LA CIENCIA HELÉNICA

Lo humano no se podía haber expresado como tal, no podía, como tal, ser hecho medida de las cosas, sino sólo como mundo divino en el que se cree de veras, como tragedia de sustancia propia, como filosofía de la existencia misma, como arte de la propia raza, como polis a la que son subordinadas y sacrificadas todas las fuerzas.  Pero, cuando todo esto fue superado, se hizo posible la apreciación del hombre libre -pero no como resto malo, sino como fuerza elevada.  Y por fin se impuso a todo humanismo como prueba de autenticidad que pasara a todo lo largo de una existencia política, antes de que le fuera lícito transformarse en cultura.
Pero allí, en Grecia, y sólo allí, se cumplió tal condición, y esto sólo ya legitimaba las creaciones de la época tardía, si no lo hubieran hecho sobradamente el contenido y los efectos de ellas mismas.  Es indudable que no sólo por sus influencias, sino por sí mismos, Platón y Aristóteles son la perfección de la filosofía griega; sólo quedan tardíos cuando se mide su época por la época de la polis.  Están adelantados y precisamente en transición cuando se los relaciona con la época siguiente, que ellos ya abarcaban en sus pensamientos.  
No sólo en el siglo IV, verdadero centro de los tiempos helénicos, sino que mucho después de Alejandro, el espíritu griego sigue siendo capaz de descubrir la belleza nueva, la validez universal que resiste más que la moda, que no se gana así como así.  Todavía en la época del helenismo, Grecia es el baluarte de Europa contra Oriente, no luchando, sino pintando, no con las filas cerradas de sus falanges, sino lanzando a lo lejos sus descartas como primera potencia intelectual.
Ante todo, ocurre esto con la ciencia.  Es realmente el producto tardío.  En realidad, la ciencia como actitud del espíritu pertenece también a Grecia, especialmente al estilo jónico.  Pero la ciencia, como logro y como potencia cultural existe sólo en la época de Euclides, Eratóstenes, Aristarco, Arquímedes y los grandes filósofos de Alejandría.  Como siempre, la ciencia en sus horas mejores, la ciencia helenística, fue a la vez pura teoría y aplicación de la misma; una cosa no estorbaba a la otra, sino que se apoyaban mutuamente elevándose entre sí.  Miden la figura de la tierra, pero con esto a la vez construyen mapas conforme a los cuales los barcos navegan.  Construyen máquinas militares. Intuyen el mecanismo de la máquina de vapor o de la fuerza hidráulica...
No hay que perder de vista lo que Europa le debe al espíritu racional que fue guardado, o mejor dicho, forjado, en Grecia y en los trasplantes de su cultura.  Ha resistido, insobornable, a todas las potencias y seducciones de Asia.  E incluso donde se mezcló con éstas, añadió un hálito del logos y con ello procuró que sus misterios llegaran a nosotros en una lengua clara y nítida.
Hay que dejar bien sentado que una cultura tardía y madura, que descansa sobre la libertad y el individualismo del hombre y tiene vocación universal no endurece, sino que ablanda; no hace fuerte, sino más bien delicado, incluso cuando está empapado en ella un trabajo de formación durante siglos tan estricto.  A la categoría del helenismo corresponde, desde el comienzo, el problema de cómo se relacionan el espíritu y el poder.  Cuando Alejandro destruyó Tebas hasta los cimientos, porque era siempre la ciudad más peligrosa y sólo perdonó la casa del poeta Píndaro, el espíritu y el poder se desgarraron entre sí de modo simbólico por primera vez en el mundo y plenamente en contra del sentido de la polis, en el que ambos eran una misma cosa.  Grecia volvió a experimentarlo de nuevo en los siglos siguientes, cuando se convirtió en meta de todos los que buscaban cultura.  Al mismo tiempo, se había convertido en objeto, dentro del juego, de las potencias, cuando ya no debía su libertad al propio ánimo, sino que le era garantizada por mentidos decretos de los vencedores, una vez que la renovación de la ciudad, cuando fue intentada, se acreditó como puro romanticismo.

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