No hay ninguna duda de que el senado patricio no sólo dejó acontecer estos cambios, sino que los tomó bajo su dirección, y que no sólo hizo resistencia a las fuerzas ascendentes (que sí la hizo), sino que las acogió conscientemente e incorporó los derechos y los deberes del mando. Hizo esto como siempre lo hace una clase política apta: formando en sí un ala progresista y un ala conservadora, y con este reparto de papeles, haciendo jugar las cosas hasta que estaban maduras. Desde la lucha por las leyes licinio-sextas, según las cuales, uno de los dos cónsules debía ser plebeyo, es claramente visible este juego de dos partidos en el patriciado; seguro que ya desde antes existía. En realidad, mediante la lucha de clases y mediante los éxitos de la plebe, no fue en modo alguno disminuido el poder de las gentes nobles, antes bien, acrecentado, pero, en todo caso, infinitamente aumentado el contenido y profundidad del estado, a cuyo frente estaban. La figura simbólica de toda la época se encuentra a su final: es el poderoso Apio Claudio el Ciego. Revolucionario y demagogo, como le quería hacer Theodor Mommsen (Investigaciones romanas, I), no lo era, por cierto, pero si un innovador, y muy audaz. Un carácter como el suyo no habría sorprendido en Grecia, pero en Roma resultaba muy extraño. Enigmático y contradictorio, Apio Claudio echó su consejo inflexible en el platillo de la balanza cuando Pirro ofreció la paz, construyó la primera de las grandes vías militares con las que Roma atravesó Italia, y sostuvo el Estado, dentro de la gran firmeza con que Roma se reedificó, constituyó y sujetó a sí misma. La historia de Roma en esta época transcurre en realidad no sin luchas internas, pero sí sin derrocamiento ni revolución. Las grandes fuerzas con esto no son quebrantadas, sino refrescadas. Las viejas formas no saltan, sino que se amplían y mejoran.
En la época en que en Siracusa, pero también en la democrática Atenas, se debieron organizar medios de masas para organizar secundariamente a las masas de la gran ciudad, para politizarlas y militarizarlas, la comunidad romana estaba ya formada por miembros realmente vivos en un logrado proceso volitivo que se extendió durante generaciones. Segura de su forma jurídica y fuerte, dura en el tomar y poderosa en la acción, capaz de todos los destinos, tensa y llena de futuro, Roma se había convertido en la máxima expresión de la firmeza y la decisión.
La esencia de este estado es sólo tocada en la superficie mediante la descripción completa de sus magistraturas e instituciones, de sus leyes y medidas. Maquiavelo tiene razón (Discorsi, I) cuando ve la razón de la grandeza de Roma en que no se ordenó a sí misma por completo y eligió mejor la perduración de las luchas y movimientos internos que una constitución definitivamente equilibrada. El misterio de su fuerza está en los hombres, en la existencia de una casta política que está tan a su gusto en el arte de dominar por instinto y experiencia, que tiene en la mano todas las situaciones en que puede estar el dominador, y cuyos intereses -digámoslo de modo enteramente realista- so´n tan idénticos con los de la comunidad, que con ésta se mantienen y caen.
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