Ningún país está tan indefenso contra ataques enemigos como Italia. Es extremadamente difícil de defender contra acosos ultramarinos, y al Norte los Alpes nunca pudieron formar una verdadera defensa. Ahí está el problema fundamental en torno al cual gira toda la historia de Italia. Estrabón, que escribía su descripción de Italia bajo la impresión de la pax romana que estaba completándose en su época, hallaba con razón que el lugar peligroso en medio de la ecumene tenía su parte en las victorias de Roma porque las había hecho necesarias. Italia no está en el medio en el sentido de Egipto, sino que es un trampolín: si no se salta desde él, el trampolín es sólo un trozo de madera. Italia no es centro, pero debe ser convertida en centro: en el Centro del Mundo.
Considerada interiormente, Italia, en la primera mitad del primer mileno a.C., es tan variada como apenas ninguna otra región; un verdadero mosaico de etnias la componen. Los dos grupos migratorios itálico-indoeuropeos, los falisco-latinos y los umbro-sabélicos, vinieron al país con siglos de diferencia entre sí en movimientos completamente independientes. Incluso donde se encuentran en la más estrecha vecindad, por ejemplo en las colinas de la Roma primitiva, se sienten mutuamente como extraños. Las tribus sabélicas permanecen además hasta el final inquietas; ocupan por los medios belicosos de sus primaveras sacras siempre tierras nuevas y desde el siglo V empujan desde las montañas pobres hacia las llanuras. A estos dos grupos étnicos se suman, desde los comienzos del milenio, ilirios, que penetran también en varias oleadas y toman pie en varios territorios de la costa oriental, a veces (como es estilo ilirio) sólo perceptibles como un añadido sobrepuesto. Además, aproximadamente al mismo tiempo, los etruscos, ese pueblo siempre enigmático de origen asiánico que desde el siglo VII comienza a desplegar poder y dominio, incluso sobre Roma. Aparte los griegos, que desde el siglo de Homero, en parte por caminos propios, en parte como herederos de los fenicios, fundan colonias. Por fin, en los territorios de receso los restos de las antiguas poblaciones mediterráneas. Las grandes migraciones y la colonización dividen Italia, antes de que comenzara la historia de Roma, con tanta policromía como es posible. Y lo mismo que su propiedad de ser centro ocurre también con su propiedad de estar unida: no viene dada en modo alguno, pero puede ser ambicionada, en lo que coadyuva la maravillosa fuerza de asimilación del país, que no amalgama a los diversos pueblos, sino que los hace asemejarse unos a otros y, a la vez, los transforma en un algo itálico común.
La unificación de Italia no se hace por sí misma, sino que debe ser forzada por sus propios protagonistas. Pero una vez que está hecha resulta tan llena de sentido como si hubiera podido ocurrir también por sí misma; y esto es ya, de por sí, toda una definición del concepto de la política romana.
Atribuir a las propiedades del espacio itálico una influencia en la formación del ser romano no quiere decir necesariamente explicar éste por aquéllas; eso sería en realidad lo más falso que se podría hacer. No sólo causas, sino también impedimentos, intervienen activamente en un proceso de formación histórica, a saber: cuando se convierten en incitaciones o, por lo menos, en exigencias; y la causalidad histórica no sólo tiene la fórmula "porqué", sino que toma en cuenta también la fórmula "si bien" y "precisamente por eso". Con esto queda desde luego presupuesta la fuerza que le basta a la exigencia para superar el impedimento, dominar la resistencia y dejarse querer llevar por aquél. Hay que conceder que la historia de Roma lleva por íntima presión a la grandiosa concepción de Maquiavelo de que hay sobre la tierra una materia que no se puede ver ni pesar, llamada por él virtú, con carga de energías destructivas y constructivas; a veces se reparte y domina el equilibrio, pero a veces se reúne en un pueblo o una ciudad, y entonces le presta una fuera incontestable. Y en Roma se reunió.


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