El instrumento que resulta parte de la acción humana, y a la vez su norma fuera del caso particular, tiene en sí la rara propiedad que le es esencial, si bien nada tiene que ver con su sentido técnico. De la manera más clara se manifiesta en la ornamentación con que puede ser decorado el instrumento, y con la que muy pronto lo fue. Estos grabados e imágenes, estas impresiones y abultamientos, en cierto modo, acabaron formando parte del instrumento mismo. Le dieron vida propia, forma y sentido. Lo levantaron por encima de la acción o acentuaron por lo menos su autonomía. El instrumento ornamentado ya no está sólo para ser manejado en la acción momentánea sino que es cosa formada que da noticia de sí y de su destino. En el ornamento, el instrumento alcanza lengua, y esto no quiere decir sólo que expresa, sino que habla y se siente a sí mismo. Esto ocurre tanto más perfectamente cuanto se vuelve mejor, más eficaz y se desarrolla más íntimamente con el objeto de su uso. El martillo parece que trabaja por sí solo, la espada que lucha ella misma. Tal es la significación que el ornamento le da al utensilio prehistórico.
Con esto nos ponemos sobre la pista de una ley íntima que actúa en toda obra humana. Toda piedra trabajada por la mano del hombre, y aun simplemente escogida y tomada por sus propiedades formales, tiende a pasar de cosa con la que se puede hacer algo, a ser cosa que significa algo. Y es que el ojo tiene una fantasía mucho más imaginativa que la mano, y por eso está en seguida dispuesto a liberar al objeto de su puro uso. Mucho antes de que el ornamento hile el instrumento, lo hilan los sentidos, se hila él mismo. Si el hombre fuera por su naturaleza un técnico, su pensamiento se iría siempre a través de las cosas utilizables, y habría instrumentos que no serían más que puros medios. Pero no es ese el caso: la pura técnica es un modo de pensar muy tardío en realidad. El instrumento primitivo es siempre a la vez forma, con su chispa de creatividad encima. Y esto no se aplica sólo a las armas con las que se quiere vencer, y que por eso se convierten en seres mágicos, sino también para la rueda y el carro, para el arado y el yugo, para el puchero y la barca.
Con esto descubrimos en el instrumento una tendencia particular muy extendida en toda la cultura prehistórica que determina de modo decisivo el curso histórico de los utensilios. La sedentarización del hombre, la formación de círculos formales característicos, incluso el paso a la alta cultura: todas estas decisiones no son explicables independientemente de la inquietud creativa del ser humano.
Pero hablemos primero del lenguaje. Consideramos que la lengua estaba tan firmemente encajada en el sistema de las acciones vitalmente necesarias como el propio instrumento, es decir, que ella misma era también de naturaleza instrumental: llamada dentro del alcance del oído de un grupo desparramado, advertencia o señal, noticia o voz de ánimo. Un paso esencial de la historia lingüística, que había dado previamente la organización social, pero que la lengua dio inmediatamente y sin cortapisas debió estar allí donde comenzó la empresa de varios individuos y donde surgió el plan, la dirección y la organización grupal. Pero, a diferencia de los utensilios, la lengua no necesitaba ser ornamentada: se adorna a sí misma mientras suena. Si ya el objeto material hace valer la unidad de su forma con éxito contra su valor de uso, y silenciosamente se convierte de instrumento en imagen, la lengua hace lo mismo inmediatamente. La palabra necesita ser sólo repetida con conciencia para liberarse completamente por sí misma de la situación en que está implicada y de la acción a la que sirve. Se redondea, resuena, significa, despierta el recuerdo y evoca la fantasía, se vuelve poesía y... ¡canta! Con eso y todo creemos saber que la belleza de la lengua humana no floreció en los comienzos, sino en sus mediados.
Entendamos que la verdadera historia de los tiempos primitivos ocurrió en medio de acontecimientos singulares. La vida troglodítica, el cultivo de plantas, la flecha y el arco, el carruaje, la casa fija, el animal domesticado, la navegación, la esclavitud, todo esto son por esencia y contenido hechos y decisiones que no se pueden individualizar fácilmente, todo lo más caracterizarlos como procesos generales.
El primer paso decisivo de la humanidad cuasi moderna es la sedentarización. Y la sedentarización, curiosamente, está relacionada con el nomadismo. La sedentarización no es sólo un cambio externo de la vida humana que luego, de modo secundario, haya ejercido ciertos efectos sobre la conformación de los bienes culturales y sobre su conexión, sino que ella misma es expresión de un estado diferente y de una voluntad decidida. Entendamos que la más mínima construcción, en cuanto está fijada en algún lugar, crea un espacio y un tiempo interiores. Plantea un interior conformado contra un exterior, y engendra con su simple existencia una nueva forma del tiempo que de él depende. La duración, en la que por primera vez son posibles valores temporales internos como "todavía", "propiedad" o "herencia".
Los hombres se comienzan a fijar en el suelo. Ya no cazan y recolectan al paso, sino que toman bajo duradera protección y cuidado territorios que hacen suyos. Aprenden a sembrar con seguridad, a sacarle mayor fruto a la naturaleza. Pierden el modo de vida errabundo y su alma se vuelve hogareña. Los muertos ya no descansan en tumbas improvisadas y rápidamente olvidadas en el campo salvaje, sino en la misma casa delos vivos o muy cerca de ellos. Ya no se marchan: están ahí. Fe y superstición se desarrollan en el límite entre lo interior y lo exterior, allí donde el viento de la noche azota la pared de la casa. Con los agricultores sedentarios se desarrolla la religión en toda su oscuridad y terror. Se trata del reverso sombrío de una tremenda intensivización: la de la vida sobre un suelo propio.
Y los diversos bienes culturales y materiales se entrelazan después de fortificarse en un lugar; se apoyan mutuamente en su capacidad de tomar forma. La permanencia, y a la vez la justificación de estar ahí se pone sobre cada cosa de manera completamente distinta a cuando penden de un cinturón transitorio y se manejan en ocasiones momentáneas. Aparece la propiedad, el ajuar doméstico. El mismo lineamiento y hasta el arte figurativo se vuelven más grandes y determinan una misma voluntad formal que lo envuelve todo. La posesión del hombre errante es propiedad. Y este aparente cambio estético tiene las más profundas y elevadas bases materiales.
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