CARLOMAGNO (III)

Ahora queda salvada la época de los disturbios y terminada la época de decadencia.  El Occidente como criatura histórica, llega a la vez a mayoría y a la libertad, y llega a esto por su propia fuerza.  Con el Basileus de Bizancio, que hasta el momento era el único que pretendía el título de emperador de lso romanos, se trata ahora con firme lenguaje, lo mismo cuando se lucha con él por trozos de Italia que cuando se buscan con él arreglo y paz.  El imperio de Occidente se presenta como de igual derecho ante el de Oriente, e incluso con el derecho preferente de la juventud.  El pensamiento de que el mundo está viejo y corre hacia su fin, desaparee de los ánimos.  Fuerza joven en comparación con el imperio romano tardío lo era la germanidad desde el inicio.  Pero ante la historia no vale el concepto biológico de la juventud, sino sólo el moral.: sólo, después de que resistió su primera crisis y maduró hasta tener hazañas propias sobre la herencia recibida, actuó la germanidad como fuerza joven y se sintió tal.  El imperio romano de Carlos es para aquél que lo coronó, para la época y, en cierto sentido, para él mismo, una repetición y una continuación, es decir, la continuación del imperio de los Augustos, pasando por encima de los siglos en los que en el Oeste no existió ningún emperador.  La época y la posteridad lo entendieron así, la teología lo construye así, y, especialmente, desde Roma, existe interés en mantener esta tesis.  Pero más tarde, el pueblo de la ciudad de Roma, sin embargo se ha comportado como el sucesor en derecho del populus Romanus, que tiene que proclamar sucesor a los emperadores.  Mas, para todo el que no pensaba de un modo anticuario o quería derivar de la ficción de la continuidad derechos adecuados, la continuidad era, ante todo, una innovación, la repetición, una innovación.  Formado alrededor de sus propio núcleo septentrional, crecido de su propia fuerza, el imperio de Occidente ha aceptado la herencia de Roma.
Estrechada en el Occidente, pero en él era universal la Iglesia pontificia.  Ella no sólo continuaba el brillo y la gloria de la Ciudad Eterna, no sólo repetía, sino que la renovaba y rejuvenecía al construir una potencia mundial propia y una autoridad que se llamaban Roma en un sentido nuevo y que se había decidido resueltamente por el Occidente.  La victoria de Carlos sobre los lombardos y la concentración del Occidente como imperio en sus manos, evitó a la Iglesia dividirse en Iglesias nacionales y le devolvió la universalidad por la que siempre habían luchado sus mayores Papas y mensajeros.  El nuevo peligro de que se convirtiera en Iglesia imperial carolingia, se produjo desde luego, inmediatamente.  La naturaleza dominadora de Carlos cuidó de que este peligro no se quedara en su sombra.  Su sana piedad se conciliaba buen, desde luego, con una sana voluntad de poderío, también en lo que respecta a la Iglesia.  Dominó sin ningún cuidado sobre la Iglesia por cuyas propiedades y bienestar cuidaba. El sueño de Bonifacio de una Iglesia libre, que  la vez fuera universal, no llegó a cumplirse en la realidad de la Iglesia universal.  Carlos organizó por sí mismo obispados y monasterios, nombró obispos y abades, dispuso libremente de bienes eclesiásticos, además, confió a la Iglesia por todas partes, misiones educativas, pero también intervino en todo, y cuidó por su propia mano de la disciplina de los clérigos y del culto divino, se inmiscuyó en querellas dogmáticas, presidió personalmente sínodos.  En el sínodo de Fránkfurt se constituyó a sí mismo en la cuestión de la cristiandad occidental, contra la errada ortodoxia bizantina, e incluso contra las indecisiones del Papa.

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