LA GRAN POLÍTICA: EGIPTO, HITITAS Y TROYA

Cuando las tropas egipcias a las órdenes de Thutmosis I llegaron por primera vez al Éufrates, llamaron a éste "el río al revés, en el que yendo hacia el Sur se navega río abajo".  Tan firmemente estaba Egipto convencido del carácter dirigente de su cultura y de su país.  Por primera vez el dominio del mundo y la política le abrieron los ojos; y no sólo hacia Asia anterior, sino también hacia el mundo del Mediterráneo.
El tráfico mercantil  y el intercambio cultural de Egipto con la vecina Creta es muy antiguo, tanto como el que tenía con a costa fenicia, donde los cedros del Líbano y los múltiples productos de Asia constituían los cargamentos.  Pero el enlace íntimo de ambas culturas superiores comienza sólo desde que en Egipto fue roto el señorío de los hicsos y en Creta fue fundada la talasocracia de los kafti.  Este enlace tiene quizá un fundamento político, por ejemplo, una acción común para derribar a los hicsos.  De todas maneras, ambas potencias ascienden al mismo tiempo al rango de potencias universales, la una por tierra, la otra por mar.  Los grandes templos de la XVIII dinastía son contemporáneos de los palacios de los kafti, y las mutuas influencias activas y tan fecundas entre ambas culturas corresponden a esta época.  Egipto está en adelante completamente abierto no sólo a través de los desiertos al mundo del Asia anterior, sino por encima del mar a las islas; los serdana aparecen y a entonces como mercenarios en su ejército.
En la primera mitad del siglo XIV, bajo el débil gobierno de Amenofis III y en la época en que el rey reformador Akhenaton emprende su lucha contra los sacerdotes de Amón, decae el poder del Imperio.  Los archivos de Amarna y de Boghazköi permiten instructivas ojeadas a los disturbios de Siria y a la subversión de las relaciones entre las potencias en este crítico momento de la dominación mundial de Egipto.  Desde el Sur amenazan las tribus beduinas semíticas del desierto (llamadas "habiri" en los archivos) el territorio civilizado, entre ellas el pueblo de Israel, que ya entonces guiado por el dios de fuego Jehová se había establecido en la parte montañosa de Palestina.  Desde el Norte interviene en los desórdenes el reino de Mitanni, y el imperio de los hititas, que desde Subbiluliuma asciende a ser gran potencia del Asia anterior y lleva su empuje hasta muy lejos en el sur.  En Siria misma, varios príncipes de ciudades, protegidos y utilizados por las grandes potencias, constituyen una potencia efímera.  Y hacia el fin de la época comienzan los asirios a intervenir de modo decisivo en las luchas de poder por los territorios más ricos del Asia anterior.
Los leales súbditos y aliados del imperio egipcio en Siria y Palestina pidieron entonces en vano ayuda contra los habiri, con los hititas y demás recordando los tiempos en que todos los príncipes de Asia llegaban ante el  faraón cargados de tributos.  Por todas partes son enviados ejércitos egipcios al caos, ero esto se hace sin energía y nada consiguen.  Cuando, después de la muerte de Amenofis IV (1362 a.C.) son de nuevo levantados los viejos templos e imágenes en Egipto, la posición en Siria está por compleot arruinada.  El Imperio parece perdido.
Pero Horemheb, Sethos I  Ramsés II lo restablecen.  Los relieves de Sethos U en la pérgola de Karnak y los cuadros de batallas que Ramsés II hizo poner en todas sus grandes construcciones de templos reflejan con mucha vida las luchas en lass que el imperio fue reconstruido, y los variados pueblos que estuvieron mezclados en ellas.  Esta vez se dibuja bien claramente la lucha por Siria en la rivalidad entre las dos grandes potencias, el imperio faraónico de la XIX dinastía y el imperio hitita de Mursil II y Muwattal.  La victoria de Ramsés II en Qades, en el 1294 a.C. decidió que el imperio egipcio resistiera todavía un siglo más, es verdad que no con su dimensión anterior, pero sí reconstruido, poderoso en la guerra y de dominante influjo tanto en las cuestiones de poder como en los movimientos culturales.
Épocas de política universal, tl cual aquí las describimos, dan a las personas y a los acontecimientos un grado completamente nuevo de individualidad.  A la vez convierten en bulto redondo lo que hasta este momento sólo sobresalía como un relieve.  Un dominador como Thutmosis III es una personalidad histórica como no hubo ninguna antes.  La batalla delante de la fortaleza de Meggido, en Palestina, en la que venció al príncipe de Qades (1479 a.C.) es la primera batalla de la historia universal en la que conocemos realmente el ataque, las líneas frontales, los dos planes de batalla y el transcurso de ésta.  La batalla en Qades, en el valle del Orontes, en la que Ramsés II, el 16 de mayo de 1294 a.C. vence al rey de los hititas, Muwattal, la conocemos ya en todos sus pormenores como una batalla de nuestros días: la fuerza, disposición y armamento de los ejércitos, las noticias que hay por ambas partes acerca del enemigo, la estratagema del rey de los hititas, que engaña al faraón acerca de su posición, mediante dos tránsfugas beduinos, el sorprendente ataque de los carros de guerra hititas, que casi pone en fuga a los egipcios, el cambio de la batalla por la intervención personal de Ramsés II, y, finalmente, la decisión por la oportuna entrada de las selectas tropas egipcias que habían marchado separadas del grueso de las fuerzas.
Ramsés II hizo representar esta batalla seis veces en sus grandes templos, siempre conforme al mismo bosquejo, modificado sólo en pormenores; dos veces en Luxor, dos en el Rameseo, y sendas en Abydos y Abusimbel.  Los relieves dan un cudro muy claro del verdadero curso de la batalla, mucho más completo que los informes escritos que glorifican al modo rutinario la victoria personal del faraón.  El arte de la pintura de las batallas, en general el arte de representar plásticamente un acontecimiento de masas y de comprender escenas aisladas vivientes en una composición de conjunto, se ha desarrollado por primera vez en toda su elevación precisamente en los finales del gran arte egipcio.  Es como si los acontecimientos en los que se condensan hechos decisivos en la historia universal hubieran recibido por primera vez en este momento toda la gravedad de lo singular, la alta tensión de la historicidad, y con ella la fuerza plástica de verdaderas escenas.
En la misma línea está que el acuerdo de paz del año 1278 a.C. y el tratado de alianza entre Egipto y el Imperio Hitita que sigue a aquél, sea el primer acuerdo de derecho internacional entre dos potencias de igual categoría que nos ha sido transmitido en las redacciones de ambos miembros.  El acuerdo divide el mundo de Asia anterior en dos esferas de intereses.  Contiene disposiciones sobre tránsfugas, comercio y sobre la posición de las tropa auxiliares.  Un matrimonio político le sirve de apoyo.  Un correo regular político entre la dos cortes es su complemento.  En la época de paz que sigue la cultura egipcia despliega unos efectos a distancia como nunca antes.  Sus formas firmes, aseguradas desde largo tiempo, pero remozadas en estilo moderno, irradian en todas direcciones.  Se desarrolla una civilización universal en la cual las fuerzas más grandes de la creación son el espíritu egipcio, el oro egipcio y el arte egipcio de la vida.  Pero también ocurre lo contrario:sangre extranjera y formas de pensamiento extranjeras afluyen desde todas partes hacia Egipto; vasos micénicos y dioses semitas, armas hititas y cobre chipriota, palabras cananeas y mercenarios de las islas del Mediterráneo, caballos de Senaar y esclavos de Cilicia.  Después que la guerra y la política han puesto en mutua relación al mundo, el comercio, que después de la ruina del señorío de los kafti, en Creta, está durante un tiempo en manos egipcias, teje sus hilos, hasta que más tarde las ciudades fenicias detentan esta herencia, y los bienes de la civilización, que ese han hecho viajeros, desbordan por encima de las fronteras.
El acuerdo de 1288 ha asegurado para decenios la paz del mundo del Asia anterior.  La ascensión de nuevas fuerzas políticas, naturalmente que no la ha podido impedir.  El poder de los reyes asirios crece, a mediados del siglo XIII Tukulti-Ninurta I bate a los cassitas y transitoriamente se convierte en señor de Babilonia.  Después sobreviene, sobre la tan disputada Mesopotamia, una invasión de los elamitas, en la que definitivamente perece el dominio cassita.  Sobre todo, a finales del siglo se derraman por todo el mundo del Mediterráneo y del antiguo Oriente aquellas migraciones de pueblos de las que hablábamos al comienzo de este capitulo.  En ellas sucumbió el Imperio Hitita.  En ellas el antiguo reino de Alasia (Chipre), que a causa de su riqueza en cobre era ya el objetivo de muchos atacantes, fue inundado por los aqueos y otros pueblos del mar.  En ellas, una vez más, y ahora de modo definitivo, fue sacudido el dominio egipcio de Siria, y por fin los pueblos del mar se precipitan contra el mismo Egipto.  De la gran interconexión de migraciones de pueblos a las que corresponde la de los pueblos del mar, ya hemos hablado.  Podemos ahora añadir que en estos movimientos de pueblos del siglo XIII termina un milenio entero, cuyo tema es que los pueblos emigrantes y las bandas movedizas de guerreros golpean como grandes olas contra los viejos y milenarios imperios.  El nuevo estilo histórico que usan no es ya la permanente milenaria, sino el cambio, el acontecer, la breve grandeza y la violenta caída, el heroísmo y la lucha por el dominio del mundo.
Por cierto, no es ninguna casualidad que poseamos sobre la victoria de Ramsés II en Wades un poema en prosa transmitido en varias inscripciones y en un papiro y que, de todo lo que conocemos de la literatura egipcia, sea lo que más cerca está de la épica.  Cosa semejante no existe en Egipto.  Esta obra de un poeta cortesano es el único intento tardío y naturalmente sin sucesión, de un epos heroico en una cultura que no conoce la épica.

En algún momento del siglo XIII un ejército de aqueos, conducido por un poderoso rey de Micenas llamado Agamenón, ha sitiado la ciudadela de Troya, en lo cual, desde luego, el problema no se reducía sólo a la posesión de una mujer tan hermosa.  La ciudad que fue destruida en la lucha había sido ya en todo el milenio precedente uno de los puntos más importantes del mundo egeo.  Las más antiguas capas de población alcanzan hasta los límites del cuarto milenio. Desde mediados del III está allí una poderosa fortaleza (TRoya II) a la cual, por el comercio o la piratería, o por ambas cosas, llegaron productos e influencias culturales de todo el mundo, y además, aquellos ricos tesoros de oro y plata que Schliemann, que todavía consideraba el II estrato, en lugar del VI, como la Triya de la época micénica, llamó el "tesoro de Príamo".  Conexiones con todos los países del Asia Menor, con Creta, Chipre y las otras islas, pero también con Egipto y Senaar, se nos presentan allí.  Otras muchas cosas apuntan hacia el Norte, hacia Tracia, hacia la cuenca del Danubio y más allá; quizá señores indoeuropeos se instalaron ya en las construcciones en forma de mégaron de la más antigua ciudadela de Troya.  La posición en la fértil llanura del Escamandro, cerca de la entrada del Helesponto, debe haber dado a la ciudad desde le principio la significación de una llave.  Esto vale también después para el fuerte castillo real que, mil años más tarde, algo más moderno que las tumbas de cámara de Micenas, fue fundado unos cinco metros encima de las ruinas de la vieja ciudadela, y en los numerosos fragmentos de vasos micénicos se demuestra aun activo comercio con el Imperio Micénico; esta es la Troya VI, el Pérgamo de Homero.
Por importante que fuera la posición comercial de la ciudad y atractiva su riqueza para conquistadores codiciosos, la lucha de los aqueos en la que ella sucumbió es sólo un acontecimiento aislado y relativamente sin importancia, y, además, completamente oscuro, en este milenio tan agitado.  Pero se sabe que la epopeya en este punto piensa de una manera muy distinta y podría decirse con mucha más sabiduría que la historiografía política.  La epopeya toma los grandes acontecimientos universales no en el punto donde se deciden realmente, sino que elige aparentemente a capricho, pero con segura garra cualquier acontecimiento marginal como si supiera que lo esencial en la historia humana es sólo envuelto por el velo de las fechas resonantes, y que el heroísmo, el destino, la ira, la enemistad, el amor y la muerte se hicieron visibles en toda su libre grandeza allí donde no están demasiado enredados con las decisiones objetivas que de ellos resultan.  Es la previa decisión, inconscientemente genial, de la gran epopeya, que se adhiere a los acontecimientos episódicos, a las realidades que quedan al margen, relativamente aisladas y flotando por completo en la indeterminación.  Con esto logra la posibilidad de romper la conexión casual de la historia, que está delante de todos los ojos, y de devolverla al aire vital de la pasión y el heroísmo de la cual aquella conexión procede.  Además, la conexión causal de la historia mediante ésta no sólo no es rota, sino que queda dotada con la fuerza de la poesía.  Como por encanto, agrupa alrededor de aquellos hechos heroicos que el poeta ha tomado bajo su protección el milenio entero con sus acontecimientos mucho más importantes, y centenares de luchas de carros, asedios, discordias entre señores y navegaciones que no encontraron ningún cantor, se reflejan en aquellos pocos sobre los que luce el sol de Homero.
La leyenda épica que teje su tela ha ido mezclando en la guerra de Troya cada vez a más pueblos, griegos y asiáticos, cretenses y tracios.  Cuáles de ellos tomaron realmente parte, nadie lo puede decir; los acontecimientos históricos no son, en modo alguno, reconstruíbles.  ¿Quién podría derramar por ellos una lágrima?  Las leyendas sobre Troya son como perlas; sobre una partícula de polvo de acontecimiento histórico se ha acumulado mucha materia preciosa: el mito tesalio del héroe juvenil, Aquiles, a quien le está predestinada la más alta gloria y una muerte temprana; las historias independientemente desarrolladas del héroe Ulises, las figuras de la leyenda tebana y muchas otras libres creaciones de la fantasía poética, hasta que el acontecimiento histórico como tal queda casi irreconocible, pero en cambio su imagen mítica se convierte en la suma de la humanidad más alta.   De las ciudades que en estos siglos fueron combatidas y sucumbieron, Troya fue la única elegida.  Todas surgieron de la épica inconsciente, informe y trascendental del milenio de las invasiones y de los grandes imperios, y se sumieron de nuevo en ella.  Pero Troya escondió sus propias ruinas, aguardó pacientemente al poeta y se convirtió en mito por todas las demás.

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