SURGE EL ISLAM

Llegamos a un punto de nuestra Historia en el que el Imperio se ha fragmentado y está todavía ahí, ha sido arruinado, pero no por los germanos, sino como reflejo de la complicada interconexión histórica de la época de las invasiones.  Las contradicciones que en ellas se ocultan no pueden resolverse del todo.  Pero adquieren una nueva claridad en la contrafigura de las conquistas árabes.  En éstas surge una de las grandes fuerzas lejanas y extrañas que hicieron al Occidente concentrarse en sí y gracias a ello lo conformaron.  Es siempre equivocado contraponer, rasgo por rasgo, dos realidades históricas: se las convierte con ello erróneamente en contraposiciones lógicas.  Pero en ellas, precisamente, se concentra este modo de pensar.  Los árabes han conservado con agudeza la sabiduría y la filosofía antiguas, que en Occidente se habían perdido, y hasta las continuaron de modo creador, también para que el Occidente pudiera usarlas más tarde.  Pero lo hicieron manteniendo sus creencias, su lengua, su derecho, imponiéndolos, mientras que los germanos abrieron de par en par su alma a la cultura romana y al cristianismo.  Que los musulmanes pudieran aceptar la fe de aquellos pueblos que habían vencido y dominado es un absurdo.  En ninguna parte,  tampoco en los trozos más valiosos del Imperio, se convirtieron los árabes (hablamos exclusivamente de su efecto histórico en el espacio europeo, claro) en herederos de Roma; llegaron a ser sólo los mediadores para fragmentos muy importantes de la cultura antigua.  Por brillantemente que floreciera su poder y su cultura, con la misma rapidez se marchitaron, si se compara con la lenta maduración del Occidente.  En ninguna parte aceptaron el Imperio ni siquiera renovado; por el contrario, ellos -y ellos los primeros- lo hicieron saltar en pedazos.
Mahora mismo ya decidió sobre todas las cosas, no sólo sobre el espíritu y el destino, sino también sobre los efectos universales de su religión, cuando en Medina, lo que no había hecho antes de la hégira , trazó la línea divisoria frente a judíos y cristianos y desvió la orientación en la oración desde Jerusalén hacia la Kaaba; a partir de entonces, el Islam se convirtió en una religión árabe y en un fanatismo nacional, pero en relación con el mundo del Imperio es un cuerpo extraño y una materia explosiva.  Un año después de la muerte del profeta, comienza la campaña de conquista como una tempestad; diez años después, ya están ganadas Siria, Egipto y Persia.  El inaudito ritmo de expansión de las victorias se explica no sólo por el hecho de que los dos imperios en los que los árabes irrumpieron se habían agotado mutuamente en largas luchas, y tampoco por el hecho de que tanto el dominio bizantino como el persa en las provincias conquistadas era sentido como esclavitud y la conquista por el Islam como una liberación, y, en particular, los monofisistas y nestorianos, en Siria y Egipto, escaparon de buena gana a la ortodoxia de la Iglesia imperial; sino por el hecho de que por obra del profeta del Islam y lo árabe, del impulso de los beduinos y del fanatismo religioso, se hizo una mezcla igualmente compacta y explosiva.  Los dos primeros califas, Abu Bakr y Omar transformaron este tremendo potencial en una gran acción histórica. 
Por los graves desórdenes internos después de la muerte de Omar, fue estorbado el impulso expansivo.  Desde mediados del siglo VII hay una escuadra árabe que recorre las costas y las islas del mar Egeo, gana batallas a la escuadra imperial y pronto amenaza por primera vez a la capital del mundo.  En 660 comienza la segunda gran oleada de expansión, más fuerte todavía que la primera: en la primera mitad del siglo VIII alcanza su momento culminante.  Como una inmensa faja de tierras, se extiende el imperio arabe de los Omíadas, desde Samarkanda y Bujarat, hasta la costa atlántica deÁfrica.  En tres puntos además, la ola irrumpe también hacia el Norte, en tierras europeas: la España visigoda es conquistada en el centro es atacada Sicilia y en el Este Bizancio es por segunda vez sitiada por tierra y mar.  Casi al mismo tiempo -sólo hay quince años entre ambas victorias- las dos grandes potencias imperiales que había en Europa rechazaron la ofensiva del Islam: el viejo imperio de Oriente, y el joven y en formación de Occidente.  El sirio León III, con el "fuego griego" (717), el mayordomo Carlos Martel, con la ofrenda de sus francos (732).  Las dos potencias actuaron independientemente una de otra, y apenas hubo contactos diplomáticos entre ellas.
¡Qué símbolo de la ruptura de la unidad europea, que se había preparado hacía largo tiempo y ahora se volvía evidente!  La doble defensa retrocedió a fronteras muy retiradas, y también sus contragolpes fueron sólo defensivos.  Todas las provincias bizantinas de carácter oriental y toda África junto con España se perdieron; el Islam fue detenido cerca de las dos capitales. ¡Qué símbolo del cerco de Europa sobre sí misma!

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