Si se pudiera conquistar el Universo y repartirlo en esferas de influencias mientras se lo descubre, se tiene el sentimiento de que el tremendo dispararse del Occidente hacia la lejanía, que entonces ocurrió, lo hubiera intentado también. Pero como allá no hay ninguna circunnavegación de hecho, parece que tampoco es posible una toma de posesión, sino sólo una contemplación teórica del infinito, y hacia ella se lanza el espíritu occidental con toda su fuerza. con el telescopio, con el experimento, con las matemáticas infinitesimales, se intentan navegaciones hacia lo infinito, rivales de aquellas a que se atrevieron los que dieron la vuelta navegando alrededor del mundo.
Y lo mismo que allí había que luchar contra la mezquindad de los marineros amotinados, que sólo observaban siempre que iban alejándose de la segura Europa, también en esto había que luchar contra la mezquindad de la doctrina de Ptolomeo, contra la imagen del mundo que él había defendido y que la Iglesia había hecho suya. A través del infinito se cierra un circuito de energía occidental: allí u circuito de la voluntad que es más fuerte que el Oceano, aquí un circuito de conocimiento concentrado, metódico, que se disciplina a sí mismo y después se confía a sí mismo también.
Pero no se olvide, sin embargo, el voluntarioso acento activo y hasta codicioso de dominio, que resuena en la palabra y en la realidad del descubrimiento -cosa completamente occidental-, que o tiene paralelo en ninguna otra cultura.ni tampoco en la antigüedad, cuyos descubrimientos del anteojo y del experimento físico son hazañas viriles, a parte del ánimo moral que había que demostrar para confesarlos. Atacan y se imponen. Desvelan lo que no se revela a a sí mismo; conquistan lo que no se entrega voluntariamente, toman sin misericordia a la naturaleza en las tenazas de la observación artificiosa y de las matemáticas, y si, a veces, durante un momento se detienen en la felicidad de la contemplación teorética, arrancan al objeto de su contemplación a su misterio de un modo extraordinariamente violento. No la noble curiosidad de los griegos, tampoco su poder de intuición y su don de pensar de modo objetivo, sino una voluntad de poder vive en la ciencia occidental. Hasta en cada una de las formaciones conceptuales puede descubrirse tal voluntad, y en el inicio, cuando se apresta a sus primeras grandes hazañas, se muestra claramente de sus formaciones conceptuales pude descubrirse tal voluntad y en el inicio, cuando se apresta a sus primeras grandes hazañas, se muestran claramente. Es como si el hombre tuviera e su mano las realidades de la caída libre y de la palanca, pero también hasta los movimientos de las estrellas en el universo, al representarlos en un sistema de comparaciones exactamente como si tuviera la esfera terráquea en la mano y la llevara alrededor. E incluso se intentó recibir en la mano a la naturaleza, en grande y en pequeño, en todos sus atractivos y en toda la eternidad de su estructura. Su pudiera tal cosa ser posible sólo por el camino que destruye la intuición sensible y renuncia a toda figuración, no importaría nada. Hay que traducir la plenitud de la naturaleza en símbolos abstractos, a ser posible hay que representarla en cifras, pues sólo entonces se la tiene en la mano. Conocerla significa calcular, construir, organizar en el pensamiento: que sólo se conoce lo que se fabrica no es un simple axiona, pero sí es, por cierto, una verdad occidental.
Al comienzo está aquí también la fe. Por ella es soportada y alimentada toda voluntad de conocimiento. También en este punto se tiene antes la fe, y se cree para conocer. No sólo los grandes contenidos: que el universo es infinito, que la tierra es redonda. También en este punto la verdad está al principio mezclada con mucho Aristóteles y mucha escolástica, con muchos errores fecundos o sólo accesorios. Muchas veces, precisamente, la confianza en las matemáticas condujo a errores, aparte de que las demostraciones geométricas muy a menudo eran sólo imágenes y los cálculos meros juegos con los números. Muchos de los descubridores, aún de los más grandes, son en la mitad de su ser humanistas. Interpretan más de lo que investigan; una concordancia con un escritor antiguo es para ellos más importante que un experimento autónomo. Además, los investigadores más afortunados se dejan coger a veces en errores propios. Galileo consideró su doctrina de las mareas la más concluyente de todas las demostraciones del doble movimiento de la tierra, y precisamente ello es un error. De manera sumamente curiosa, de descubrimientos de hechos aislados y de audaces hipótesis, de firmes ideas figurativas y de la lucha por la justa interpretación de la Biblia, surge la ciencia nueva, aquella silenciosa hazaña, ocurrida, sin embargo, con toda publicidad del espíritu occidental, que es mucho más que un logro profesional de la razón, ya que es la declaración de la soberanía de ésta, y con ello una nueva situación vital.
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