ALEJANDRO Y MACEDONIA

Guillermo de Humboldt decía que "los imperios perecen, pero un buen verso permanece".  En realidad permanecieron en este caso los buenos versos, los buenos pensamientos, las buenas obras de arte, y fecundaron al mundo, aunque Grecia fuese débil.  La conclusión es obvia: permanecieron, por su propia fuerza, pues se convirtieron en valores culturales y siguen siéndolo entre el cambiar de las potencias, por son cultura.  Es necesario recordar que el helenismo y la realidad cultural que en él surge es un acontecimiento singular en la historia de la humanidad.  Pero, ante todo, hay que recordar que el espíritu helénico conquistó el mundo detrás de una espada victoriosa y que la potencia mundial de la cultura helénica se extendió sobre un orbe que era mantenido en equilibrio por potencias helénicas.
El helenismo no es -ya lo hemos dicho- un desarrollo hacia la civilización, ni la historia natural de una decadencia política, ni la historia ideal de una cultura universal que asciende.  El helenismo es una decisión.  Una decisión firme.  La historia de Occidente está constituida de decisiones firmes.  Presupone la decisión primaria del helenismo que el hombre es la medida de todas las cosas, presupone las decisiones de Homero, de la polis, de todo lo helénico, de la misma manera que las decisiones históricas de las horas posteriores se siguen de una manera que se hace obligatoria basándose siempre en las anteriores.  Sin embargo, con esto no se explican, sino que son fácticas y singulares como aquellas.  El carácter de facticidad que compete a la historia en lo grande como en lo mínimo está también impreso particularmente en la realidad del helenismo y no se debe privar a éste de él.  El helenismo, se podría decir, ha sido hecho, y esto no es ningún modo de hablar figurado, sino que lo mismo que la historia de Grecia en todas sus partes se ha convertido en humanidad y en figura, en este lugar de la historia europea se halla una verdadera figura humana: Alejandro, que toma la decadencia política griega donde amenazaba convertirse en fatal, la sujeta en su mano y la orienta hacia la grandeza; que pone a la cultura griega, cuando está madura, en libertad, al quitarle su libertad a la polis; que el error ingenuo de la filosofía universalista, que en el mundo existe la paz, lo convierte con un golpe gordiano en verdad conquistando el mundo de repente.
De esto resulta a la vez un ethos de las biografías de Alejandro Magno y una piedra de toque de su valor.  A saber, que este hombre y sus hazañas no sean deducidos ni explicados ni a partir de las tendencias del tiempo ni de tradiciones, que no se le compare ni con Aquiles (como hizo Hegel, por cierto), ni con César, ni con cualquier visionario moderno, porque él también era un general de amplios horizontes.  Su aparición debe ser tomada como un elemento provocador: la reina Olimpias soñaba algo verdadero cuando en su noche de bodas soñó que un rayo salía llameante de su seno y que de el surgía un fuego que abrasaba todo el mundo. Así resuelven algunos biógrafos a Alejandro, o más bien, así lo dejan incomprendido.
En realidad, todo lo que se despierta en las tendencias de la época y en intensos y potentes sobre el futuro en el siglo IV, es absorbido en el poderoso impulso universal que toma Macedonia; pero ni Filio, ni la decisión de Queronea, ni mucho menos Alejandro y su dionisíaca actuación se podrían explicar por estos elementos.  La tendencia hacia un estado territorial está ya preexistente.  Por todo el mundo griego se va extendiendo el estado plano en lugar de la energía cargada de alta tensión de la polis, concentrada a la manera de un cuerpo.  En Sicilia, Beocia, Tesalia, Arcadia, Crimea.  Lo que Dioniso I creó desde Siracusa es, aunque todavía en la forma de una tiranía, un primer presentimiento del estado helénico superficial, en el que se emplean todos los medios de dominación de una monarquía absoluta: sinecismo artificial, trasplante de poblaciones enteras, extensión del derecho de ciudadanía a mercenarios, impuestos sistemáticos, armamento del país hasta los límites de su fuerza.  Pero, por primera vez, en la Macedonia de Filipo, es espontáneo y auténtico el afán de una expansión territorial.  Allí tiene un próximo objetivo natural, la costa del Egeo, y ya bajo Filipo adquiere un lógico objetivo lejano: el imperio persa.  Allí, la monarquía absoluta descansa en un reino legítimo de carácter caudillal y en la comitiva de una nobleza indígena.
Se da también -y casi como una ley natural que domina los siglos posteriores de la historia de Grecia- el impulso con que los territorios todavía no gastados entran en juego después de la crisis de la guerra del Peloponeso.  Después que la polis ha irradiado su energía histórica viene una conmoción.  Lo que de Grecia todavía no se había usado o no se había gastado del todo, se lanza a la historia, un territorio tras otro.  En primer lugar, y de la manera más grandiosa, la Beocia de Epaminondas, en el Peloponeso Arcadia, en Grecia Central y del Norte, las tribus del noroeste...  Mientras que Atenas, con intermitente energía, se anima a acciones panhelénicas, y el cosmos espartano decae irremediablemente. 
Las dos ligas territoriales dieron en la resistencia contra los reyes macedonios del siglo III al helenismo del continente todavía una estructura política y una voluntad, hasta que la dura mano de Roma lo deshizo todo.  Pero tampoco en este aspecto es Macedonia un caso entre otros.  Es pura y simplemente la fuerza sin desgaste que hasta ese momento no había sido utilizada y que se aplica hasta el grado sumo.  Es a la vez el punto de concentración de todas las fuerzas no gastadas que aún quedan en la Hélade.  En el ejército de Alejandro, a él asociados y a sus propios viejos dioses, los mercenarios de los más apartados países montañosos de Grecia central y del Peloponeso colaboraron para conseguir la victoria que abrió el mundo al espíritu griego ilustrado.

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