Pero, por claramente que al final de la Guerra de los Cien Años parecen estar repartidas victoria y derrota, en sentido estratégico e incluso en política, en el sentido de la historia universal, vencieron ambas. Ambas se impusieron con su peculiar carácter estatal, con la categoría de grandes potencias, en la Europa moderna. Francia, naturalmente, con ventaja. Luis XI gana para la monarquía francesa con sus luchas victoriosas contra los señores feudales la posición interna de gran potencia,, y con su política europea la posición externa, otra vez y con ventaja, como la había tenido bajo Felipe el Hermoso. Francia sale de la Edad Media como el estado más moderno que hay en Europa: con ejército permanente, con finanzas que están en manos del rey, con un elaborado aparato administrativo, bien armada para acciones contra el Imperio, contra Italia y contra el espacio del Mediterráneo; es la primera potencia que en un sentido nuevo hace política universal. Pero también Inglaterra, aun nada desviada de Europa, sino muy continental -la Inglaterra de las ciudades que se enriquecen, de la gentry que asciende y de los Tudor que ponen fin a las guerras intestinas- interviene en todas las combinaciones europeas como una figura muy fuerte.
En el campo de tensión del Mediterráneo, que desde los normandos y desde Federico II está cargado de energías universales, surge un nuevo centro de política europea, disputado desde el principio hasta el fin entre los Anjou franceses y los reyes de Aragón, y después, entre sus grandes herederos, Francia y la España unificada. Allí, en Nápoles, por primera vez, un rey cristiano ha hecho una alianza formal con el Sultán de Egipto y para sostenerse él mismo ha saboteado una cruzada de las potencias europeas contra el Islam. Después que las pretensiones francesas y españolas habían sido mantenidas durante dos siglos e impuestas alternativamente, las Dos Sicilias se convirtieron en un pilar de la potencia mundial española. También en el propio campo de tensión del antiguo imperio de Lorena, la fuerza conformadora de los estados se torna violenta. A la sombra de la guerra entre Inglaterra y Francia y a costa del reino debilitado, asciende la potencia borgoñona. En los días de Carlos el Temerario, es un estado brillante y el centro de una política autónoma, muy orgullosamente europea. Al fin, es arrebatada también por el movimiento ascensional de las grandes potencias, esto es, convertido en parte esencial de la herencia de los Habsburgo.
En los dos países principales del antiguo imperio, significa el proceso de la nueva formación de estados una inequívoca fragmentación, en Italia, casi hasta la atomización. Cuando los Papas de Avignon volvieron a Roma, hallaron a la Ciudad Eterna como una cueva de ladrones, y al Estado Pontificio, como un montón de ruinas. El Papa del Concilio, Martín V, y sus sucesores, comenzaron a reconstruirlo y a tornar obedientes a las ciudades, naturalmente con la ayuda de condottieros, como todos los demás estados italianos. Las otras potencias de Italia, ciudades libres y principados, se habían redondeado según sus fuerzas en la época en que el Pontificado estuvo ausente, y, después, en el siglo XV. En los luminosos siglos anteriores a la catástrofe, el sistema de los estados italianos se mantiene como una atrevida obra de forja en el firmamento de la historia, lograda con la violencia, la perfidia, y también con la auténtica fuerza que la época llamaba virtù, llena de inquietas tensiones, como lo son todos lo señoríos usurpados, y, sin embargo, como un equilibrio (como modelo de tal ha sido siempre sentido por la teoría política): los grandes principados de Nápoles, Roma y Milán, las ciudades libres de Venecia, Florencia, Génova y Siena, y, entre ellas, las pequeñas cortes con su cultura intimista o también su descarado afán de aventura: las más hermosas, Mantua, Ferrara y Urbino. Este equilibrio reacciona nerviosamente a cada alteración y forma casi infinitas combinaciones. Ante la gran intervención exterior, naturalmente, no puede resistir, como todos los equilibrios políticos del mundo, en caso de que no estén construidos sobre una base muy amplia.
En Alemania, el proceso de formación de estados no resulta, como podría parecer a veces, fragmentación en pequeñísimas unidades, sino consolidación de los territorios, y mediante ello es como el imperio se convierte en aquella imagen en pequeño de Europa:no sólo no se descompone un conjunto, sino que se forma de nuevo una multiplicidad. La ascensión de los territorios alemanes a la categoría de estados procedió por muchos más rodeos que creía la antigua historiografía y que permite el efecto final suponer. Cuando la caída de los Staufen les puso en la mano el imperio en trozos, los numerosos príncipes y señores alemanes eran más bien sujetos de una propiedad que sujetos de una soberanía política, por no hablar de la personalidad estatal. Sus territorios estaban fragmentados y enredados los unos con los otros, sus derechos de soberanía incompletos y complicados. Partes esenciales de la nación, las ciudades, los campesinos, la caballería, se mantenían adheridos por su propio interés al imperio o laboraban cada uno según su particularismo propio. Por caminos muy aburridos y complicados, con varios contragolpes y vacilaciones, los territorios señoriales se convirtieron en países en el orden político, y las potencias señoriales pasaron a ser gobiernos políticos. El nuevo tipo del territorio que surgió al Este, en territorio de colonización, se puso al frente. En conjunto, y aparte de casos especiales, en Alemania hay, a partir del siglo XV, territorios que son, en cierta medida, unidades cerradas y según el derecho dinástico indivisibles (aunque, sin embargo, sigan dividiéndose), poderes señoriales de derecho romano, que se han convertido en señores de sus súbditos y también de las ciudades, administraciones principescas, que trabajan de modo regulado y que integran también en el estado a las clases campesinas; por consiguiente, estados que son capaces de realizar política autónoma, lo cual luego hacen bastante pronto, también contra el Imperio. Y en este punto, se necesitó todo el brillo que perduraba del antiguo poder imperial, para poder conservar, además del nombre, algo de la dignidad europea del Imperio y algo de su poder real y válido.
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