EL REINO DE DIOS EN LUCHA

En los desórdenes del siglo IX se agotó el imperio carolingio.  El esplendor del Reino de Dios en Occidente es verdad que se oscureció, pero no se apagó.  Pasó a través de muchas confusiones al pueblo menos mezclado, mas fuerte y cerrado que existía en aquella época de pueblos y lenguas nacientes en Occidente, que se iban separando unos de otros; estos fueron los alemanes, a pesar de toda la flojedad de su estructura política, a pesar de todas las contraposiciones de estirpes y clases, a pesar de toda la ventaja que en cuanto a unidad nacional y fuerza fueron tomando las demás naciones en los siglos subsiguientes.  El Sacro Imperio Romano de la Nación Germánica encontró, por primera vez, en el siglo XI su nombre, pero sus cimientos estaban echados desde que el duque de los sajones, Enrique, había asegurado su reino germánico mediante hazañas de ordenamiento y defensa, y su historia europea comenzó con Otón el Grande.  En la situación confusa y muchas veces más tarde disputada de modo abierto y disimulado entre la herencia, por el derecho de sangre y la libre elección de los grandes, pasó de los sajones a los salios y a los Staufen, y estuvo así continuamente en peligro, más siempre comenzando de nuevo y siempre con nuevas fuerzas que se consumían de modo despilfarrador  Se convirtió en cosa del pueblo alemán en un doble sentido: para su gloria y para su amargo destino.
Su pretensión venía, desde el principio, es decir, desde la coronación imperial de Otón; en él se renueva el imperio de Occidente de Carlomagno.  De esta primera pretensión, surge pronto, definitivamente, en el siglo XI la segunda y más alta: el imperio de los emperadores alemanes es el romano, que de los griegos había pasado a los francos, y de éstos a los alemanes.  Su soberanía por ello, abarcaba todo el orbe terráqueo, ahora convertido en cristiano, y conforme a la profecía de Daniel, durará hasta el fin de los días; pero de todos modos, tiene la supremacía sobre todos los reyes y el derecho de protección sobre toda la cristiandad.  Hay que dudar, desde luego, si tal pretensión se cumplió en alguna de las explicaciones que fueron dadas de ella, es decir si el imperio medido sobre la idea de él fue alguna vez realidad.  Los demás reyes del Occidente no estaban, en realidad, sometidos al emperador, ni siquiera a él obedientes.  No era la regla, sino la rara excepción, que le rindieran homenaje como vasallos.  Mucho más frecuentemente, y cada vez más, su fuerza crecía, mientras que la del emperador decaía.  Los reyes de Francia, en lucha contra el impero, reclamaron plenamente la sucesión y la herencia europea de Carlomagno para sí mismos; y el tiempo laboraba por ellos. Inglaterra era, aparte de esto, una pieza autónoma de Occidente, y lo fue cada vez más cuanto más claramente e fue desplegando el modo de ser allí importado, y más se despertó la voluntad de poderío nacional; ya lo hemos dicho: a la vez, una parte del Occidente y su antagonista.
Pero no fue, desde luego, el firme poder dominador lo que dio al imperio su aureola de autoridad universal y lo convirtió en centro del Occidente.  Sino que centro del Occidente, aún cuando como estado se hallara entre los estados impotente como una sombra, lo era en cuanto portador de su misión divina, como Sacro Imperio, como Reino de Dios.  Y en tanto se sentía así, no hablaba sólo el lenguaje teológico, que desde Pablo y San Agustín se había desarrollado, tampoco disfrazaba, como hoy se diría, objetivos imperialistas con una ideología religiosa, sino que estaba dedicado a su contenido de historia universal y a él se confesaba dedicado.

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