción de guiadora es siempre puramente clara, no espiritualmente oscura como la de Hermes.  Nunca o muy raras veces interviene ella misma en los acontecimientos, pero su simple presencia provoca en el alma de sus favoritos el ánimo y la decisión, la serenidad y el valor, así como la elección justa.
Tales mundos completos son todos los dioses de Grecia:  Afrodita, de la que viene todo lo que en el mundo tiene encanto; Apolo, el señor del arco que actúa a lo lejos, de la lira y del espíritu que conoce Artemis, el áspero placer de la naturaleza joven, solitaria, tierna y dura.  Cada una de estas divinidades es una grandiosa forma de existencia del ser humano, concebida con pureza, comprendida plenamente y sin falsedades ni renuncias.  Hermes, por ejemplo, es el conductor secreto, nocturno, un poco fantasmal, de todos aquellos que están en camino.  Proporciona la ganancia inesperada, el éxito por los caminos rectos o mediante rodeos.  ¿No pertenece la felicidad y hasta un poco la picardía a toda existencia?  El ágil y astuto mensajero de los dioses es la suma de estos dones y situaciones, de estas virtudes y particularidades del alma humana.
La pluralidad de los dioses no es en Grecia como en otras religiones politeístas; no es una acumulación, sino un todo organizado y na disposición artística para exponer la riqueza del propio mundo.
Los dioses griegos actúan en la existencia y son a la vez los misterios revelados de ella.  No obran milagros sobre el curso de la naturaleza, ni tienen la capacidad de cambiar el destino de los hombres, ni aún si son héroes.  El héroe no es liberado de la lucha por intermediación divina, pero lucha con el elevado sentimiento de la victoria que le inspiran los númenes.  El héroe, y por lo tanto el hombre, acepta con entusiasmo la presencia del dios protector lo mismo en la victoria como en su ruina cuando la divinidad retira de él la mano protectora.
Concluimos que los dioses son realidad humana llevada al máximo exponente.  Los dioses griegos están hechos a imagen y semejanza del hombre y sus necesidades, y no al revés.  Quizá este modo de dioses es el único camino por el que era posible llegar a una visión completamente humana del hombre, a una visión completamente natural de la naturaleza, a un concepto completamente terrenal de los sentidos.  Y así habrían los griegos encontrado, al ser piadosos de esta manera, el único camino que conduce a la ilustración, el arte libre, la ciencia, la justicia, la sexualidad y, en definitiva, el único camino que podía conducir a Europa.

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