Y EL OCCIDENTE SE MULTIPLICA Y RECONSTRUYE

Es rasgo común a todas las potencias que se forman de nuevo o se transforman en este siglo de la época complicada, que tengan que imponerse a través de tremendas crisis, con muchos intentos fracasados, en parte más bien  fuerza de tenacidad, en parte a consecuencia de golpes de fortuna, pero, una vez que se habían impuesto, eran sostenidas pro la misma tensión del conjunto; una realidad más que de hecho, a saber: una significación funcional para todo el espacio de Europa entera y exactamente un sentido universal de nuevo cuño les corresponden entonces, en parte como prolongación del antiguo orden en Occidente, pues éste es también en sus revoluciones muy conservador.  Sería falso afirmar que el Occidente, después de haber sido unidad en la Edad Media, quedó dividido por fronteras que ya estaban trazadas o que fueron delimitadas por la acción y el acaso, y que, por decirlo así -puesto que siempre siguió siendo una unidad-, se convirtió en un mosaico.  Antes bien, lo que ocurrió es que centros de fuerza que ya hacía largo tiempo que en él eran activos, se cargaron de superior potencia, surgieron otros nuevos y atrajeron hacia sí espacio y poder, y el Occidente así no se dividió en partes, sino que se multiplicó como una figura con vario puntos de gravedad, como un campo de fuerzas con vario focos, y de todas maneras en un sistema cada uno de cuyos miembros influye en el todo.  En caso extremo -y siempre se dio de modo latente tal caso-, ese universalismo quedó abierto al conjunto.  Todas las potencias tienen allí la tendencia de convertirse en grandes.  El imperialismo está siempre allí como una posibilidad.  La monarquía universal europea es un caso límite que atrae siempre.
Con ello ya esta dicho que ese nuevo universalismo es completamente distinto del del Imperio medieval.  En primer lugar, por su ley estructural: no es unidad alrededor de un centro dado, sino antítesis de muchas fuerzas y ambiciones; el centro mismo, el Imperio, es arrastrado de modo incontrastable a la nueva situación y se convierte en fuerza entre fuerzas, pretensión entre pretensiones, y vale tanto o tan poco como tiene de fuerza.  Después, según su contenido ético: a través de la existencia de los hombres que actúan "sopla ya el aire cortante de la historia moderna"; esta frase que Ranke dice en relación con Felipe el Hermoso, se puede aplicar a Carlos de Anjou, a Carlos IV, a muchos Papas, a no menos reyes de Inglaterra, y puede hacerse pasar también de las personas a los estados mismos. Finalmente, por el derecho y la autoridad que inviste de ella lo que realza a estas potencias a su rango universal y las mantiene en él, sino que en la lucha surgen empujándose unas a otras, se sostienen momentáneamente y se instalan a sí mismas en el derecho.  Así queda fundada su existencia en la decisión de las armas, y muchas veces en la casualidad dinástica, siempre sobre la voluntad de las grandes personalidades y sobre la fortificación de facto de un orden establecido.  Es comprensible que tal sistema siempre sigue siendo lábil, y que tal juego siempre produce perdedores: así, en el siglo XIII, el poder de los Anjou en el Mediterráneo; así, en el XV, la soberanía de la nueva Borgoña; así, en el Sudeste, la mayoría de los intentos de formar una gran potencia... Todos excepto los Habsburgo.
Estos siglos de la tardía Edad Media son el caso paradigmático de una evolución histórica que es revolucionaria, esto es, que transforma realmente una estructura entera, pero que no acaece en movimiento declarado ni por na voluntad, sino como misteriosa fijación de centros de poder y de gravedad.  Cada parte, cada excitación y, además, cada irrupción en la Edad Moderna permanece dentro del conjunto del orden medieval o conserva, al menos, su envoltura exterior, y, con todo, todas las partes operan violentamente unas contra otras y contra el conjunto: es como si se modificara totalmente a partir de su masa interna, sin que se rompiera la superficie.  Reforma, la gran consigna de la época, debe de ser entendida en este sentido revolucionario.  En las armaduras y trajes medievales y, además, en los corazones y los sentidos medievales, surgen nuevos rostros: calculadores, sin escrúpulos, individuales.  El arte lo muestra claramente.  La Escolástica sigue construyendo y cada vez con más audacia, pero el espíritu humanista, la ciencia moderna de la naturaleza, la piedad subjetiva, se despiertan en ella; en este momento, precisamente cuando encierran un nuevo contenido, sus formas producen un efecto rizado, como el gótico tardío.  Los estados, aún los más grandes y avanzados, se mantienen en lo hondo del feudalismo y complican más en éste.  Pero dentro de él los príncipes y sus consejos edifican lentamente la política racional, primero, como cuerpo extraño; después, como armazón que sostiene; finalmente, como estructura que todo lo domina.  Todo avance hacia elementos modernos actúa como oportunidad en la lucha de fuerzas, aun cuando ésta no sea siempre de modo consciente reconocida como tal.  En la lucha de los estados, y a menudo en el interior de cada uno de los estados mismos, pero también en cada obra de arte, en cada sistema de pensamiento, en cada alma, luchan las épocas como luchadores que se devoran entre sí.  De estas luchas, con muchos retrocesos y reacciones, procede la estructura moderna del Occidente.  Mucho hay en ello de acaso, y todo se plantea sobre la realidad de las victorias y derrotas.  De realidades y decisiones se construye el Imperio de la razón.

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