Cuando un mundo se rompe la cuestión de ¿qué puede ahora ocurrir? se dispara a quemarropa y es hasta un poco frívola. La cuestión que está en los labios precisamente de los más serios, y que no necesita ser socarrona, es más bien la de si no se trata del fin absoluto, del último día, del juicio final. Aquellos que han aportado al choque sus fuerzas y han influido en aquél, seguros de que de una manera o de otra, el futuro les pertenece, están en otro nivel.
En tales horas universales, garantiza el futuro la fe en potencias permanentes; o más bien no la fe en ellas, sino que ellas mismas lo garantizan cuando ellas mismas están y actúan en la catástrofe. La fuerza conservadora por excelencia es el Imperio: mientras él subsista no vendrá el Anticristo, y mientras no llegue el día del Juicio, no perecerá. La visión del libro de Daniel de la estatua con los pies de barro se explica, según el modelo del comentario de San Jerónimo a Daniel, durante toda la Edad Media, como la sucesión de los cuatro imperios universales de Babilonia, Madia, Macedonia y Roma. Pero el pensamiento de que Roma es eterna, de que el imperio romano se mantiene sin decaer hasta el fin de los días es aún más antiguo: evidentemente se interpretó ya el concepto usado por San Pablo en la II epístola a los Tesalonicenses (2,6) y se adaptó a Roma. Sólo que este pensamiento en los tiempos de la decadencia amenazante se continúa inmediatamente en la cuestión de quién es el imperio y quién su mantenedor. Por lo que esto respecta, las voces están en violenta disonancia, y ¿quién no llegaría a las más variadas posibilidades de explicación y profecía ante el torbellino que a veces trae todas las posibilidades?
El imperio romano está solamente en grave conmoción, pero no ha pasado a otros, escribió San Agustín (Civitas Dei, IV,7), cuando los godos de Alarico habían saqueado Roma. Esto ya había ocurrido antes y Roma se había rehecho, por eso no había que desesperar ahora; ¿quién puede saber lo que Dios ha resuelto en este punto? El español Osorio descubre en sus Historias contra los paganos: "quizá es la misión de Roma llenar la Iglesia de Cristo con infinitas naciones de creyentes, y si más tarde los bárbaros que inundan la Romanía, se vuelven cristianos, habría que alabar a Dios por estas catástrofes". Quien no se conforma es porque no quiere. Una generación más tarde, alrededor del 450, ya escribe Salviano: "los germanos han debido ganar, porque eran de costumbres más puras y más temerosos de Dios, la victoria sobre los pecadores romanos y el señorío sobre el Imperio, gracias a la ayuda de Dios; por eso, por todas partes huían hacia ellos los oprimidos y querían ser mejor siervos de los bárbaros que ciudadanos libres en apariencia de un Estado de esclavos"; "aquellos crecen de día en día, aquellos florecen, nosotros nos marchitamos". Nuevas voces se mezclan cuando Roma misma, la ciudad y la idea, saca del cristianismo una nueva conciencia misionera y una nueva conciencia individual. Entonces se siente Roma, como lo expresó el papa León I, fundada de nuevo por Pedro y Pablo, de modo más duradero que por Rómulo, que la manchó con el fratricidio, con muros celestes, en lugar de terrenos, con victorias pacíficas en lugar de guerreras sobre todas las tierras y mares. Que también los mismos germanos a menudo se sometieron al emperador y al Imperio, y aún más veces mostraron hacia ellos respeto, obediencia y obsequio y confirmaron con fe su durabilidad, ya lo hemos recordado.

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