Una segunda decisión de comparable grandeza aconteció en zonas totalmente diversas. Posiblemente sucedió contemporáneamente con el paso a la alta cultura, o poco después, si bien nosotros podremos saber apenas nada seguro de ello, porque aquellas zonas están cerradas a las comprobaciones de la historia y lo estarán siempre: se trata del paso a la gran migración.
Entendemos con este concepto algo distinto a falta de sedentarismo en sentido negativo, el cual conviene también a las hordas primitivas. Significamos también algo muy distinto de aquellos ataques de montañeses labradores guerreros, de pastores y pueblos jinetes, desde las montañas, estepas y semidesiertos, contra la tierra fértil y cultivada. Semejantes ataques se presentan por todas partes donde se pueden lograr cosechas mejores; del puro saqueo, en ciertos casos, resultan también situaciones duraderas de dominio, y tales inundaciones de países agrícolas por señores nómadas o seminómadas aparecen casi regularmente en el comienzo de las culturas superiores. Y, finalmente, designamos también algo completamente distinto que el amplio nomadismo de los pastores de caballos y de vacas, que con el ritmo del año cambian de pastos estacionalmente, o, en períodos más largos, entre terrenos que han perdido su hierba o están vírgenes. También estos movimientos, con todo el arte instintivo de guiarlos que en ellos se mantiene oculto, son todavía como la simple respiración de las grandes llanuras y como estaciones en aquellos estratos de la tierra viva, de los cuales es verdad que urge toda la historia, ero que todavía no son historia.
En este mundo se ejercitan en todo caso y se forman las costumbres y las artes que se deben tener para atreverse a la migración, cuyas catervas no se mueran de hambre en el primer desierto y no se escapen sin riendas en el primer país fértil que pisen. En él se convierten en instrumento del hombre el lazo, la pica, el arco compuesto, y se transforma en su animal propio el valiente caballo o el rápido camello. En él se ha inventado el carro: no el carro de bueyes de pesada marcha, que desfila en el culto agrario y que transporta la próxima cosecha por el oculto camino del arrastre, sino de los grandes carros que pueden marchar en largas caminatas por la tierra sin caminos. En él se ha aprendido el arte de conducir grandes ejércitos, de llevar columnas de carros, ganado y hombres, de escaramucear y de desfilar:la primera estrategia de la conducción de masas. Y en él, ante todo, se ha ejercitado la mirada responsable a lo lejos, el instinto seguro para cuanto está detrás del horizonte y la aptitud de encontrar sus pasos a la sierra azulada, sus vados al río, sus calzadas a un pantano y a disponer en los pliegues del lecho o las raíces su lugar; pero todo ello no en mil intentos fracasados y con muchas pérdidas, sino de golpe y en un instante.
De este mundo y de este espíritu proceden las grandes migraciones. Pero sería confundir las condiciones de una cosa con ella misma y trasladar al origen, como una cualidad metafísica, lo que más tarde aparece como ser histórico, si se quisiera suponer que las migraciones de pueblos son el desagüe natural de la zona de las estepas eurasiáticas y que las condiciones históricas de tres milenios son puras consecuencias de un nomadismo siempre en ebullición. En especial las ideas de la presión demográfica, del estrecho espacio alimenticio y de las praderas secas, no bastan en manera alguna. La presión demográfica se compensa en los amplios espacios de muchas maneras, puede conducir lo mismo a la muerte por agotamiento que a una vida activa, y se convierte en fuerza motora histórica sólo allí donde hay una voluntad que transforma el mecanismo en acción. Es verdad que las praderas se secan poco a poco y pasan a ser estepa o semidesierto, y este proceso natural se puede observar claramente en la estructura histórica del siglo III . Pero significa que los nómadas, sobre todo en la medida en que apacientan rebaños de vacuno, se trasladan lentamente hacia el Sur y se convierten en enemigos permanentes, pero no que de ello se disparen migraciones hacia objetivos lejanos. El continente de los pastores y jinetes no es una olla a presión con capacidad limitada y al borde del desbordamiento. Si se pregunta por las manifestaciones condicionadas por naturaleza de la esfera nómada, se cae en el fondo siempre lo mismo en el viejo juego de la estepa y del país fértil, de guerreros, pastores y labradores en densa población y en la vertiente natural que corresponde. Este juego es una de las eternas inquietudes que están incorporadas a la marcha de la historia. Todos los oasis del mundo han tenido el destino de haber sido atacados, forzados y esclavizados desde sus fronteras.
Pero de todo ello a la gran migración hay un paso más. Tan grande como el que hay desde la pura ocupación de un territorio a la erección en él de una cultura superior, e incluso más grande que el que hay desde la choza sobre palos que se levanta a la orilla de un río a la pirámide que llena de magia al país mientras surge de él mismo. Se debe distinguir entre las figuras elementales, conforme a las cuales se levanta y estratifica la vida histórica y las decisiones únicas que acaecen en determinados puntos de la tierra y plantean después un comienzo simplemente nuevo de valores y consecuencias. El dualismo de labradores y pastores y el oleaje de los ataques de ladrones pertenece a los procesos elementales de la existencia histórica y podría decirse que a su propia fisiología, lo mismo que el movimiento del cazador tras la fiera, o el movimiento de los plantadores en busca de terrenos sin bosque y abundantes en agua, o como aquellas primaveras sagradas que los campesinos organizados envían lejos en busca de tierra nueva. Estos procesos naturales están situados en el tiempo Son la respiración de las comunidades humanas, su pulso. por todas partes donde se dan sus condiciones previas, se realizan también.
Precisamente esto no ocurre con las migraciones de pueblos, igualmente que no ocurre con el ascenso de las culturas altas. No están definidas por su posibilidad, y en modo alguno acontecen en todas partes en que se den sus condiciones. No están simplemente situadas en el tiempo, sino que se levantan sobre él y lo arrebatan consigo. Hacen en el verdadero sentid de la palabra, época, esto es, detienen el fluir del tiempo, sino que se levantan sobre él y lo arrebatan consigo. Hacen en el verdadero sentido de la palabra, época, esto es, detienen el fluir del tiempo, sostienen la siempre movediza balanza del surgir y perecer durante largo tiempo en oscilación gracias a una fuerza que opera desde dentro. En cuanto se desprenden decididamente de los ciclos naturales, quedan a la vez sus naves tras sí y plantean una situación que significa borrón y cuenta nueva.
Esto es, frente al tiempo, una posición completamente distinta de la que tenían aquellos procesos fisiológicos, en los que pulsa de modo duradero la vida de las comunidades humanas. Esta otra relación con el tiempo es la razón interna de la historicidad de los acontecimientos y decisiones que hacen época. Son historia no porque sean mayores que los ritmos estilo natural de los pueblos, sino porque surgen abruptamente del tiempo y detienen su curso en lugar de incorporarse a él. Con esto llevan en sí mismos fecha y nombre, incluso cuando se olvidara el nombre y no se pudiera fijar bien la fecha. Pueden ser modelo y lección, fundación y catástrofe. Pueden ser recordados y cantados cuando ya están acabados. Pero las estructuras eternas de la vida son simplemente sentidas, se sume uno en ellas, hay de ellas un saber y una sabiduría, pero de ellas no hay ni épica ni crónica.
Ciertamente que sobre el mundo del que se disparan las migraciones de pueblos es difícil o absolutamente imposible lanzar un haz de luz. Sólo cuando aquéllas llegan a los umbrales de culturas que están acostumbradas a escribir la historia se pueden aprender sus nombres, y sólo cuando han levantado castillos y tumbas de príncipes en un país que ya había aprendido a soportar poblaciones fijas aparece un cuadro de un estilo espiritual, el cual debe haber sido importado pues que es un cuerpo extraño en el país que les pertenece.
Y si es oscuro el origen de las grandes migraciones, puede decirse con toda verosimilitud que caudillos de enorme energía, en modo alguno impulsiva, sino plenamente consciente e individual, deben haberlos organizado y conducido. Si los nombres de aquéllos pueden haber sido en la lengua y la escritura de las viejas culturas en que irrumpieron gravemente desfigurados y malentendidos, transformados en conceptos generales aplicables a todo el pueblo emigrante o a sus guerreros, o confundidos con éstos, eran por cierto, en el más puro sentido de la palabra, figuras individuales, personalidades históricas, no de otra manera que los reyes con la leva y los mercenarios de los viejos imperios les salían al encuentro y tenían que defender un mundo con escritura y arte (poseemos listas de sus hazañas y retratos), mientras que aquéllos se quemaron como una antorcha en sus únicas hazañas. Pues las hazañas históricas que señalan un comienzo nuevo no pueden ser realizadas por ninguna otra energía que por la de una voluntad individual. Poderes impersonales y comunidades sin nombre producen sólo creaciones y progresos perseverantes.
El origen de las grandes migraciones se puede comprobar sólo a partir de su último extremo, con su irrupción en las culturas sedentarias o con su fracaso delante de las murallas de éstas. Hasta este punto sólo se puede adivinar un esquema de su curso. La consigna de buscar entre la plena destrucción de las tiendas la lejanía absoluta debe haber significado siempre a la vez una selección u una formación nueva precisamente para tal empeño. Pueblos enteros, lo mismo sedentarios que nómadas, no se ponen absolutamente en movimiento, e incluso una fuerte presión a sus espaldas los desplaza, empuja, cambia de lugar, pero no los transforma sencillamente en emigrantes. Aquella consigna discurre por consiguiente como un rayo en la marcha circular de la vida normal, y prende siempre en los jóvenes y aventureros, en los que están de más y desheredados y, en primer lugar, en los que íntimamente carecen de patria, están prestos a la hazaña y tienen sed de mundo; pero tales gentes existen no sólo a montones en todos los pueblos de jinetes y pastores, sino también entre los campesinos belicosos. El resto que permanece queda adherido a la acostumbrada estepa o sigue cavando la gleba en su hogar, y la falta se cubre fácilmente. Más adelante de los que se han puesto en marcha sólo hay o nada o todo, la victoria o la derrota, la fortuna del señor que los guía o la fatal muerte.
En algunos casos puede un gran caudillo haber arrancado casi todo el pueblo de la patria y haberlo arrastrado como un gigantesco tren, especialmente cuando otros pueblos aprietan a su espalda y en la lejanía atrae a la invasión un imperio decadente. Lo que entonces se queda atrás es un resto perdido, que es aniquilado o fundido por los que vienen detrás y que a lo sumo más tarde alguna vez pulsarán en la sangre de éstos. pero lo mismo si bandas guerreras y comitivas altaneras se separan del pueblo, que si es arrastrado a la invasión el grueso de la tribu, en ambos casos debe haber sido el primer logro del jefe haber conformado a los que marchan de nuevo y precisamente para esa finalidad.. La movilización que ocurre entonces es verdaderamente total. Sólo así se explica la rapidez del movimiento, el alcance del empuje, la fuerza del choque y, en algunos casos excepcionales, podemos medir, o por lo menos calcular, en qué breve tiempo fue atravesado todo un continente. Los pueblos situados al paso son atravesados como un cañaveral que cede, círculos culturales poderosos y de respetable altura, como el de la cerámica de bandas de la cuenca del Danubio, son aplastados casi sin resistencia. Lo que aquí actúa no es la sencilla sed campesina de tierras, como tampoco el empuje natural de los pueblos pastores hacia mejores pastos, sino la ley de la gran migración bajo caudillos cuya fantasía apunta a objetivos muy lejanos.
Naturalmente que el mayor empuje y el ritmo más rápido lo tienen los ataques de pequeñas tropas de guerreros con reducido equipaje. A comitivas tan duras no hay objetivo que se les resista mientras no tropiece con murallas muy fuertes. Su empuje, su éxito, la gloria de un jefe y el atractivo de sus objetivos atrae por todas partes gentes de iguales sentimientos, incluso de pueblos completamente distintos, y su marcha se parece a la de la bola de nieve que va rodando pendiente abajo. Aquí es caso válida la frase de que en las migraciones de pueblos no emigran pueblos, sino que los pueblos se forman en la migración y durante ella. Emigrar así no es un estado, sino un proceso creativo. Las culturas superiores no han sido creadas por pueblos que ya existían, sino que ellas mismas se han creado sus pueblos, y los pueblos en la órbita de aquellas culturas no son sus autores, sino la creación de aquellas mismas.
Por consiguiente, tendríamos por cosa completamente falsa o, cuando menos cuestionable, comprender las migraciones de los pueblos como movimientos vagos y naturales e imaginárnoslas sobre el modelo de las aves emigrantes y de los bancos de peces. Lo que se repite a modo rítmico no puede servir de modelo a los estallidos históricos, y una voluntad, aunque su objetivo sea todavía tan indeterminado, es algo distinto que ser impulsado por oscuras potencias. También es imposible explicar procesos de la primera clase a partir de elementos y regularidades de la segunda, y de la misma manera que las culturas superiores no pueden deducirse de las condiciones del puro sedentarismo, tampoco las migraciones de pueblos pueden derivarse de la forma de la vida del nomadismo. Ellas son el segundo fenómeno básico de la historia, entendida esta palabra en su sentido más rotundo de gestación.
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Más temprano, y de modo más resuelto que los pueblos sedentarios, renuncian las tribus emigrantes al matriarcado. En su religión y sentimientos, como en su organización social, domina la fuerza del varón. Los poderes del fondo de la tierra y el derecho de la madre, con ellos emparentado, se levantan siempre sólo de la gleba labrada. Un suelo que es pisoteado por los caballos y surcado por los carros que viajan no está lleno de dioses ctónicos. Por el contrario, al camarada muerto, especialmente a los señores y a los caudillos, les es entregada en la tumba toda la riqueza y propiedad suya, e inmediatamente que se conquistan nuevos territorios, de este mismo espíritu surgen tumbas señoriales junto a las fortalezas, no para eliminar a los muertos ni para eternizarlos, sino para glorificar su nombre y su recuerdo. Lo mismo que por encima de toda la migración, en toda su extensión, y por muy cambiante que fuera todo lo terrestre, se extiende como una bóveda sobre el cielo, domina un dios celeste, representado como señor y padre, por encima de todas las cosas. Mucho de esto es creencia común de los nómadas y herencia de las zonas nórdicas, pero con la elección y el destino de la vida errante se realza y purifica.
Y cuando los pueblos emigrantes tropiezan con las altas culturas, chocan dos estilos de espiritualidad, dos razas y aún más: dos modos en los que puede comenzar la gran historia y las dos decisiones por las cuales es esto posible. Un muro de obstáculos naturales, formado por sierras y bloques montañosos, por desiertos y estepas, por mares y ríos, aparentemente sin solución de continuidad desde los Alpes hasta Tienshan, parece separar uno de otro los dos mundos y proteger las altas culturas de los ataques desde el Norte. Pero en ello se manifiesta que las condiciones naturales no son nunca unívocas.
Las culturas superiores se esfuerzan por levantar atalayas, fortalezas, cercar sus espacios y protegerlos. En los milenios que fueron intranquilizados por las migraciones crecieron en muchas capas, unas sobre otras, aquellas murallas, ciudades fortificadas y sistemas de fortalezas alrededor de todos los países en los que había algo que proteger: desde la larga muralla de China, que en los tiempos de su mayor extensión llegaba desde el golfo de Corea hasta el Tarim, y que fue convertida por Shihuangti en una verdadera muralla contra los hunos, a través de las ciudades fortificadas que debían proteger Asia Anterior por el Norte contra escitas y sármatas hasta las murallas romanas en Mesopotamia, en los desiertos de Siria y Arabia, junto al Danubio y al Rhin. Desde luego que tales murallas no impiden el encuentro de los dos mundos históricos, y son sólo una forma de este encuentro. Y desde luego que ellos no son ninguna panacea. Un fuerte ataque se presenta siempre, si no en un punto, en otro. En un caso muy importante, en el ataque de los hunos, la ofensiva chocó con tal violencia con la muralla china de los emperadores Han, que atravesó todo el continente y llegó a presionar contra los límites fortificados del Imperio romano. Especialmente cuando varias corrientes migratorias, desde distintas direcciones, el Este, el Norte, el Noroeste se encuentran todavía en las estepas o junto a la frontera, como aconteció en las invasiones del siglo IV d.C., se engendra un torbellino del que proceden nuevos choques, y esto, a la larga, no puede resistirlo ninguna frontera. Pues la energía viva de las grandes migraciones no disminuye en manera alguna, como ya se ha dicho, durante su curso, e incluso puede crecer. El tiempo trabaja para ella y el espacio infinito también.
Cuando el espacio histórico carece de una cultura elevada es como si surgiera del mar un nuevo continente. El segundo principio de la historia, la migración de los pueblos, hay que pensarlo conforme a una imagen completamente diversa. De centros de alta tensión, de los que sabemos poco a falta de documentos aprensibles, pero cuyo lugar y manera podemos deducir, se desprenden energías que se trasforman en un disparo y que, en el caso de que no tengan desde el comienzo su destino, se convierten pronto en movimientos con un objetivo determinado.
La palabra "bárbaro" -de la que hablaremos más adelante- es un concepto inventado por los pueblos sedentarios, por los pueblos atacados. Adquiere su carácter peyorativo por el propio chovinismo de quienes lo utilizan. Pero es absolutamente imposible comprender la historia de Europa sin tomar plenamente conciencia de este segundo polo del mundo antiguo: el no sedentario, el bárbaro. Algunas fases importantísimas del acontecer histórico se desarrollan cuando se cruzan y superponen poblaciones antagónicas. Sin las migraciones y las defensas no podemos explicar el sistema de estados en los que los valores de poder se contrapesan mutuamente y en los que juega la gran política. Los pueblos emigrantes son un movimiento histórico hecho carne, pero lo son de manera tan carnal que nada saben de ello. Viven y perecen en acontecer agudo, como la llama en el incendio. Los escitas se designaban a sí mismos, según nos cuenta Heródoto, como el más joven de todos los pueblos. Su primer hombre, un hijo de Zeus y de la hija de un dios fluvial, no había nacido más que mil años antes del ataque de Darío a su país, esto es, alrededor del 1500. ¿Dónde habría un pueblo sedentario que no estuviera convencido de ser el más antiguo de todos los pueblos y que el origen del mundo estaba establecido en su propio país?
Homero y Heródoto nos conservan noticia de los destinos emigrantes de los frigios, los misios, los teucros y otros pueblos que emigraron a lo largo del segundo milenio. Muchas veces con extraña confusión, de manera que se invierte precisamente el punto de partida y la meta de la migración. En los pueblos emigrantes mismos vive todo esto evidentemente como una profunda e indefinida dimensión de la conciencia colectiva.
Por el contrario, la conciencia histórica de las altas culturas, como su ser histórico, está dominado por el principio de la permanencia. Viejos reyes que las habían fundado y cuyas disposiciones valen para todos los tiempos; títulos y pretensiones de dominio legítimas, que muchas veces abandonadas en tiempos de debilidad, son puestas de nuevo en valor, con lo cual el mundo vuelve a estar en orden; son los típicos ciclos de decadencia y renovación como se marcan de modo clásico en la conciencia histórica de la China: típicas historias del curso de las diferentes dinastías, que siempre comienzan con buenos reyes, después se sumen en la impiedad y por fin son disueltas por una dinastía nueva y sin mácula. Pero esto no es el espíritu del acontecer histórico, sino el de la resistencia de una permanencia que se pone continuamente en peligro por la decadencia, y que por eso se sabe continuamente espoleada a la hazañas creadoras y existe de modo histórico en el gran sentido de la palabra.
Sólo cuando las invasiones se aproximan y penetran en mundos de permanencia, experimentan algo de la actualidad del acontecer histórico. Lo aceptan naturalmente sólo como tormenta de fuera, como crisis o como catástrofe de su propia permanencia. Lo describen así en palabras y en imágenes. De los hunos, sus campañas, ataques y efímeros imperios no sabríamos casi nada si no lo hubieran registrado todos los anales chinos durante siglos. Tampoco sabríamos nada de las migraciones de pueblos del segundo milenio si no nos dieran noticia de ellas los archivos cuneiformes y jeroglíficos, las obras de arte de las altas culturas, los recuerdos alcanzados más tarde por los griegos y las ruinas salvadas en medio del desastre y la crisis: son huellas de la destrucción. Esto, ciertamente, no es todavía ciencia histórica ni historiografía, ni tampoco conciencia de historia. Estas existen sólo cuando el suelo del alma ha sido atado una o dos veces y e hombre se ha convertido en medida de las cosas y el Estado en contenido del mundo. Pero "la historia como tema" luce ya en aquellos documentos primigenios como una incipiente conciencia.
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