CARLOMAGNO Y LA IGLESIA

Ya hemos dicho que el Pontificado, al mantener contra toda potencia temporal, incluso la del emperador, su propia soberanía y universalidad, no era sólo un partido, sino que representaba la causa, esto es, la ley de formación del joven Occidente.  Al Reino de Dios, ya al de la teología agustiniana, pero en el fondo, al de la realidad carolingia, pertenecen lo dos polos y pertenece la tensión entre ambos.  Esta tensión ya está viva en la primera hora, es decir, en la coronación imperial, todavía sin hacerse rígida ni confusa por las luchas ulteriores.  El Papa rindió homenaje, según el ceremonial bizantino, al emperador, arrodillándose después de haberlo coronado.  Pero era él el que coronaba, y de él partía la decisión para ello.  Carlos no hubiera acudido, nos delata Eginhardo, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir.  Su capital era y seguiría siendo Aquisgrán; a su hijo Luis lo coronó allí más tarde él mismo.  A partir del Norte había él unificado el Occidente, desde el Norte había él llegado al antiguo centro del mundo como a una frontera, y desde el orte había tomado en sus manos la protección de la Iglesia, del Papa y de su territorio.  no como sucesor de los emperadores romanos, sino como rey de los longobardos dominaba él en Italia.  El Papa León III representa ambas cosas: la dignidad de la ciudad imperial y la potestad de las llaves de Pedro, la eternidad terrena y la celeste, para convertir la gracia de Dios ganada por propia mano de Carlos en prestada, y para dar al centro, que era Roma, el equilibrio con el otro centro, y aún la supremacía  sobre él.  todas las luchas ulteriores ya están aquí contenidas, pero aquí son todavía pura tensión, pura figura: la figura del Reino de Dios en Occidente.  Con la despreocupación del que tiene la gracia de dios, divide Carlos su imperio entre sus hijos, lo mismo que cualquier rey de los francos de antes; en el imperio apenas parece pensar.  El siglo que sucede a su muerte está lleno de divisiones de herencia, guerras entre hermanos y rebeliones como la época merovingia; es una casualidad sin consecuencias si el imperio, por breve tiempo, viene a dar en una sola mano.  Todas las fuerzas particularistas y de rivalidades que viven en el espacio occidental son removidas por las luchas dinásticas y ahora imponen la división: las viejas tribus, las lenguas nacionales en formación, las diferencias de cultura superadas, las familias nobles sujetas.  Desde fuera irrumpen los enemigos; magiares en el Este; normandos en el Norte; sarracenos en el Sur.  Estos estrechan aún más al Occidente, y en parte, penetran en sus países más centrales.  También la Iglesia, con sus triunfos sobre la potestad imperial debilitada, saca sólo ventajas aparentes.  Es arrastrada a la decadencia; poco después de que Nicolás I la ha levantado a su validez mayor y a pretensiones aún más elevadas, comienza su obscurum saeculum.  Muchas listas de obispos se interrumpen, el Pontificado se hunde en las luchas de los partidos de Roma, la educación y las artes se refugian en los monasterios.  La obra de Carlos, tomada en todo su gran conjunto, es, por consiguiente, exclusivamente suya, y muere al morir él.  Pero el sentido de su obra perdura e influye en el futuro.  
La historia del Occidente no recae del todo en la pluralidad de los reinos nacionales.  Desde luego, que todavía una vez, y de modo definitivo, se hace pluralidad, es decir, la pluralidad de los pueblos europeos.  Pero que en Occidente haya un emperador por encima de todos los reyes, un imperio y una Iglesia católica, este pensamiento ha sobrevivido siglos a aquél en que nació la obra de Carlomagno.  Su último y muy abstracto derivado es la idea de que el Occidente es uno y está en conexión; es abstracto, pero no vacío, seco, pero obligatorio, axioma de la conciencia, del honor y de la existencia de Europa.

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