La obra de arte dionisíaca habla desde Esquilo no sólo la lengua de Homero, sino que proclama su fe, y Zeus es en realidad su primera y última palabra. Por eso sería falso negar el origen dionisíaco de la tragedia. En oposición a un clasicismo excesivo, fue saludable acordarse de Dionisos y de todo lo que él trae de torbellino, muerte, dolor y placer desbordado, de las profundidades del sufrimiento y todo el caos de impulsos que el alma griega lleva dentro de sí. Pero igualmente necesario es poner el acento en el peligrosísimo momento de la irrupción del culto dionisíaco en la historia de Grecia y, por qué no decirlo, en la de Europa, que no sólo se volvió creador en el arte de la tragedia, sino que a través de ella fue superado. El hecho de la tragedia es también una victoria sobre las potencias de Asia, lo mismo que Salamina y Platea. Del mismo culto del dios, que parecía señalar el fin de lo griego antiguo, surge la maravillosa obra de arte de la tragedia ática, y con ella la nueva forma de los dioses olímpicos. Del mundo de las profundidades, el creador de la tragedia devuelve Zeus a los griegos.
La tragedia es en realidad un arte político no sólo porque aparezcan en sus versos por todas partes alusiones contemporáneas, indicaciones a amistades y enemistades del momento, incitaciones a hazañas futuras. Es política porque surge de la misma hora y, podría decirse, de la misma decisión que la propia polis. Por ello es, a lo largo de todo su ciclo, el órgano de la polis, su reflejo en el mundo del espíritu, e incluso su misma realidad sublimada... Cuando Platón, que está ya desviado de la polis y por eso duda del valor de la tragedia, llama al Estado la mejor tragedia, la más hermosa y verdadera (Leyes), y de ello deriva el derecho a expulsar a los poetas trágicos del Estado, habría que preguntar si no ocurrió precisamente lo contrario mientras ambas piezas estuvieron en orden: es decir, si no ocurrió en el teatro el acontecer político en su más alta verdad, y así fue la tragedia la polis mejor, más hermosa y verdadera, vivida como tal por el pueblo. Lo mismo que la fe en Zeus, en las viejas leyendas que representa la tragedia, brilla por todas partes la fe en la polis y la decisión política. La polis es siempre el protagonista oculto de la tragedia. La rigidez de sus mandatos, pero también la santidad de sus leyes, el peligro en que se halla por la maldición de los dioses y su salvación gracias al hecho liberador, forman el tema través de todos los destinos de los hombres y de las estirpes.
El más profundo símbolo de la proximidad de la tragedia a la polis es su simple contenido: el mito. Pues los héroes que han fundado la ciudad y la han conducido a la grandeza y que ahora descansan en el suelo santificado de la patria son precisamente los que el poeta trágico conjura desde la tumba y los hace hablar. Mientras sufren y actúan, los nietos, que hoy forman la polis, se ven a sí mismos a una luz más alta. Lo que cuenta el mito patrio obliga y sujeta al poeta trágico; Eurípides, el primero, ha pensado. Pero si Esquilo canta la guerra contra los persas ocho años después de que ésta sucediera resulta difícil decidir: ¿esta victoria, cuya gloria es puesta en boca de los enemigos, se convierte inmediatamente en poderoso mito, o el mito de la época heroica está para el piadoso sentido de los griegos tan presente y tan cerca que apenas hay distinción entre ambas materias? Una y otra garantizan que el juego no es inventado, sino que trata de realidades. Una y otra dan a cada figura, a cada rasgo, a cada palabra, el pleno brillo de la existencia real, que ningún producto de la fantasía puede tener. Y ambas cosas, el mito como la historia, no son cosa extraña que nos sale al encuentro, sino algo propio que se expresa, propiedad sagrada de la polis, a la que dicen: nosotros somos tú misma.
El contenido mítico de la tragedia incide a la vez en el misterio de su humanidad, tomada esta palabra en el sentido en que conviene a todas las grandes creaciones de los griegos. El mito en su forma sencilla expone por primera vez, allí donde es conformado por el poeta trágico, la existencia humana en sus formas fundamentales y fenómenos primarios, y las grandes materias trágicas se asemejan en esto a las figuras divinas: son, como decíamos de aquéllas, sendas totalidades de destino, pero cada una reflejada bajo una luz peculiar y distinta, concentrada alrededor de un núcleo propio, acordada con un tono especial. Prometeo, Edipo, Antígona, pero también Ayax, Medea, Electra: también es esto un Olimpo, un Olimpo de los casos puros de existencia y de destino humanos. Ni en un caso ni en otro se trata de formar tipos, sino que se ven formas primitivas de vida realzada, y no se construye un sistema, sino que se mide el círculo de la existencia concreta.
Como todas las formas sublimes de existencia humana, son las figuras de la tragedia siempre a la vez unidad y juego de daimon y destino. Y la serie de los tres grandes trágicos podría parecer casi como un triple intento de abarcar este misterio. La existencia del hombre -cual la ve Esquilo- no sólo está portada por las potencias divinas, sino plenamente influida por ellas; lo que le sale al paso en los destinos lo toma en su voluntad gracias a un ser emparentado, y sólo así surge como destino; pero también en la esencia del hombre están activos los dioses:la ordenación divina del mundo abarca al hombre completo, incluso cuando lo aniquila. O bien -como lo utiliza Sófocles- según va recorriendo su destino el hombre superior gana y mantiene su modo de ser, exactamente igual que el hombre inferior lo niega y pierde: y su caída confirma la dignidad que incide en lo íntimo de la vida. O del hombre mismo, es decir, de la dialéctica de su alma y de la problemática de su existencia, se saca la tragedia: así lo hizo Eurípides.
La tragedia es en realidad un arte político no sólo porque aparezcan en sus versos por todas partes alusiones contemporáneas, indicaciones a amistades y enemistades del momento, incitaciones a hazañas futuras. Es política porque surge de la misma hora y, podría decirse, de la misma decisión que la propia polis. Por ello es, a lo largo de todo su ciclo, el órgano de la polis, su reflejo en el mundo del espíritu, e incluso su misma realidad sublimada... Cuando Platón, que está ya desviado de la polis y por eso duda del valor de la tragedia, llama al Estado la mejor tragedia, la más hermosa y verdadera (Leyes), y de ello deriva el derecho a expulsar a los poetas trágicos del Estado, habría que preguntar si no ocurrió precisamente lo contrario mientras ambas piezas estuvieron en orden: es decir, si no ocurrió en el teatro el acontecer político en su más alta verdad, y así fue la tragedia la polis mejor, más hermosa y verdadera, vivida como tal por el pueblo. Lo mismo que la fe en Zeus, en las viejas leyendas que representa la tragedia, brilla por todas partes la fe en la polis y la decisión política. La polis es siempre el protagonista oculto de la tragedia. La rigidez de sus mandatos, pero también la santidad de sus leyes, el peligro en que se halla por la maldición de los dioses y su salvación gracias al hecho liberador, forman el tema través de todos los destinos de los hombres y de las estirpes.
El más profundo símbolo de la proximidad de la tragedia a la polis es su simple contenido: el mito. Pues los héroes que han fundado la ciudad y la han conducido a la grandeza y que ahora descansan en el suelo santificado de la patria son precisamente los que el poeta trágico conjura desde la tumba y los hace hablar. Mientras sufren y actúan, los nietos, que hoy forman la polis, se ven a sí mismos a una luz más alta. Lo que cuenta el mito patrio obliga y sujeta al poeta trágico; Eurípides, el primero, ha pensado. Pero si Esquilo canta la guerra contra los persas ocho años después de que ésta sucediera resulta difícil decidir: ¿esta victoria, cuya gloria es puesta en boca de los enemigos, se convierte inmediatamente en poderoso mito, o el mito de la época heroica está para el piadoso sentido de los griegos tan presente y tan cerca que apenas hay distinción entre ambas materias? Una y otra garantizan que el juego no es inventado, sino que trata de realidades. Una y otra dan a cada figura, a cada rasgo, a cada palabra, el pleno brillo de la existencia real, que ningún producto de la fantasía puede tener. Y ambas cosas, el mito como la historia, no son cosa extraña que nos sale al encuentro, sino algo propio que se expresa, propiedad sagrada de la polis, a la que dicen: nosotros somos tú misma.
El contenido mítico de la tragedia incide a la vez en el misterio de su humanidad, tomada esta palabra en el sentido en que conviene a todas las grandes creaciones de los griegos. El mito en su forma sencilla expone por primera vez, allí donde es conformado por el poeta trágico, la existencia humana en sus formas fundamentales y fenómenos primarios, y las grandes materias trágicas se asemejan en esto a las figuras divinas: son, como decíamos de aquéllas, sendas totalidades de destino, pero cada una reflejada bajo una luz peculiar y distinta, concentrada alrededor de un núcleo propio, acordada con un tono especial. Prometeo, Edipo, Antígona, pero también Ayax, Medea, Electra: también es esto un Olimpo, un Olimpo de los casos puros de existencia y de destino humanos. Ni en un caso ni en otro se trata de formar tipos, sino que se ven formas primitivas de vida realzada, y no se construye un sistema, sino que se mide el círculo de la existencia concreta.
Como todas las formas sublimes de existencia humana, son las figuras de la tragedia siempre a la vez unidad y juego de daimon y destino. Y la serie de los tres grandes trágicos podría parecer casi como un triple intento de abarcar este misterio. La existencia del hombre -cual la ve Esquilo- no sólo está portada por las potencias divinas, sino plenamente influida por ellas; lo que le sale al paso en los destinos lo toma en su voluntad gracias a un ser emparentado, y sólo así surge como destino; pero también en la esencia del hombre están activos los dioses:la ordenación divina del mundo abarca al hombre completo, incluso cuando lo aniquila. O bien -como lo utiliza Sófocles- según va recorriendo su destino el hombre superior gana y mantiene su modo de ser, exactamente igual que el hombre inferior lo niega y pierde: y su caída confirma la dignidad que incide en lo íntimo de la vida. O del hombre mismo, es decir, de la dialéctica de su alma y de la problemática de su existencia, se saca la tragedia: así lo hizo Eurípides.
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