EL HUMANISMO

El proceso que en sentido especifico se llama "renacimiento" no se puede designar con una forma única ni en una imagen única; sólo está claro que el sujeto en él no es la antigüedad resucitada, que sólo hubiera sido recibida en el dispuesto espíritu del Occidente, sino que el sujeto es el Occidente, que excavó en la antigüedad, la repensó y la emuló.  Y tampoco es que la época por sí misma se hubiera hecho esencialmente igual a la antigüedad resucitada, que sólo hubiera sido recibida en el dispuesto espíritu del Occidente, sino que el sujeto es el Occidente, que excavó en la antigüedad, la repensó y la emuló.  Y tampoco es que la época por sí misma se hubiera hecho esencialmente igual a la antigüedad de modo que hubiera podido cosecharla como un fruto maduro.  Sino que se encuentran enfrentadas dos realidades históricas.  La una pone en la alianza su indomable energía vital, su sed de mundo, su fuerza creadora, la otra -así se sintió la Florencia del qattrocento- las "proporciones musicales" que resuenan en sus ruinas.  Ante la fuerza de este mutuo influirse palidece la diferencia entre que la una sea presente y la otra pasada.
La antigüedad opera, por de pronto, como una especie de fermento en el proceso de la secularización de la cruz, de la emancipación del hombre y de la entrega al mundo terrenal.  Todavía en las más pobres contingentes y fragmentarias de sus ruinas, existe tanta libre belleza y tanto espíritu consciente de sí, que una irrupción de este mundo, que ya estaba en curso, fue cada vez más impulsada, afirmada y apresurada.  No hay que perder de vista qué impulsos recibió el pensamiento libre con la conciencia de que ya había existido una vez la audacia del pensar libre, y qué ayuda experimentó el disfrute de lo bello con la belleza de las reliquias de la antigüedad.
Además de ello, la antigüedad suministra el modelo en el que se proyectan los propios logros y esfuerzos, incluso las propias sensaciones y sentimientos, es decir, realmente, uno mismo.  Es muy fácil de comprobar que la antigüedad fue conocida de manera muy incompleta, se falsificó con cosas modernas y fue idealizada sin crítica.  ¡Como si ello importara algo!  De lo que se trataba era de su retroactiva fuerza de conformación, de su capacidad de ser norma.  Desde luego, que el intento de confirmarse para lo propio en otro era extraordinariamente peligroso.  En cualquier caso, hubiera conducido a una doble existencia hipócrita, a un mentido clasicismo o a la histeria.  También en aquel caso era atrevido, pero el intento se logró.  Ello fue en primer lugar mérito de la antigüedad misma.  No hay ninguna imagen que sea tanto paideia, es decir que tenga tanta la fuerza de conducir hacia sí a aquel que la imita.  La antigüedad no es ningún sistema abstracto de coordenadas que deforme las figuras, sino una plenitud concreta de formas con fuerza categórica: todo lo que se hace pasar a a través de ella gana en cualidad de presente, en realidad, en validez, pero no se desnaturaliza, sino que se confirma en su ser.  Se podría decir que el Renacimiento hizo renacer no tanto la antigüedad como la fuerza resucitante de la misma.
Y lo hizo de un modo sumamente atractivo y hasta con todo el carácter apasionado de su voluntad de descubrimiento.  La antigüedad en el espíritu del Renacimiento renació menos que fue por él activamente atacada y descubierta pieza a pieza, como los dominios del mundo terrenal que fueron tomados en las tenazas del experimento y de la razón especulativa.  Es como si una segunda realidad, más profunda y más hermosa, también plenamente terrenal y también oculta, fuera recuperada del suelo y del pasado.  Pero porque allí el objeto del descubrimiento era forma viva, irradiaban desde éste fuerzas plásticas, y los descubridores se descubrían en él a sí mismos.  A partir de Petrarca, las cartas de Cicerón se convierten en los grandes modelos del estilo propio.  Después, los poetas e historiadores romanos son humanísticamente reconquistados.  Ya Bocaccio lee a Homero.  Desde el Concilio de la unión en Ferrara y Florencia, y, sobre todo, a partir de 1453, los griegos acuden a montones e inflaman el entusiasmo por Platón.  Se despierta un celo febril por los escritos antiguos.  En Florencia, reunió Nicolò ya en la época de Cosme de Médicis la primera gran biblioteca.  En la corte de los Papas humanistas, el entusiasmo coleccionista adquiere formas más grandiosas y labora en conexión con toda Europa.  La lengua volgare se ennoblece con los escritores clásicos.  En el latín madura la lengua de la diplomacia italiana.

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