CONFUCIO Y LA HISTORIA CRÍTICA

Casi como la obra más importante de Confucio se consideran los Anales de primavera y otoño (Tsch'un Ts'iu).  Confucio mismo dice de ella que se le conocerá por tal obra y por ella se le condenará.  Sus sucesores hablan del "Libro real", y en él, ante todo, se basa que llamen al maestro el rey sin corona. Los hijos rebeldes, cuenta Mongtse, y los funcionarios traidores estaban llenos de miedo hacia este libro.
Los Anales de primavera y otoño son una crónica de los últimos siglos. Confucio reelaboró los anales de la Corte, el estado de Lu, y, según estaban en el original, transcribió los acontecimientos políticos, asesinatos de príncipes, revoluciones y, además, los acontecimientos de la naturaleza, como también las excursiones venatorias del rey.  Cosa más inofensiva parece que no puede haberla, y no se comprende al principio cómo el libro podía considerarse a la vez la hazaña más magnífica y la más terrorífica de su autor.  Pero Confucio mismo lo aclara diciendo que este libro "precisa las expresiones" y "corrige las designaciones".  Por dos comentarios posteriores sabemos lo que Confucio había modificado en la crónica original.  Los cambios son mínimos, pero él fijó en realidad las designaciones conforme a una clave inalterable, y con ello estableció el sentido de los acontecimientos, entretejió implícitamente en el texto juicios de valor, justicia e injusticia, y anotó de manera precisa, aunque no expresa, la alabanza y el reproche.  Lo que era un asesinato lleva el nombre de asesinato, aun cuando hasta el momento corriera con otro apelativo. Un príncipe que sucumbe ante una justa sublevación del pueblo, no se dice que fue "asesinado", pero tampoco es llamado "príncipe", pues en verdad no lo era.  En cada ser, en cada valor, va el nombre que le corresponde.  Así, la obra que se da como seca crónica, es un juicio sobre la historia, y a lo largo de los milenios ha actuado como código insobornable de la moral política.  Precisamente porque expresa su crítica callando , emana de él su fuerza y surte temor.  Es como una conciencia sobrehumana en la que se descubre que todos los juicios están sin expresar, pero que a la vez son comprensibles para todos.  Estamos ante el primer testimonio de "historia crítica".
La crítica de Confucio no acaece en nombre de un presente revolucionario que pretende liberarse radicalmente de todo lo que era, y su sentido no es proporcionarse otro pasado que el que se tiene.  Pero el pasado se reconoce como ambiguo e incendia lo que venera a la vez que venera lo que incendia.  El presente tiene, pues, que tomar posición en el proceso que las épocas de la historia han realizado mutuamente.  Su derecho a juzgar y la norma con que lo hace no consiste por ello en el nudo hecho de que sea presente y pueda por ello existir sin justificación con tal de estar vivo, sino que de la misma historia se sacan las normas del saber sobre el sentido de ella y se da el juicio, pero hasta este saber es ya necesariamente una crítica.
Los ideales del Estado Chou -dicen o callan los Anales de primavera y otoño- son válidos como cuando más.  Son la China y China es sólo allí donde son válidos.  Pues este estado, más que un sistema de finalidades políticas, es la copia y repetición del orden cósmico y divino.  Lo que en el universo es el cambio de los astros, lo son en el estado las costumbres y la música.  No es ningún juego, sino una cosa seria y sacra que el Estado, su territorio y sus fuerzas estén organizados y ordenados según evidentes números cósmicos.  Las relaciones feudales en las que descansa no son puras necesidades técnicas para la administración del Imperio, sin el encargo del cielo puesto sobre el emperador que se ha creado en aquéllas su forma, y precisamente, según ellas, están graduados los sacrificios que mantienen conjuntos el cielo y la tierra.  El emperador hace sacrificios al cielo, el príncipe feudal a los dioses del distrito, el padre de familia a los antepasados.  No se sabe si el Estado es más bien una familia en grande o un cosmos en pequeño.  Ambos órdenes están contenidos en su propio ordenamiento, y las víctimas del emperador son tanto el centro del culto de los antepasados como el centro del mundo conocido.
Pero este imperio de los Chou ya estaba decaído en la época de Confucio.  ¿Dónde estuvieron luego los feudatarios del duque de Chou, que sin provecho ninguno desempeñó la tutela del indefenso hijo del emperador y se convirtió en el verdadero fundador del Imperio a conservar a la vez la fidelidad del vasallo y llevar a la victoria la sacra abstracción del derecho paterno?  ¿Es que ya no fueron encendidos bajo el emperador Yü (siglo VII) los fuegos contra los bárbaros del Oeste para que se divirtiera una cortesana, con la consecuencia de que las señales de alarma no causaron ningún efecto cuando vinieron los enemigos? ¿Es que las guerras de conquista no absorbieron los territorios agrícolas centrales e introdujeron el desorden en el sistema de previsión, que era el éxito social de los emperadores Chou?  ¿Es que no anunciaron la desgracia eclipses de sol y rebeliones del pueblo?  "El encargo del cielo no es duradero... sólo el príncipe virtuoso conserva su trono".
Del régimen del Hijo del Sol, que descansaba en la bondad de los antepasados y el amor del pueblo; del sistema feudal, que estaba edificado sobre el pavor y la docilidad, resultó un sistema de estados divididos, cuya ley de vida no era el orden, sino la lucha, con un emperador fantasma allá a lo lejos.  Los príncipes feudales se lanzaron a ser reyes, y sus distritos encomendados se volvieron estados soberanos.  Empujaban desde los bordes al interior, con el fin de ganar la zona nuclear de la cultura china y el trono imperial.  Sólo la contraposición de los otros poderes asegura al emperador una apariencia de poder, pero la unidad del imperio queda disuelta.  En su lugar aparece una guerra continua,en la que los estados grandes devoran a los pequeños, y cinco, sucesivamente, alcanzan una efímera hegemonía.  Con la degenerada realidad política va acorde una degenerada teoría.  Sustituye el concepto dela fuerza efectiva al dominio legítimo.  Estudia sin prejuicios y con agrado las leyes de la política de violencia, recomienda premios y castigos como medios principales para gobernar, en vez de la ley moral, que actúa en el interior, y, finalmente, se atreve hasta dar el principio de que es mejor utilizar a los malos que a los buenos para el gobierno.  Esta es la crisis del Imperio Chou, en medio de la cual se halla Confucio, precisamente antes de la época de la historia de China, que se llama época de los estados en lucha (403 a.C. a 222).  La primavera de la antigüedad se ha marchitado en el otoño.  Período Tsch'un Ts'iu, se llama, según la obra de Confucio, toda la época, desde los comienzos de la decadencia del imperio Chou hasta Shi-Huang-Ti, y hasta la fundación del estado unitario Han.  Ya en el título de la obra comienza, por consiguiente la "historia crítica" de Confucio.
Esta crítica no está ejercida desde un presente que se pone como norma.  Se dirige más bien contra un presente que se sabe que está en crisis.  Sus juicios se alimentan del pasado, pero sólo de aquellos estratos de él que no han perecido porque siguen siendo primavera a través de toda putrefacción.  Tal historia no se da en absoluto a posteriori un pasado del que pudiera ella proceder, sino que busca con celo aquel pasado que a priori es el nuestro.  Toma su escala de la historia misma, y es, sin embargo, la más aguda crítica incluso frente a la historia.  Atiende al peso equilibrado delas cosas al plantearse la cuestión histórica siguiente: ¿Cuál es el pasado que obliga?  Pero esta cuestión es a la vez, o antes que nada, una pregunta dirigida al presente, pues es idéntica con esta otra: ¿qué es lo que realmente hay en nosotros como estrato profundo y qué es lo que nosotros, en cuanto es corrupción, podemos eliminar?  La crítica que ella hace es, por consiguiente, tanto crítica de la historia como crítica de nosotros mismos ante la crisis en que estamos.
Como las otras dos especies de historias, también la historia crítica entra en una nueva e interesante serie de problemas en cuanto extiende la mirada por encima del propio pueblo hacia la historia universal.  Esta ampliación del campo visual nadie la puede hacer por su propia decisión; China, por ejemplo, no la ha realizado nunca.  En Europa las fuentes de que procedemos y las fueras que actúan en nuestra composición han de ser quizá buscadas en antigüedades que no están relacionadas con nosotros por la serie de la generación, sino sólo gracias a la complicada conexión casual de la historia universal; así ocurre con Homero y con el helenismo en general, así en el Oriente próximo, así en la Roma de los Césares y en la Roma de los Papas.  Es importante comprobar que tal búsqueda a través de los tiempos y a lo ancho de la Tierra no es curiosidad o afición erudita, aunque desde luego puede perderse en esto, sino que por esencia tiene la misma necesidad interna que la orientación ética del presente en la antigüedad, en el ejemplo que hemos seguido hasta ahora.  Desempeña también la misma función que allí, supuesto que se ejerza como historia crítica.  Busca nuestro verdadero pasado y con ello nos busca a nosotros mismos.  Responde a las peguntas de qué pasados nos obligan, cuáles subyacen como estratos en nosotros, cuales nos han convocado a decidirnos y, por lo mismo, nos llaman -pues las decisiones siempre se mantienen intranquilas y se conservan siempre como estados de conciencia- todavía a decisiones.
Pueblos y culturas que, como nosotros, proceden del movimiento de la historia universal están llamados a la historia en este amplio sentido, pues saben que mucho ha sido llevado hasta ellos y mucho ha entrado en ellos.  Hojean la historia no con la mirada curiosa del investigador, sino con el celo angustiado del hijo que busca en la herencia de su padre un misterio que le estaba predestinado.  Esta esencia se puede aplicar a nuestra relación con la Historia.  Para una existencia tan histórica como la que somos nosotros, no se trata en la historia de cosas extrañas y lejanas, sino de un legado, es decir, de algo que nos pertenece.  Se trata de un valor no puramente de ciencia, sino algo que está confiado a nosotros, es decir, que ha de ser conservado en el futuro, por lo cual no se trata de curiosidad erudita, sino de celo.  Y es que podríamos considerar la Historia como la propia conciencia de la Humanidad.  Con la palabra "conciencia" quizás esté dicho todo lo necesario, si bien no haya que tomarlo al pie de la letra.  La conciencia grita siempre en presente, y siempre nos llama a nosotros.  Pero ninguno de nuestros antepasados está libre de ella.
La imagen muchas veces empleada de que un estado histórico lleva en sí su pasado, como la tierra en las capas profundas de su estructura contiene las estratificaciones de sus épocas anteriores, conduce a un gran error.  En la auténtica historia no están incorporadas como capas los resultados materiales de procesos ocurridos, sino hechos que se han realizado, elecciones que se han tomado, decisiones que se resolvieron.  Nuestros pasados históricos están contenidos en nosotros mismos en el sentido que nos encuentran en nuestra propia existencia, nos plantean sus exigencias y nos preguntan si los tomamos bajo nuestra responsabilidad.
Estamos llegando a un punto en el que la Historia nos descubre su doble faz.  La historia crítica, como la de Confucio, no es uno entre todos los modos posibles del pensamiento histórico.  Todas las otras especies de la historiografía desembocan en ella o la contienen en sí.  Es muy difícil ser puramente objetivo o no relacionar hechos pasados con otros presentes, siquiera inconscientemente.  Prueba de ello son todos los grandes historiadores, desde Heródoto y Confucio hasta Mommsen.
Pero el doble carácter de la Historia, en el que tiene su fundamento la historia crítica, tiene un doble rasero.   Nada puede haber más efectivo que los hechos del pasado.  Los hechos presentes son incuestionables. El acontecer empuja todo alrededor de ellos.  Los hombres están todavía ocupados en modificarlos, continuarlos o corregirlos.  Quién sabe si lo que hoy aparece como realidad mañana se presentará como pura transición hacia una realidad nueva y definitiva.  Y las realidades pasadas tienen un contorno más definitivo todavía.  La única actitud que puede dedicárseles es averiguarlas y comprobarlas.  A ningún intento de cambio ofrecen asidero, pues sólo lo que es presente se presta a ello.  Lo que ha sucedido es lo que sucedió; otra cosa es cómo lo entendamos y lo interpretemos.
Nuestro pasado es una realidad inmodificable que ha pervivido en el tiempo y que nos toca entender e interpretar y se relaciona con lo que sucedió y con la pervivencia de lo sucedido, con la pervivencia de la memoria individual o colectiva. Ni hemos hecho ni elegido nuestra Historia, sino que nos ha sido adjudicada como parte esencial de nuestro destino.  Querer salir de la realidad de la propia historia, inventarse un pueblo a sí mismo, borrar los acontecimientos que no interesan, han sido tentaciones de regímenes totalitarios y de imperios vencedores (los propios romanos eliminaron de la historia el pasado del pueblo Dacio cuando lo aniquilaron; los serbios intentaron lo propio cuando quemaron la biblioteca de Sarajevo).   Negar la historia, falsearla, abreviarla o embellecerla es la primera mentira y el origen de muchas otras.
Una herencia histórica ha de ser aceptada para que no decaiga.  La historia consiste precisamente en que lo pasado y lo que se ha adquirido en él está presente como herencia en todo lo que sigue, al menos en cuanto al acerbo de los pueblos.  Los caminos sobre los que transitamos son obra de una historia milenaria.  Nuestro mobiliario actual es la suma de la artesanía humana que nos precedió.  Decisiones que se tomaron, cambios existenciales, elevaciones y depresiones de la existencia, son nuestro equipaje vital que a veces nos llevan por un camino repleto de trechos de olvido.  Y para interpretar estos caminos se hace indispensable la investigación y la dialéctica de la libertad. La historia consiste en realidades duras, únicas y decisivas, y también lo que ella deja tras de sí es de esta especie.  Y todas estas realidades descansan sobre la mano de la vida que sigue como una herencia que buscase al heredero.  La decisión llamada "Roma" valió, consistió e influyó mientras hubo romanos que la hicieron valer, porque la reconocían como obligatoria para ellos.  Valió además mientras hubo pueblos más jóvenes que tomaron a su cargo la tarea de continuar el Imperio romano, y que por consiguiente, saltando un espacio mucho mayor, aceptaron continuar la herencia.
Todo intento de sintetizar existencias históricas o efectos históricos olvidaría que un efecto histórico es tanto la obra del presente ascendente como del pasado que pesa, que los legados históricos tienen dos caras: resistir como realidades y ser aceptados como herencia.  El entrelazamiento de efectos que atraviesa por la historia y constituye su conexión es, por consiguiente, un hecho singular.  Nuestro pensamiento es impulsado necesariamente por la sistemática de la historia en cuanto se quiere pensar en lo histórico mismo.  La síntesis de realidades históricas puede ser sólo una realidad del más grande formato.  La cuestión de qué es nuestra herencia, y también la cuestión de qué somos nosotros, sólo puede ser respondida en una historia completa. Y para ello existen la historiografía y la crítica.

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