LA BATALLA DE ZAMA

Con el rey Pirro interviene por primera vez una potencia del círculo vital helenístico en la historia de Roma.  La esfera que midió el genio de Alejandro Magno con sus victorias y refundió en unidad, y aquella en la que el genio de Roma, siempre como un fruto antes de que se desprenda su cáscara, maduró lentamente, chocan por un momento.  Cuando Pirro desaparece, las dos mitades del mundo vuelven a separarse: el Oriente helenístico, que busca y encuentra su equilibrio, y el Oeste, en el que se prepara la lucha de un siglo entre Roma y Cartago.
Ya en la guerra de Pirro, que estalló por causa de Tarento, llevó la política y las legiones romanas a la costa meridional, es decir, a la parte tempestuosa de la historia universal para Italia.  Desde allí, inesquivablemente, se está orientado a grandes objetivos, pero también a un modo de obrar activo.   En el año 264 es Roma la que declara la guerra.  La decisión de esto viene, según Polibio, ante todo del cálculo de que los cartagineses, en posesión de todas las restantes islas y costas fronterizas, con la conquista de Sicilia, cercarían a Roma.  Pero ya este sentimiento, de ser cogido en una red, si el mar no estaba libre, es para Roma completamente nuevo.  Y nueva es la amplitud universal en la que se desarrolla la lucha con Cartago.  La gran oposición entre las dos grandes potencias es de dimensiones forzosamente universales, no ya en sus efectos, sino en su curso.  Roma buscó, naturalmente, en el Egipto ptolemaico apoyo y alianza.  Aníbal celebró durante la guerra un pacto de alianza con Filipo de Macedonia, y después, como desterrado, llevó su odio a Éfeso e intentó hacer una coalición mundial contra Roma.
Según Polibio comienzan desde el año 219 las partes del mundo separadas, Italia y África, Grecia y Asia, a formar un gran conjunto interdependiente; con Sicilia, Roma se salió de su estrecho círculo y se convirtió en potencia mundial.  Sobre la auténtica fecha se puede discutir; para el conjunto de las guerras púnicas es el juicio plenamente exacto.  Tan importante como las dos guerras de unos veinte años de duración, es la pausa de veinte años entre ellas, una verdadera guerra entre las guerras, durante la cual Roma gana Cerdeña, pacifica la costa ilírica, somete la Galia Cisalpina, y Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, en Hispania, preparan veladamente y a largo plazo una nueva contienda.  Pues ante todo es nuevo, visto desde la historia de Roma, en estas guerras, que una política tenaz, de amplio pensamiento, infatigablemente activa, de gran estilo, maestra en combinaciones secretas y planes a largo plazo, se encuentra con la romana.  No tiene, es verdad, un pensamiento militar y territorial, sino de política comercial y colonial, pero digna rival de Roma en tenacidad y paciencia; no sostenida por una clase política y por un pueblo, sino por una dura aristocracia de comerciantes y por la familia de generales de los Bárcidas, y así, también es una tradición de larga duración.  El juramento de niño que Aníbal mantuvo hasta el último aliento es símbolo de ello.
Y nuevo es, finalmente, el final, es decir, la victoria y el vencedor.  Una figura cual Escipión, sobre cuyo nacimiento había en circulación historias milagrosas y a quien la fe popular imaginaba en contacto inmediato con Júpiter, no había existido todavía en la historia de Roma.  Tampoco una batalla como Zama: ésta decidió, dice Polibio, sobre el dominio del mundo, y decidió, juzga él, aunqu alaba con pleno reconocimiento el arte militar de Aníbal, con valor divino en el momento preciso.  Quien ve la decisión de Zama como un eslabón de la historia universal de Europa no puede encontrar para ello ninguna palabra excesiva ni demasiado elevada.
Desde este día el mundo quedó abierto a la garra romana.  Ahora se da la situación de que partíamos al comienzo: Roma aparece como la potencia de estilo completamente nuevo, de otro modo que todo ser helenístico, en el mundo de los grandes estados orientales, que no tienen nada que oponerle sino su política de equilibrio, bien es verdad que desarrollada hasta ser un elevado arte.  No se tiene intención de intervenir en el equilibrio de las potencia cuando se está más bien decidido a aprovechar sus tensiones y conflictos y, ante todo, en cierto momento, a intervenir en los puntos más fuertes de tal modo que al final se quede uno con todo.  Es verdad que es cuestión aún de mucho tiempo, pero esto ya no significa una terca lucha, sino un prudente, e incluso hasta tranquilo esperar la ocasión favorable.  Ahora, por primera vez, vencen las legiones y sus generales por todas partes adonde llegan y al primer golpe: en Cinoscéfalas (197), en Spilo en Asia Menor (190), después, cuando Perseo de Macedonia se atreve a una segunda guerra en Pydna (168).  Más buen lenta que apresuradamente se va ampliando el círculo de las provincias romanas.  Lo que todavía aparece peligroso o hace resistencia repetidas veces, es cruelmente aniquilado.  En los decenios centrales del siglo II está siempre Roma, a la vez, activa en muchos lugares, en todos los sitios.  En el mismo año en que el rey de los macedonios es vencido en Pydna, es obligado Antíoco IV a renunciar a sus conquistas en Egipto.  Tres meses después de Cartago es destruida Corinto (146).  En el mismo año en que con la caída de Numancia es pacificada Hispania, el reino de Pérgamo es adquirido como herencia del último de los atálidas (133).   
Pero por todas partes aparecen ahora detrás de los reinos formados y de su refinada política helenística los bárbaros con su ferocidad, sus imprevisibles avances y su resistencia atomizada.  En el norte galo, ilirio y ligur se chocó con ellos durante largo tiempo; en África se los utilizó como contrapeso contra la vencida Cartago; en el norte de la península balcánica se chocó con ellos, y la organización de la provincia de Macedonia está fundamentalmente concebida contra ellos.  En Asia anterior hubo encuentros con los bárbaros en cuanto se tomó posesión del territorio.  Tan decisivamente como pudieron ser vencidos los podridos reinos helenísticos, una vez que Roma se decidió a ello, tan aburridas, cambiantes y llenas de derrotas romanas están las guerras contra los bárbaros; los partos no fueron en realidad vencidos nunca.  Con ello se hicieron necesarios no sólo estilos en absoluto nuevos en el arte militar, sino también objetivos políticos completamente distintos.  Tras la derrota de un reino aparece el problema de asegurar las fronteras.  Resulta así una forma de paz completamente nueva, por de pronto, comO tarea surgida del ascenso a la soberanía universal: no equilibrio de las potencias, sino pax romana.

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