Ya hemos hablado anteriormente de la "otra transmisión hereditaria" que se realizó desde el pueblo judío a la comunidad cristiana. Esta herencia, a través de Contantino el Grande, se continúa adelante y es transferida por Roma al Occidente. Refiere toda la religión a Reino de Dios, que se ha acercado y está metido en la historia Es, por consiguiente, también una translatio imperii, y en esto viene a desembocar junto con la hereditariedad de os reinos terrenales. La tremenda fuerza universal en que ambas corrientes hereditarias son juntadas y transmitidas al Occidente.
Rasgos muy esenciales en la realidad, en el destino y en la conciencia de sí de imperio medieval proceden precisamente de la teología de Reino de Dios. Es decisivo que ya para San Pablo y su grupo el Reino de rios está presente como cuerpo místico de Cristo, desde que ha comenzado el nuevo eón de la salvación; por consiguiente hay en la historia terrenal un destino eterno, la voluntad de Dos se revela en ella como profecía y cumplimiento, y en lugar de la escatología judía aparee la metafísica cristiana de la historia. Igualmente decisivo es que San Agustín proclamara la Civitas Dei como el sentido trascendente de toda la historia de la humanidad, y su realización y su victoria predestinada como sentido inmanente. Pero sólo el imperio medieval de los alemanes se ha lanzado audaz y fielmente con esta fe a una historia llena de Dios, por él causada y entregada a Él, y ha identificado su existencia y su conciencia con aquella fe. El imperio de Carlomagno, por el contrario, da la impresión de un ordenamiento de firme arquitectura y hábilmente administrado de estilo práctico-piadoso, como una economía doméstica de formato europeo. Sólo el imperio de la nación germánica, por modestos que fueran sus inicios con Enrique I, hace saltar la chispa de una política de realidades metafísicas, florece en audacias en nombre de Dios, sitúa su honor en objetivos lejanos, y pone en juego su cuerpo y el cuerpo mismo del imperio. Esto es lo que tiene de magnífico y también su fatalidad, y esto lo es a la vez del pueblo alemán. ¡qué serie de emperadores, desde luego, que no todos grandes como soberanos ni aun como hombres, pero en conjunto una bien calibrada serie de las posibilidades de una existencia regia (solo que no hallaron su Shakespeare), representada en todos los temperamentos y dotes, en todas las hazañas y debilidades del alma humana al someterse, de modo responsable, al encargo de Dios! ¡Qué cadena de destinos: muerte temprana en los malogrados, traición de los hijos, hermanos y parientes en el trono, golpes de fortuna que arrastran a la locura, proyectos amplios, que a través de claras derrotas son alcanzados por la fuerza de las cosas mismas!
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