Si en el celo de la investigación de los hechos se abandonan las cuestiones de principio, los descubrimientos suelen conculcar la objetividad que se espera del historiador. A menudo hay descubrimientos que se efectúan con remordimientos y no cabe otra cuestión que disculpar de antemano el escepticismo que se puede llegar a provocar. Lo importante, en cualquier caso, es apelar a la evidencia. No es de recibo que el presente siempre reclame ser la medida de todas las cosas. Ha sido costumbre durante siglos que el pasado fuese concebido tal cual los observadores lo analizaban desde los prejuicios de su propio presente. Todavía hoy existen muchos estudiantes que rechazan el estudio de la Historia porque lo conciben como un repaso más o menos erudito de una serie de realidades objetivamente alineadas por los números de sus propios años que el historiador recorre sin cuestionas como cuando un general pasa revista a sus tropas. Desgraciadamente escasean los estudiantes que piensen en el provecho de la historia para la vida. Con ello advertimos la responsabilidad que nos concierne a los divulgadores de saber acercar la relación vital que existe entre la historia y nuestras personas. Lo dijimos y lo repetimos: el pasado es herencia y, por consiguiente, un presente. Pero es una herencia que debe ser aceptada y adquirida. En la realidad histórica se nos muestra el camino que conduce al presente.
Ideas cuestionables como el "efecto pendular de la historia" o el determinismo histórico que buscan, desde el presente, mirar hacia atrás con el fin de poder prever en provecho propio el futuro devenir han hecho mucho daño a la ciencia histórica. En un sentido muy general, el presente, como toda situación histórica, debe aclararse y decidirse si se quiere seguir siendo responsable de su decurso y lo hace uno por sí mismo según el tiempo marcha hacia adelante. Pero algunos grandes casos de historia crítica han surgido precisamente allí donde la época estaba en crisis y era consciente de ello. Por citar el caso más sobresaliente, está el arte de Tucídides para comprender con el pensamiento una crisis mientras ella ocurre, tanto como la claridad de su conciencia de que en ello consiste la misión de la historiografía por encima de toda duda. Este autor prestó al mundo y a la posteridad el gran servicio de mostrar hasta qué grado se puede describir una crisis con fidelidad a la verdad.
Tucídides no sólo escribió sobre la descomposición del estado griego en la guerra del Peloponeso. Nos habla a través del tiempo de cómo la guerra, maestra de la violencia, ha permitido siempre a los partidos provocar intervenciones de manera que toda lucha local degenere en guerra civil. También de cómo la envidia, el odio y la venganza devoran todos los motivos normales del ser humana. De cómo la adscripción a los partidos rompe todo lazo con otro porque consigue monopolizar aquellos impulsos viciosos y encadenar entre sí a los hombres por la conciencia del crimen en común. De cómo aquellos que intentan mantenerse fuera y de pie son perseguidos a muerte por todos los partidos. De cómo con toda desvergüenza es siempre buscado el provecho propio y con toda desvergüenza evitado el bien común. De cómo los juramentos se mantienen sólo por tanto tiempo como obligan las circunstancias, y las asechanzas, en cuanto medio más seguro, se cotizan en más que la lucha abierta. De cómo con las costumbres se descomponen las palabras. De cómo el loco radicalismo se llama audacia, la prudencia se moteja de cobardía, la vileza es considerada prudencia y la razón cortedad. Un análisis de los escritos de Tucídides nos basta para señalar con cuánta agudeza se puede ver la decadencia y cuan sin frases se puede describir.
Pero la historiografía de Tucídides es, en sentido mucho más profundo, el producto y la conciencia de una crisis. Ve la gran guerra que quiere describir conforme a la verdad como el acontecimiento más importante de la historia, más que las guerras médicas o que la guerra de Troya. La ve como el más importante acontecimiento en el sentido bien preciso de que en ella se realiza la crisis por excelencia de la historia griega, la crisis del espíritu helénico.
Es grandiosa la inteligencia y la tarea de este historiador, que observó toda una guerra de veintisiete años, coleccionando, buscando y apuntando, mientras que para él todas sus etapas, interrupciones, alternativas y decisiones parciales, desde el principio, se le presentaban como un destino único que se iba cumpliendo. Tucídides veía, en su análisis historiográfico, lo que iba a pasar, cómo iba a terminar todo. Fue la primera vez en la historia del mundo que se practicó la recopilación de fuentes como forma autónoma para llegar a la percepción de la verdad. Pero tras el programa y la voluntad metódica de Tucídides está la consideración profunda de que los hechos exactamente investigados, justamente cuando se comprueban con todo rigor, desvelan un destino conmovedor que ya no sólo se puede comprender realmente, sino que nos encuentra, domina y arrastra hacia sí. De la investigación racional de la verdad, con la que comienza el discípulo de los sofistas, surge la tarea de conformar en palabras una realidad avasalladora. De la pulcra información y seca exposición resulta un poema de destino en prosa clara y tensa. No sólo Atenas se viene abajo, sino que toda Grecia cae desde el orden y el poder a la impotencia y la confusión, y esta caida se presenta, gracias a Tucídides, a los ojos que viven la época. Es magnífico que los fundamentos de la crítica histórica hayan sido establecidos a la vista de esta crisis. Pero la más alta virtud de tal ciencia es ver la marcha del propio destino con plena conciencia, mientras aquél se realiza.
Alcíbiades se convierte en símbolo de la enfermedad de la política, cual se revela en la expedición a Sicilia, de la corrupción que progresa inconteniblemente desde que las fuerzas individuales se han vuelto más fuertes que el nomos. Si se dice que Alcíbiades tiene la culpa de la posterior ruina de Atenas, y después que sus contrarios, que movieron su destitución, tienen la culpa, no hay ninguna contradicción. No se trata de la cuenta de los tantos de culpa, ni tampoco de la investigación per sé de las causas, sino de la observación y análisis del enredo de las fuerzas que acarrean la desgracia. Alcíbiades, el político genial, excita con la falta de medida y de dominio de sus pasiones y planes contraefectos que lo derriban. Pero una y otra cosa son criaturas inocentes que se disparan de la descomposición del espíritu helénico. Ni los falsos cálculos en el planteamiento de la campaña (habría podido resultar muy bien), ni las faltas de la diplomacia o del mando militar (todo fue bien), fueron las causas de la debacle. Sino que un veneno en el interior, una ley demoníaca de la vida, engendró inevitablemente el proceso de autoaniquilación.
La historiografía de Tucídides no es sólo crítica histórica en el sentido metódico, sino que es una historia crítica nacida de una crisis que se convierte en crítica de la historia misma y del propio ser humano. Por ello está vuelta su mirada al pasado: el pasado es para ella, a la vez, el reflejo de la crisis del presente y, tomado desde lejos, el origen de éste. El Discurso de los caídos, de Pericles no corresponde, como más o menos todos los discursos, a los fundamentos metódicos de la crítica histórica. Tanto más corresponde al espíritu de la historia crítica. Pues este cantar de los cantares de una política ordenada, valerosa, piadosa, orgullosa, sometida al espíritu, ensalza de una vez a los antepasados, que transmiten de generación en generación la libertad del país; a los padres, que sumaron el imperio a esta herencia, y a los hijos, que llevaron a la polis bien armada a la guerra presente. Pero prevé claramente la crisis que ya ha comenzado. El caudillaje de Pericles aparece como cumplimiento último de la norma, como último momento de salud del ser helénico frente a la inexorable decadencia. La última palabra del discurso de Pericles es "honor". El honor "que es el único en no envejecer", es la forma más íntima e intachable en que perdura la herencia, y la única prenda de salvación cuando la crisis amenaza con devorarlo todo.
Podría ser que la historia crítica, si se pregunta por su vocación y provecho, frente a nuestro presente tuviera que ser no menos dura en sus juicios y no menos mezquina en sus consuelos.
Alcíbiades se convierte en símbolo de la enfermedad de la política, cual se revela en la expedición a Sicilia, de la corrupción que progresa inconteniblemente desde que las fuerzas individuales se han vuelto más fuertes que el nomos. Si se dice que Alcíbiades tiene la culpa de la posterior ruina de Atenas, y después que sus contrarios, que movieron su destitución, tienen la culpa, no hay ninguna contradicción. No se trata de la cuenta de los tantos de culpa, ni tampoco de la investigación per sé de las causas, sino de la observación y análisis del enredo de las fuerzas que acarrean la desgracia. Alcíbiades, el político genial, excita con la falta de medida y de dominio de sus pasiones y planes contraefectos que lo derriban. Pero una y otra cosa son criaturas inocentes que se disparan de la descomposición del espíritu helénico. Ni los falsos cálculos en el planteamiento de la campaña (habría podido resultar muy bien), ni las faltas de la diplomacia o del mando militar (todo fue bien), fueron las causas de la debacle. Sino que un veneno en el interior, una ley demoníaca de la vida, engendró inevitablemente el proceso de autoaniquilación.
La historiografía de Tucídides no es sólo crítica histórica en el sentido metódico, sino que es una historia crítica nacida de una crisis que se convierte en crítica de la historia misma y del propio ser humano. Por ello está vuelta su mirada al pasado: el pasado es para ella, a la vez, el reflejo de la crisis del presente y, tomado desde lejos, el origen de éste. El Discurso de los caídos, de Pericles no corresponde, como más o menos todos los discursos, a los fundamentos metódicos de la crítica histórica. Tanto más corresponde al espíritu de la historia crítica. Pues este cantar de los cantares de una política ordenada, valerosa, piadosa, orgullosa, sometida al espíritu, ensalza de una vez a los antepasados, que transmiten de generación en generación la libertad del país; a los padres, que sumaron el imperio a esta herencia, y a los hijos, que llevaron a la polis bien armada a la guerra presente. Pero prevé claramente la crisis que ya ha comenzado. El caudillaje de Pericles aparece como cumplimiento último de la norma, como último momento de salud del ser helénico frente a la inexorable decadencia. La última palabra del discurso de Pericles es "honor". El honor "que es el único en no envejecer", es la forma más íntima e intachable en que perdura la herencia, y la única prenda de salvación cuando la crisis amenaza con devorarlo todo.
Podría ser que la historia crítica, si se pregunta por su vocación y provecho, frente a nuestro presente tuviera que ser no menos dura en sus juicios y no menos mezquina en sus consuelos.
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