Al volverse la Tierra redonda se vuelve también racional; al ser realmente circunnavegada se llena de experiencia verdaderamente real. Los contornos caprichosos y vaporosos que África, la India, las islas del Sudeste y la parte lejana de Asia tienen todavía en los mapas del siglo XV, van tomando trozo a trozo una figura determinada. Es como si levantaran muchas nieblas, y allí no había en realidad ningún otro camino de conocimiento que el de determinar el objeto precisamente en la aventura del viaje. Cuando el conquistador español Balboa, en el otoño de 1513, se abrió camino a través de la selva virgen en el istmo de Darién y vio el mar del Sur, se descubrió una nueva realidad, una verdad nueva: América como continente por sí y el gran Océano universal. Magallanes lo comprobó siete años más tarde al hallar realmente el paso por el Sur, largamente buscado, y emprender como primer occidental y, desde luego, como primer hombre (él y sus compañeros de travesía, claro), aquella navegación a través del Océano Pacífico, a cuyo final murió en las islas Filipinas: precisamente en el límite oriental del Viejo Mundo, desde cuyo Oeste había él partido.
Como en grande, los límites de los continentes y de los mares, así al pormenor se fueron aclarando las líneas de las costas, la formas de las islas, las relaciones y divisiones de las aguas. A cada paso hacia adelante cede el error, la superstición, el dogma y el relato maravilloso, ligeramente aceptado. Cuando los navegantes portugueses que envió el infante Don Enrique alcanzaron a mediados del siglo XV el Cabo Verde y lo hallaron de este color, se desvaneció la creencia de que la zona tórrida era desierta y deshabitada. El viaje de Magallanes fue un viaje contra el dogma de que la naturaleza misma había separado el Este y el Oeste de manera insalvable. Es grandioso ver cómo en la conciencia de esta generación, y a veces en una misma cabeza, se confunde la doctrina escolástica con la experiencia propia, la fantasía heredada con el descubrimiento. A veces se estorban entre sí, más a menudo, se apoyan, y el estímulo proviene a veces también de fantasmas; los errores fecundos son imprescindibles en la Historia de los descubrimientos. Alejandro de Humboldt ha glorificado, con razón, a Colón, lego en materia de geografía física, como un gran sabio en esta ciencia: la claridad de sus posiciones, el acierto de sus observaciones sobre la configuración de las masas de tierra, sobre la formación de las islas, sobre la distribución de las razas humanas. ¡Pero con qué curiosas ideas sobre la figura del globo, sobre la situación del Paraíso y sobre la historia de la humanidad, estuvo mezclada esta ciencia, precisamente en el espíritu de Colón!
De manera incontenible y a paso de ataque se amplía la imagen de la Tierra ante la mirada mejor dicho, ante la garra del hombre occidental. Las grandes hazañas se acumulan en tres decenios. Antes del fin del siglo XVI los ingleses y los franceses añaden a los descubrimientos portugueses y españoles la apertura de las bahías de Baffin y de Hudson; y los holandeses, en busca de un rodeo de Asia por el Norte, llegaron detrás de las ballenas hasta Nueva Zembla. Las costas septentrionales de los dos continentes y el espacio de la Terra Australis Incognita quedan sin esclarecer, lo mismo que el interior de las partes del mundo no europeas. Pero lo inexplorado es sólo resto mayor o menor, mancha blanca o línea punteada en el mapa. Lo mismo que los monstruos humanos, los esciápodos, cíclopes, pigmeos, también las islas de oro puro se retiran ante la experiencia. Las verdaderas maravillas de la Tierra aparecen en lugar de las historias fabulosas que habían ido pasando de libro en libro. En una red de grados que los instrumentos aprenden a determinar con exactitud, también en alta mar es abarcada la Tierra; una magnífica hazaña occidental: así, el hombre indoeuropeo, desde el principio, no se ha limitado a aceptar el mundo, no lo ha divinizado o humanizado desbordantemente, sino que lo ha cubierto con la actividad de sus categorías y sólo mediante ello ha llevado a florecer la realidad que está oculta en el mundo. La realidad es siempre un regalo, pero siempre también una hazaña, una ganancia y un botín.
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