LA EUROPA DE AUGUSTO

Siempre ha sido admirado el orden que Augusto creó por su artística disposición: esta sabia mezcla de moderna disciplina, de voluntad y de pasado revivido; este equilibrio de las dos autoridades, el Senado y el Príncipe, que no era un juego con viejas formas, sino que dio al centro del Imperio un doble apoyo; esta incorporación del Príncipe como primer ciudadano a la res pública, con la concentración en su mano de todos los medios decisivos de poder; este cuidado omnipresente de las provincias y de sus ciudades conservando la plena exigencia de la soberanía romana; ante todo, este ejército profesional, que era ejército de ciudadanos romanos y a la vez la vía hacia el derecho de ciudadanía para los mejores elementos de las provincias romanizadas, instrumento de poder en la mano del emperador y a la vez elemento de sujeción por encima de todos los pueblos y estirpes del Imperio.  Esta disposición es, en realidad, extremadamente artificiosa; la suma de la sabiduría política romana está en ella contenida, y las utopías y proyectos de constitución que tácitamente, y sin escribirse, aparentemente por piezas, pero en realidad de un golpe, sin programa, pero con conciencia soberana, fue creada a lo largo de una lograda vida humana.
Pero la obra de Augusto es mayor de cuanto se podría comprender bajo la imagen de un trabajo constructivo, aunque sea genial.  Un estado histórico puede quizá surgir de una inteligencia constructiva, pero nunca un imperio histórico.  Pues se va creando en los imprevisibles acontecimientos, realidades y cambios de los siglos, no sólo en los que le llegan de fuera, sino también de aquéllos que ocurren en él.  Se edifica hacia el futuro, y esto quiere decir hacia sus propios cambios.  Es la grandeza de Augusto que su imperio comprendió en sí una mayoría de las figuras futuras del Imperio como posibilidades, y por ello fue capaz de sacarlas de sí mismo o de seguirlas formando.  Los elementos de que se compuso son a la vez inestables recíprocamente, de manera que el uno puede durar mientras que los otros se transforman, uno puede entrar a hacer la función del otro, todos pueden sustituirse mutuamente, pero con ello todos están en transformación.  Tal cosa ya no es una obra de arte, sino casi una criatura orgánica.  Sería una exigencia imposible que pudieran ser curadas todas las catástrofes, sustituidos todos los daños, fundidas todas las durezas y todos los forzados procesos de evolución convertidos en nuevas formaciones positivas: ni el miso organismo más vivo tiene esta vida.  En especial, aquel proceso de abstracción que en la vida orgánica se llama envejecer y que en las criaturas de poder aparece como pérdida de potencia o anquilosamiento de la vida política, es inevitable.  Pero la paz que Augusto no impuso como tranquilidad, sino que se conformó como orden del mundo, se mantuvo durante siglos y a través de muchos desórdenes.  Varias veces, cuando parecía perdida, fue restablecida, y no pocas veces reforzada como orden nuevo.  Y hasta el final fue por lo menos creída por los hombres y con agradecimiento ligada al nombre de Roma, incluso cuando el imperio sangraba ya por todas sus fronteras.
Dar al Imperio límites justos es la primera decisión de Augusto: la primera no en el tiempo sino en la realidad; pues con ello se pone, mediante una sentencia divina, el espacio que debe ser atribuido a las bendiciones de la paz y de la época bienaventurada.  Esta decisión se mantiene durante toda la vida de Augusto, e incluye en sí victorias, derrotas y vueltas, grandes planes y casualidades llenas de sentido.  A ella corresponde la pacificación de los países alpinos y de la Galia, de Hispania y de África.  Pertenecen a ella las brillantes operaciones de los dos hijastros de Augusto en Germania hasta el Elba y más allá.  Pero también pertenece a ella la renuncia a Britania, la paz de inteligencia con los partos y -de mala gana, tras la derrota en Teutoburgo de las legiones de Varo- la resignación a la frontera del Rhin.  ¡Qué demostración de tacto de estos intentos y renuncias que el imperio así delimitado viviera en paz durante cien años, limitadas las guerras a los bordes extremos que apenas tocaban al conjunto!  Pero lo que es más, Augusto ha fijado con ello la ley estructural y esencial del Imperio romano de una vez para siempre, a saber, que todo el mundo antiguo y lo que de él era permeable para su civilización se reunía en paz, pero más no, y con toda su extensión era un conjunto limitado al modo clásico, mantenido como una gran economía doméstica, no una expansión imperialista, sino un orden autárquico alrededor del mar Mediterráneo con Roma como centro.  Que el comercio mundial con la India, Insulandia y China, aunque eran conocidos sus caminos y se convirtieron en navegables, nunca alcanzara una medida considerable, que las tribus bárbaras del Norte y Nordeste nunca quedaran seriamente sujetas en territorios ocupados y en zonas de receso, que no se desarrollara absolutamente ninguna industria invasora sino que pasaran de una provincia a otra las grandes vías comerciales, que el Imperio, medido con conceptos modernos, siguiera siendo relativamente pobre y comenzara visiblemente a volver a sumergirse en las formas de la economía natural con la gran crisis del siglo III, todo está presupuesto en aquella decisión.  Pero es cierto que con toda estructura está presupuesto el modo de su fenecer, con toda vida su forma de envejecer y de morir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me interesa mucho su opinión. Modero los comentarios exclusivamente para evitar contenidos inapropiados.