Partamos de la realidad indudable, pero significativa de que hay existencia histórica. Incluso existencia histórica en sentido preciso, y hasta existencia de elevada forma en una gran cultura que no habría sido posible sin que ésta fuera pensada, vivida y sabida como Historia (con mayúsculas). La conciencia histórica completa, como tarea urgente y como hazaña propiamente desarrollada del espíritu, esto es, investigación histórica o historiografía, es un logro tardío, pero en todo caso perdurable.
Una cultura no puede sentir con más fuerza en cada momento todo el pasado y el futuro ni se puede sentir más inmediatamente puesta dentro de la Historia como lo hizo en cada uno de sus pensamientos y obras la cultura egipcia, por ejemplo, que llegó a alcanzar como ninguna otra el cuidado hecho carne por el futuro y el cuidado necesariamente enlazado con el pasado. Y un país civilizado no puede estar situado de modo más crítico entre las tribus montañesas que lo rodeaban o las del desierto que lo acechaban; no puede haber sido combatido con mayor frecuencia, invadido y forzado, ni puede haber experimentado más a fondo el destino y debilidad de ser el botín de otros pueblos vecinos o centro dominador de un gran espacio.
Pero hay en estas culturas documentos de literatura histórica que se reducen a listas de reyes, inscripciones regias y anales que enumeran someramente los importantes hechos de sus señores. En Egipto, los anales y crónicas se vuelven más extensos sólo en la época imperialista del Imperio Nuevo, así como en Senaar en la época del Imperio asirio. Además, en ambos lugares coexiste una literatura popular en la que las realidades y figuras históricas se han convertido en leyenda y se han mezclado con toda clase de motivos fantásticos y proféticos. Obras históricas no sólo no han llegado hasta nosotros, sino que nunca existieron. Esto no tiene que ver con la falta de literatura. ¡Qué enormidad de documentos privados, notas de templos, protocolos políticos, textos científicos y literarios se nos han conservado en escritura cuneiforme desde muy dentro del tercer milenio! De la afición a escribir de los egipcios también da testimonio una cantidad semejante de documentos. Y tampoco se trata de que estas culturas no estuvieran metidas en la Historia o no tuvieran ningún sentimiento de ella. Existen históricamente estas civilizaciones; tienen sentimiento de sus propias historias y tomaron conciencia de sí mismos. Y esta conciencia es expresada en muchas obras, y en el caso de Egipto se podría decir que se expresa en cada uno de sus escritos, monumentos y representaciones artísticas. Son entes historicos, pero la estructura de su historicidad es tal que la historia no se presenta en ellos.
En el mismo lugar en el que irrumpirá en el espíritu griego la historia, está en las viejas culturas la realidad y la conciencia de la duración en el tiempo. Cada una de ellas está convencida de que existe desde el comienzo del mundo y de que durará eternamente. Esta creencia es el complemento preciso del concepto antitético de bárbaro; pues este concepto afirma que los límites del espacio cultura son absolutamente firmes, y que todo peligro que crezca allá fuera debe venir a chocar en vano contra las murallas de las civilizaciones. Igualmente el tiempo es en tal concepto una medida firmemente delimitada por ambas partes, que está completamente llena de la propia existencia. La categoría del tiempo significa, por consiguiente, algo totalmente distinto a lo que nosotros entendemos. Pasado, presente y futuro son conceptos inválidos. No tiene validez la proposición "fue, y por consiguiente ya no es", sino que vale la frase contraria: "fue, luego todavía existe". Hazañas de los fundadores, ordenamientos de los viejos tiempos, títulos y fronteras legítimas tienen valor normativo para el presente y de cara al futuro, y es pura debilidad el que ya no se cumplan. Son la sustancia del tiempo, pues son pura perdurabilidad. Un señor no puede adquirir gloria mayor que la de haber restablecido el antiguo orden decaído. Esta gloria está exactamente en el mismo lugar en el que en tiempos que el movimiento histórico santificó el nombre del héroe que había hecho algo inauditamente nuevo. Las fórmulas repetidas de que los nubios y los libios (o los elamitas y Naharaim) fueron vencidos, las minas del Sinaí explotadas, el oro y el incienso traídos del país de Punt y recibidos los tributos del Líbano, no dicen en su eterna repetición que no ha acontecido nada nuevo y que la historia se ha detenido, sino que ha acontecido lo antiguo, lo de siempre, que ha dominado la permanencia, que la historia, pues, está en orden.
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En Senaar, la Mesopotamia políticamente agitada, en la que son igualmente movedizos los edificios de ladrillo y los imperios, es decir, que sólo duran siglos, el simbolismo de la duración es trasladado desde la arquitectura a la política. La pretensión de ser el centro de los pueblos, y el título legítimo de "rey de las cuatro partes del mundo" resisten a todos los cambios de pueblos e incluso de dioses, y hasta el conquistador reconoce la permanencia al acomodarse al título de señor que llevó Sargón de Akkad.
En las culturas que de tal manera están edificadas sobre la permanencia, las noticias escritas de hazañas y acontecimientos tienen su función determinada y su claro sentido ético. Están inscritas en el edificio de la cultura como un ornamento; no son "inscripción" en un sentido puramente técnico sólo, sino que lo son esencialmente. Y en realidad en ellas se inscriben con conciencia los acontecimientos cambiantes y singulares sobre el fondo de la permanencia, como señales que distinguen los plazos temporales que están sustancialmente predeterminados, como relleno de los años de gobierno de los reyes, como nombre propio de los años. Pero esto no es historiografía, sino calendario. En realidad, los calendarios son la más auténtica expresión y, junto con la escritura, la obra más profunda de aquellas culturas que se saben situadas en el tiempo como permanencia.
El calendario fue introducido muy pronto, hacia el 2780 a.C., y hasta Augusto no fue cambiado. Este calendario combinaba el ritmo anual de los desbordamientos del Nilo, un año solar fijado en 365 días y el año de Sirio hasta el siguiente, en el cual la aparición de dicha estrella en el crepúsculo matutino, observado desde la latitud de Menfis, marcaba durante mil años el comienzo de las inundaciones del sagrado río. De hecho, el comienzo del año solar civil a lo largo de 1460 años cambiaba una vez a través del año de Sirio. Sirio se llamaba Sothis entre los egipcios. Las fechas de Sothis nos han sido transmitidas varias veces para la historia del primero y del segundo milenios antes de Cristo. Como podemos calcular con exactitud el recorrido de Sirio, tales fechas son una ayuda esencial para alcanzar una cronología absoluta sobre la historia de Egipto.
Oponemos a esta estructura, con un salto en el tiempo considerable, las palabras con las que comienzan las Historias de Heródoto: "Lo que Heródoto de Halicarnaso ha sabido lo ha escrito aquí para que ni lo sucedido por obra de los hombres perezca con el tiempo, ni las hazañas grandes y admirables realizadas tanto por los griegos como por los bárbaros perezcan sin gloria, y, particularmente, por qué causa guerrearon los unos contra los otros". Se debe leer con detenimiento este párrafo, pues casi cada palabra denuncia la estructura nueva de la conciencia histórica. Los hechos de los bárbaros no son menos interesantes que los de los helenos. Lo más interesante es su choque histórico: por qué guerrearon los unos contra los otros. en todo caso son las hazañas grandes y admirables de los hombres las que excitan la pasión del historiador. Perecerían con el tiempo, que por consiguiente no las sostiene, sino que las dispara y vuelve a devorarlas, si no fueran escritas por el autor. Mas, para ello, tienen que ser primero sabidas. Tal es el oficio del historiógrafo.
Lo antiguo que no debía ser olvidado era grabado por fin en señal de que dura. Lo pasado es escrito para que no se olvide. La Historia está ahí. Estamos ante un profundo cambio en la estructura general de la conciencia y Heródoto nos muestra el primer documento de una clara voluntad de historia. Los motivos que él cita siguen operando en la historiografía actual. La historiografía de los griegos surgió de la manera más sana posible, partiendo de la topografía de los distintos lugares y territorios. Lo decisivo fue que la variada naturaleza de la vida humana no quedó sujeta al propio país del que escribía, sino que obligó a buscar lo extranjero y lo nuevo, a preguntar, a informarse (que esto es lo que significa la palabra griega "historia"), sin importar a donde quiera que lleve la información o de donde quiera que vengan las noticias extrañas. Recorrer todo el mundo, desde las columnas de Hércules hasta el Indo, desde los escitas hasta las cataratas del Nilo, no para adquirir oro, ámbar y estaño, sino para verlo, es el espíritu jónico. Y un mapamundi como el que dibujaron Anaximandro y Hecateo no fue proyectado, discutido y propagado desde Egipto o Creta, ni desde Babilonia o Tiro, sino desde Mileto.
La palabra de griegos y bárbaros se mantiene en el orgullo y en la conciencia, pero frente a las grandiosas hazañas, al poder enorme y a la superior antigüedad de los bárbaros que sus leyendas demuestran, se abre el novedoso espíritu griego; primero con curiosidad y asombro, después con clara admiración. En los tiempos primitivos viajaban los héroes y los dioses por los países delos bárbaros, ahora viaja tras aquellos el interés científico. Se recibe con entusiasmo la plenitud de lo vario, la plenitud de lo humano, con los sentidos despiertos y la mente abierta.
Muchas cosas merecen admiración en Heródoto y mucho hay en él de amable: la originalidad en su discurso narrativo, el arte con que conduce el tema del duelo entre Asia y Grecia a través de la espesura de sus propias leyendas; sus descripciones geográficas e historias maravillosas; la frescura de sus razonamientos; su arte de enlazar los acontecimientos. Pero lo más inmortal que encontramos en él tal vez sea cómo su mente interpreta lo que ven sus ojos, que beben el mundo sin pestañear. ¡Con cuanto ardor se interesa Heródoto por Egipto! El mito de Egipto, que deduce desde fuera históricamente este país carente de historiografía propia, comienza en él. Y no ocurre esto por razones pragmáticas, porque casi todos los nombres de dioses y muchos ritos de los griegos proceden de Egipto (de lo cual el autor estaba plenamente convencido), sino porque este país es sencillamente curioso por sus obras e invenciones, porque sus costumbres son contrarias de las de todos los otros pueblos, y hasta su río tiene una naturaleza completamente diversa de todos los restantes ríos. Porque allí, donde él es más antiguo, el hombre es completamente diverso de todas las otras partes, y con todo es hombre en un alto sentido. Pero tal mirada reveladora y despierta la tiene Heródoto no sólo para venerables culturas antiguas, sino también para los escitas ladrones que son el pueblo más moderno y que han hecho el más hábil invento del mundo: la guerra a caballo.
La historiografía de Heródoto tiene absolutamente todas las virtudes que constituyen los ojos y que son propias sólo de éstos. Está pegada a las cosas y sin embargo, se mantiene distante de ellas. Es crítico con lo que observa. Es imparcial, y, sin embargo, interesado y a la vez sin prejuicios. No sucumbe a ningún chovinismo. Sus ojos, libres de dogmatismo, se alejan de todas las abstracciones. Se burla de Hecateo, que construye la tierra con el compás. El racionalismo le es tan odioso como la estupidez del mito. Sólo alos ojos que ven claro se les abre la realidad; comprenderla es a la vez un honor y un placer. TAmbién donde su múltiple experiencia le lleva a un teorema, por ejemplo al convencimiento de que el cambio es la ley de las cosas terrestres y que la arrogancia sobreviene antes de la caída, se mantiene lejos, lo mismo que los ojos de las fórmulas abstractas; fija su saber en imágenes, sus opiniones en escenas, y posee la realidad no sólo más plenariamente, sino con mayor profundidad que el pensamiento la podría poseer.
Desde que hay historia es esta manera de ojos el supuesto orgánico para ella. Estos ojos que ven las posibilidades de la existencia humana lo mismo que nosotros vemos las constelaciones, ligeramente perceptibles en el cielo de la noche, y, sin embargo, como figuras sostenidas y redondeadas, honradamente sorprendidos de su figura casual. Esta idea procede de nosotros mismos. Es creada, como un verdadero "a priori", y desde luego irracionalmente, pues convierte en figura visible lo impreciso. De nuestra humanidad, y precisamente de los ángulos y fondos con los que vivimos, sacamos el arte de comprender lo histórico: el paganismo cuando somos cristianos, la barbarie cuando somos helenos, las culturas cuando nos creemos civilizados. Podemos errar, pero los ojos estarían ciegos para la historia si no estuviesen regados por la sangre de nuestra propia humanidad, que es la de nuestros prejuicios.
Como toda ética calla lo consabido, la historiografía debe callar que la pura plenitud de las posibilidades humanas, por genialmente que se las sienta y exprese, sería una feria si no llevara dentro la dignidad de haber existido. Sólo la posibilidad que ha sido existente como hecho es interesante e importante para el historiador. El ojo sano de la historiografía que nos descubre Heródoto sabe muy bien que las verdaderas maravillas no provienen del mito, sino de los colores de la realidad, nos gusten o no. Así, la historia se atiene con buenas razones a aquella grandeza que ha acontecido realmente, que existió una vez, que nos demuestra con su pretérito que fue posible y cuyo conocimiento nos deja satisfechos, consolados y estimulados.
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