No sólo en el siglo XIII, sino todo el segundo milenio a. de C. es una época de violentas migraciones de pueblos. Y estos movimientos no proceden sólo, como el impulso de los ilirios, desde Europa Central hacia el Mediterráneo, sino que avanzan en amplio frente desde el interior del Continente contra el mundo entero de las antiguas culturas superiores y de los modos de vida mediterráneos, penetrando profundamente en éstas y envolviéndolas en un gran arco que abarca el Oriente, al avanzar hacia Irán y el valle del Indo. Los que realizan tales invasiones no son de ninguna manera sólo indoeuropeos, pero la entrada de los indoeuropeos en la historia se realiza con ellas, y en eso precisamente consiste su dimensión en la Historia universal. Por ello, es dominante en las invasiones del segundo milenio la dirección de norte a sur; desde luego que con las más diversas desviaciones, según el punto de partida, el de penetración y el objetivo. No es tampoco la única, sino que se cruza continuamente con corrientes que van en dirección de Este a Oeste y de Oeste a Este. Sin éstas no se podría comprender la historia del mundo egeo, e incluso las catástrofes en Creta. Además, los pueblos marginales nómadas y seminómadas penetran en oleadas siempre nuevas, las tribus montañesas de las mesetas de Armenia y Kurdistán, desde el Norte y el Oriente, los beduinos semitas, desde el Sur, en las tierras civilizadas de Siria y Mesopotamia. Tales empujes de los territorios marginales llaman a la puerta con ritmo irregular y caótico desde el principio y a lo largo de la historia de Mesopotamia, y convierten en el tema continuo de ésta sus ataques victoriosos, invasiones, cambios de dominio, caída de dinastías y desplazamientos del punto de gravedad política.
Pero en medio de estos movimientos en la cercanía y a lo lejos y en las más diversas direcciones aparecen ahora -y esto es lo nuevo- expediciones que proceden del mundo nórdico y buscan el Sur. Estos son los indoeruopeos. No son en absoluto siempre tribus enteras o incluso pueblos en migración, sino que muchas veces son sólo tropas que se han desligado del conjunto a las órdenes de caudillos aventureros, bandas sueltas de vencedores, que irrumpen en las provincias civilizadas cuya riqueza los atrae. Atraviesan rápidamente la tierra de nadie, que se cierra tras su paso sin dejar señal, y por eso sus campañas transcurren como subterráneamente, y aparecen de repente a plena luz allí donde los intrusos con sus nombres y sus rostros incoeuropeos se consolidan como casta guerrera, raza dominadora o dinastía.
Una migración grande y evidente fue, sin duda, aquella que desde el hogar más oriental de los indoeuropeos condujo las estirpes arias por una parte del Punjab y por otra hacia el Irán. Al desgajamiento de los dos pueblos de los arios iranios e indios precedió un período común en el que se señalaron importantes rasgos y notas culturales de los ulteriores pueblos y de sus culturas. El desgajamiento de la unidad y la marcha hacia sus sedes históricas, comenzó, desde luego, después del año 2000. Hacia el 1500 brotan de las profundidades del espíritu indio los más antiguos entre los himnos religiosos que se han conservado en la colección de los Vedas. Se deslizaron muchos errores románticos, pero fue simbólica exactitud que la ciencia romántica del siglo XIX descubriera precisamente en la sabiduría india la unidad de los indoeuropeos y la realidad de su significación en la historia universal.
También en el ala occidental de los movimientos indoeuropeos se trata de un fuerte empuje de tribus enteras. Contemporáneamente con las invasiones de los arios hacia el 2000 a.C., se desbordan bandas emigrantes indoeuropeas desde el Norte, en varias oleadas, sobre la península balcánica, y la ocupan como casta dominante, aunque no sin lucha, pero de tal modo que marcan en la mayoría de los territorios griegos, hasta la costa sur del Peloponeso, su fuerza de caracterización política. Pero estos "primeros griegos" entran en un mundo cuya población y cuyas características espirituales, aun allí donde no han sido como en Creta arrastradas hasta ser formaciones de una cultura elevada, muestra una capacidad de terca resistencia y la fuerza de volverse siempre a imponer. La población preindoeuropea que los griegos llamaron más tarde léleges y carios y que percibían bien que eran el sustrato de su propia cultura, penetra con su sangre y con su espíritu como un rasgo bien marcado en el modo de ser griego más primitivo. Es como si la tierra, cargada de vida con exceso por los cultos ctónicos, emanase tan poderosas fuerzas que no fuera posible construir sencillamente sobre ella como dominadores sin tomar nada en cuenta. En la arquitectura, en la lengua y sobre todo, en el mito y en el culto, en las figuras divinas y en los ritos sepulcrales,, se mezcla evidentemente lo prehelénico con lo indoeuropeo. Cuatrocientos años después crece como producto maduro de esta mezcla la cultura micénica.
Pero, entre tanto, el frente desbordado de los indoeuropeos viene a dar sobre el imperio de Babel, que Hammurabi en el siglo XVIII había levantado una vez más hasta las alturas de la grandeza, y antes sobre aquel mundo cambiante pero de terca vitalidad, de pueblos y estados en las montañas del interior de Anatolia y de Armenia, que no había sido sometida definitivamente nunca ni siquiera por Babilonia ni por Asiria, sino que más bien había aprovechado toda interrupción del poder imperial en Mespotamia para agresiones y guerras y para la creación de estados autónomos, lo mismo que Elam al Este. La fuerza política del imperio babilonio está en decadencia en el siglo XVII, pero se mantiene el poder de su cultura: precisamente entonces se extienden lengua y escritura, arte y comercio desde Babilonia por todo el Asia Menor. Pero el mundo anatólico acampado al Norte fue incapaz, como demuestra toda su historia, de provocar formaciones duraderas de gran formato, si bien se impuso con la máxima fuerza en las mezclas en que entraba, y es de un efecto formalmente duradero, sobre todo lo extraño que cae bajo su influjo. Sus logros, especialmente las figuras de los dioses y las formas de culto, se acreditan allí donde influyen (y llegan muy lejos); se imponen como un color terco. Sus movimientos religiosos avanzan o se deslizan por los países como una epidemia.
Es ésta una zona intermedia; por eso la penetración de las invasiones indoeuropeas no lleva a fundaciones milenarias, ni tampoco a creaciones particulares, ni siquiera a mezclas equilibradas como en Oriente y en la Grecia primitiva. Es sólo como una descubierta audaz, que desde el principio se consideraba abocada al fracaso, si es que en la historia sólo se ha de llamar éxito a aquello que se mantiene como empezó a través de toda una edad, que es mucho decir. Se trata evidentemente, no de pueblos enteros, sino de grupos guerreros que irrumpen desde la vida errante en el mundo de la cultura, con una técnica militar y un armamento superior, y, ante todo, con una fuerza de agresión extraordinaria. Se instalan como señores o como nobleza guerrera sobre estados y ciudades indígenas, conquistan las fortalezas y toman sus tronos. Pero el espacio conformado de la alta cultura los absorbe y el contagio del mundo anatólico los invade desde abajo. Son envueltos, mimetizados, devorados. También allí donde el ataque indoeuropeo provoca verdaderamente una creación política nueva, también en el imperio hitita, opera de un modo incontrastable la asimilación del país y del pueblo indígena.
Por eso es el Asia Menor, durante los milenios siguientes, el punto más flaco de la expansión indoeuropea. Allí se absorben las primitivas penetraciones indoeuropeas, como más tarde los frigios y después los celtas, en el extraño solar asiático.
También del segundo milenio es el surgimiento de los grandes imperios antiguos y de las entidades estatales que intervinieron desde antiguo en el juego político de la zona, creando un sistema de vasallos, esferas de influencia o antagonistas. Precisamente es en este momento cuando, tanto la cultura babilónica como la egipcia alcanzan hasta los límites máximos su expansión por el Asia Menor. También el cuadro de la política está determinado por las antiguas potencias y sus escuderos; desde mediados del milenio principalmente por el Egipto de la XVIII dinastía, que entonces comienza por primera vez su expansión imperialista; el joven imperio hitita se encuentra arrastrado por la fuerza al juego político universal del antiguo Oriente.
Frente a esto, las migraciones indoeuropeas en este territorio so como líneas de fuerza subterránea, que sólo relampaguean a trozos. Pero debemos tener siempre presente que lo que sorprende en la Historia no es lo principal y que lo esencial en ella es siempre lo invisible. Las bandas indoeuropeas actúan donde aparecen o donde puede deducirse su existencia, como un motor completamente nuevo entre las viejas potencias. No sólo la intensidad guerrera y la fuerza de construcción política que traen consigo, sino que también los efectos inmediatos que produce su empuje, significan una subversión en el mundo del Asia Menor. Es como si en un territorio que iba desarrollando desde hacía un milenio sus seculares formas políticas y sociales y había marcado claramente su propia ley de vida, hubieran sido echados dos puñados de una sustancia completamente extraña y de maravillosos efectos. Realmente, el estado del viejo mundo cultural, incluso el de Egipto, fue profundamente cambiado por la penetración indoeuropea y sus efectos inmediatos, lo cual se percibe sin ninguna duda a mediados del segundo milenio.
Esta penetración sucede en dos oleadas principales. Ambas son parte de la gran migración indoeuropea, pero por lo demás son completamente independientes entre sí. Son realizadas por grupos en absoluto distintos y siguen, partiendo de orígenes diversos, diversos caminos. Sólo en su término, en la propia Asia Menor, se terminan aproximando la una a la otra y se entrelazan sus consecuencias.
Hacia mediados del siglo XVII a. de C. un fuerte empujón desde las montañas de Noroeste alcanza al reino de Babilonia y le pone fin. "Contra Samsuditana (último rey de la dinastía amorrea de Babilonia) y contra el país de Akkad marcharon los Hattu", dice la crónica babilónica. Los atacantes son los hititas del Asia Menor Oriental; allí, a comienzos del milenio, había sido fundado por grandes reyes su primer imperio. Su lengua, dividida en dos dialectos principales, nos es conocida por las tablillas cuneiformes. Se trata de indoeuropeo occidental, pero empapado, tanto en el léxico como en la estructura, tan fuertemente de elementos anatólicos, que su carácter indoeuropeo sólo se transparenta a veces. De la misma manera el tipo corporal de los hititas que encontramos en las representaciones indígenas y en los cuadros guerreros egipcios de la XIX dinastía, delata casi puro el tipo anatólico. Por consiguiente, una invasión indoeuropea muy temprana se instaló allí como tenue capa dominadora sobre una población asiánica. Se extranjerizó casi hasta volverse desconocida; tomó también el nombre del país y del pueblo (pues éste era preindoeuropeo), pero bastó para, por lo menos durante medio milenio, engendrar un empuje político y una capacidad de crear un imperio que es por lo demás impropia del mundo anatólico.
El empuje de los hititas en el siglo XVII inundó Siria y Senaar, derrumbó el imperio amorreo, en Babilonia, y , después, retrocedió hacia Anatolia y cedió la Mesopotamia a los cassitas, que procedían de las montañas del Este, y cuyo dominio duró durante siglos sobre el decaído imperio babilónico. Pero el imperio de los hititas aparece en adelante como una potencia de variable grandeza en las luchas contra Assur, contra Mitanni y contra los estados del Asia Menor y Siria. A partir del siglo XVI se convierte en un gran Imperio, cuyas luchas, acuerdos de paz y tratados con Egipto y las potencias del Asia anterior aparecen a la luz de la historia. De su ruina, hacia el 1200, en la época de la migración de los frigios y del movimiento de los pueblos del mar, ya hemos hablado. Las lagunas de las fuentes ciertamente no permiten caracterizar con toda claridad el estilo político de este imperio. A una fortaleza plenamente lograda nunca se llegó; fuertes vacilaciones y retrocesos de su potencia son su característica. Lo mismo que el tipo racial de los hititas, su estado está mucho más definido por sus caracteres asiáticos que por la tenue capa dominante que desde pronto se había fundido con aquéllos. Desde su punto de vista cultural fue invadido primero por la influencia babilónica, después por la egipcia. Y sólo, ocasionalmente, aparecen en su legislación, en su arquitectura y en sus cimientos políticos, rasgos que hacen presumir que allí está actuando bajo muchos estratos, un velado núcleo indoeuropeo.
La segunda oleada indoeuropea que viene a golpear contra el milenario mundo del antiguo Oriente está todavía más dividida y aun discurre mucho más subterráneamente que la primera. Aquellos cassitas que, aprovechando la ruina del imperio de Babilonia se hicieron los dueños de Mesopotamia y se atribuyeron el título legítimo de "rey de las cuatro partes del mundo", venían de las montañas del Este, la cordillera del Zagros, es decir, desde el punto donde Babilonia desde siempre había tenido que prever ataques guerreros. Los cassitas traían el caballo consigo, el cual en Senaar hasta la época de Hammurabi, lo mismo que en el Egipto de los imperios Antiguo y Medio, era desconocido, y que en Babilonia, de significativo modo, era llamado "el asno de las montañas" y, además, el carro de combate. También los hititas llevaron y ganaron sus campañas contra el imperio de Babilonia con estas armas. El caballo, como otras cosas, lo obtuvieron los casitas de los arios. Es plausible que ellos, en realidad, fueran empujados por los arios hacia el Oeste, cuando éstos se extendieron por la meseta de Irán. Por otra parte, el ataque de los cassitas a Senaar, como ya se ha dicho, está en relación con la penetración de los hititas, y fue posible sólo gracias a la victoria de éstos sobre Babilonia; de manera que en este punto las dos corrientes separadas de la migración indoeuropea, esto es, la apariciónde los indoeuropeos occidentales en el mundo anatólico-armenio y el gran movimiento de los arios, se entrelazan por primera vez en sus efectos.
Pero esta conexión llega mucho más allá. En el fondo es válida en todos los grandes movimientos de pueblos que sacudieron en los siglos XVIII y XVII el próximo Oriente, si bien a cosecuencia del carácter subterráneo de las invasiones indoeuropeas, no en todas partes se puede determinar el enlace causal.
El más importante de estos movimientos es la invasión de los hicsos en el Egipto destrozado de la dinastía XIII, poco después del 1700 y su dominio de unos cien años sobre la mitad Norte del país de los faraones. Como todo lo que sabemos exclusivamente por fuentes egipcias, vemos estos sucesos sólo desde el dogmático punto de vista del centro faraónico: como ataque de "bandidos", "de inesperadas gentes de los países orientales", que "destruyen lo creado y no veneran a ninguno de los dioses sino a Seth". Si pudiéramos contemplarlos a la luz de ellos mismos, el dominio de estos "reyes pastores" se representaría como una gran creación imperial (aunque efímera), que consintió una impotente autonomía a la parte occidental del Delta y a la Tebaida, pero que dominó con dureza en su mejor tiempo el resto de Egipto y alcanzó mucho más lejos, hacia Asia, como demuestra la posición excéntrica de su capital, Auaris, completamente al Este del Delta. Sin duda que vinieron de Asia estos "bárbaros de los países orientales", antes de que se instalaran en Egipto y se "egiptizaran" en poco tiempo, a consecuencia de la superior cultura del país. Cada vez se hace más sólida la impresión de que la campaña y el imperio de los hicsos está en conexión con los grandes movimientos de pueblos del Asia anterior, en el siglo XVII, en los cuales los hititas siguen la dirección hacia el Sur, los cassitas, hacia el Oeste, pero la dirección hacia el Norte la siguen las tribus procedentes del desierto, por ejemplo los horitas, que entran en el territorio cultural de Babilonia u Siria, y en los cuales, por todas partes, aunque no siempre se perciba con claridad, parecen descubrirse corrientes subterráneas de bandas indoeuropeas, bien como aguijoneadas por detrás, bien como puntas que avanzan. Si se piensa además en el gran cambio de Creta, que preparó su final a la cultura antigua del estilo de Camarés y erigió los nuevos palacios de los Kafti, señores del mar (el Minoico Medio III y el Minoico Tardío I de Evans), que está en relación con la erección y caída del señorío de los hicsos, se puede percibir el volumen de los universales movimientos que en esta época conmovieron todo el mundo de las antiguas culturas, incluso el alejado e intangible Egipto, si bien los pormenores, y, precisamente, los puntos más importantes, como el estilo y el origen de los propios reyes pastores, como la etnia de los Kafti y los orígenes de su universal talasocracia, quedan completamente ocultos en la oscuridad de los tiempos.
Mientras en el ataque de los cassitas hemos de considerar las migraciones arias sólo como fuerza motora, en otros puntos del Asia anterior aparecen en los siguientes dos siglos bajo la luz las primeras avanzadas, esto es, las más occidentales de la corriente migratoria de los indoeuropeos orientales. Así en el reino de Mittani, en la Mesopotamia septentrional, que fue durante siglos un factor importante en el equilibrio de fuerzas del Asia anterior, que tuvo una posición relevante entre las potencias de hacia el 1600, y que sólo fue sometido por los hititas en el siglo XIV. Allí domina una dinastía que tiene nombre ario y venera a los principales dioses arios: Mitra, Varuna e Indra. El pueblo y el reino son designados con la palabra indígena de Hurri, pero la nobleza guerrera se llama a sí misma maryanni. Esta palabra aparece del mismo modo en los archivos hititas de Boghazköi y en las noticias egipcias desde Tutmosis III hasta Ramsés II. Es una derivación de la palabra marya, que en los himnos védicos designa la mocedad guerrera. De la biblioteca de Boghazköi procede una obra sobre cría caballar que está compuesta por un mitanni llamado Kikkuli: las expresiones técnicas que se hallan en este texto escrito en hitita son palabras arias. Si bien esto puede ser un préstamo, son verdaderamente esclarecedores los nombres personales, los dioses y la designación de la juventud apta para la guerra. Allí penetraron en el país bandas guerreras arias, sus caudillos se apoderaron del trono, y quizá en lucha contra los asirios crearon el poder del reino de mitanni sólo en el siglo VI. Después avanzaron considerablemente allende el Éufrates hacia el Sur. Pues también en Siria y Palestina encontramos numerosas dinastías con nombres arios (junto a otras que los llevan hurri-mitannis), y precisamente allí se repite en las fuentes egipcias de la época de Amarna, la designación de los hombres guerreros como maryanni. A esto se suman, como prueba definitiva, las representaciones plásticas de las dinastías XVIII y XIX en Egipto, en particular los magníficos relieves en la tumba de Horemheb, el poderoso generalísimo que actuó bajo varios reyes y que luego fue el faraón que hacia el 1345 fundó la Dinastía XIX. En estas imágenes figuran, entre los cautivos de Siria, hombres doliocéfalos muy característicos, completamente distintos tanto del tipo de los semitas como del de los hititas.
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