LAS CULTURAS SUPERIORES Y MEDINET-HABU

Volvamos todavía una vez más a los relieves de Medinet-Habu.  En ellos resplandece el contenido histórico del segundo milenio, e incluso momentáneamente la historia como tema absoluto, como en un fenómeno límite.  Que el ataque de los pueblos del mar sobre Egipto era sólo el oleaje de una gran migración de pueblos contra el último dique, ya lo hemos dicho.  Detrás de él actúan movimientos de pueblos que se extienden por el Asia anterior y todo el mundo mediterráneo, y a la espalda de estos movimientos actúan a su vez, a gran distancia, los empujes y migraciones de los pueblos indoeuropeos a través de continentes.  lo que allí aparece como una victoria del faraón es en verdad historia movida de las mayores dimensiones, y las bandas étnicas que están representadas como la comitiva de sus prisioneros, son las rejas de arado que han abierto un mundo entero.
Por otro lado el Egipto de Ramsés III, que alcanzó esta victoria y la perpetuó en imagen, ya  no es el gran imperio del siglo XV, como tampoco ya el antiguo estado civilizado de los viejos tiempos, consciente de sí mismo y cerrado tanto espacial como espiritualmente.  Su fuerza guerrera que se había desarrollado en la lucha contra los hicsos comienza a resultar dudosa; descansa ya en su mayor parte en mercenarios extranjeros.  Ya desde hacía mucho tiempo formaban una parte esencial del ejército egipcio no sólo las tropas libias y nubias, sino también los serdana.  Ahora se suman además los filisteos, zaccari y tursa; casi todos los "Pueblos del Mar" lucharon ya en la batalla de 1190 por los dos bandos.  Las consecuencias no tardaron en sentirse.  Rebeliones de los mercenarios e intentos de sus jefes para imponerse a los señores del país amenazan a veces ya desde muy pronto. Más tarde se convierten en inmediato peligro para el imperio, especialmente desde que los mercenarios líbicos fueron instalados en las ciudades del Delta, donde sus príncipes comienzan a fundar señoríos autónomos.  El final es que ellos conquistan el trono de los faraones; pero este dominio extranjero es sólo el comienzo de una larga cadena; al dominio líbico sigue el nubio, después el asirio, después el persa.
Bajo los Ramésidas que suceden a Ramsés III, junto con la significación mundial y el poder militar del imperio decae el orden interno.  Es como un símbolo grandioso y auténticamente egipcio de esta decadencia que los faraones muertos ya no pudieran ser protegidos contra las bandas de ladrones de tumbas y que hubieran de ser llevados a un escondrijo junto a las montañas del Oeste.  Su eternidad, según se veía entonces, ya no descansaba en la suntuosidad de sus grandiosos sepulcros y en la técnica de la momificación que vencía milenios, sino en la duración del conjunto.  Y cuando ésta se hizo pedazos, también los reyes muertos tuvieron que huir desde el centro del mundo al despreciado desierto.
El gobierno de treinta años de Ramsés III indica exactamente el punto de la crisis.  Mientras que él fue señor de los pueblos del mar y de las tribus del Oeste, alcanzó la última clara victoria y mantuvo todavía el Imperio.  Pero su ejército estaba ya lleno de mercenarios extranjeros, su corte, de esclavos y funcionarios extranjeros.  Bajo el brillo de sus victorias y de su largo reinado avanza inexorablemente la decadencia.  Los sacerdotes devoran la riqueza del país, y una conspiración contra la vida del rey pudo ser contenida apenas. También en sus construcciones, incluso en los relieves que conmemoran sus victorias, se denuncia la decadencia en claras señales.  Egipto es hasta tal punto un mundo construido y un estado de piedra que cada momento supremo de su historia se manifiesta, según una ley orgánica, en ciclópeas construcciones y en formas pétreas; y, por otro lado, toda flaqueza de la fuerza política y todo desorden interno se pone de manifiesto en que el lenguaje formal se ahueca o vacía, y la actividad constructora se empobrece y, en parte, cesa por completo.  En todo caso, la tradición egipcia, transmitida en escuelas de construcción y de cantería, es tan fuerte en este campo, que el gran estilo se extiende también a través de épocas vacías y profundas crisis a veces manifestadas sólo como ligeras inseguridades, agotamiento de la voluntad formal política o como anquilosamiento de la técnica.  Pero con esta limitación, la historia de Egipto es a la vez la de su trabajo en piedra y sus tumbas, templos, relieves y estatuas son el índice de los altibajos de su propia fuerza en la Historia.
La época del Nuevo Imperio, particularmente los siglos del imperio universal, llevaron por ello consigo una ascensión del arte egipcio, la cual pertenece a las cosas más grandes que los hombres han construido o esculpido jamás.  La más poderosa creación son los templos de los dioses.  como éstos, nunca los hubo en el Egipto antiguo, que sólo construía en grande para los muertos, aparte de breves episodios durante las dinastías V y XII.  A esto hay que sumar los sepulcros de los reyes y de los magnates, tanto extensos como excavados en las rocas, todos adornados con series de imágenes pintadas o labradas en relieve: tal abundancia de arte monumental apenas se ha excavado en ninguna otra parte del planeta.  Dos momentos culminantes se señalan claramente: el uno de Thutmosis III a Amenofis III, esto es, hacia mediados de la dinastía XI.  Entre ambos está la época del Amarna, en la que la milenaria tradición del arte egipcio fue audazmente interrumpida, e incluso arruinada.  Tómese como símbolo, de una parte, el templo de Amón, de Amenofis III, en Luxor en el que se realiza perfectamente la idea del templo procesional egipcio, y con ello la forma fundamental del espíritu egipcio (del cual hablaremos más adelante), y de la otra la sala de las columnas, en el templo de Amón, en Karnak, que comenzó Ramsés I y terminó Ramsés III; se podría también señalar para lo mismo el majestuoso templo rupestre de Abu-Simbel, allá en el sur del Imperio.
La comprensión del último momento culminante del arte egipcio se cierra más bien que se abre cuando se miden estas construcciones, y la escultura que las acompaña, con el patrón del estilo rígido del Imperio Antiguo o con la clásica voluntad formal de la dinastía XII, y se las comprende bajo las categorías de la "época tardía" o "civilización".  El espíritu egipcio crea todavía entonces algo plenamente valioso dentro de las leyes estilísticas que él sigue, y además realzado por encima de la situación del mundo, aguijoneado por lo moderno y contagiado por el espíritu del Amarna.  Es una nueva ternura, agrado y vivacidad formal lo que hay allí, una frescura de la representación y una audacia en las figuras, una mezcla de alegría y de melancolía en la expresión que, ciertamente, también en su intimidad está a dos milenios de distancia del Imperio Antiguo, pero que no deja en modo alguno de ser egipcia, y aún menos decadente.  Las mejores obras de la época, por ejemplo los relieves en el templo de Sethos I, en Abydos, o las esculturas e inscripciones de la tumba del mismo rey junto a Tebas pertenecen a lo más hermoso de cuanto se creó en Egipto.
Pero lo cierto es que toda la época es una última cumbre, y esta realidad está sellada como una señal secreta en la belleza de sus obras más maduras.  Los relieves de Medinet-Habus, que corresponden apenas a cien años más tarde, son los paralelos exactos de la situación del poder del imperio bajo Ramsés III.  Demuestran afirmación y decadencia, el triunfo de la forma y su decadencia, en nivelado equilibrio.  La riqueza, el realismo y la fuerza de la composición de los cuadros de batallas se mantienen a plena altura, pero la disposición sucumbe al amaneramiento, aunque sea ésta magnífica.  En efecto, se derrumba inmediatamente, de modo brusco, ya bajo los últimos ramésidas, lo mismo la gran arquitectura que la escultura, cuyo sentido de ser era la política.
Los relieves de Medinet-Habu pueden por consiguiente ser llamados, en más de un sentido, "fenómenos-límite".  En los pueblos extranjeros, que en ellos están representados, se manifiesta un milenio de grandes migraciones y de gran política, como en sus últimas oleadas.  En la victoria que solemnizan se manifiesta todavía por una vez un imperio mundial.  La obra misma es perfecta, pero casi las últimas creaciones de una tradición artística de dos milenios.   La historia en movimiento, impulsada desde la lejanía, choca en ellos desde fuera contra el mundo de la permanencia, y es recibida por éste, conforme al estilo del centro faraónico, como pretérito perfecto, como lógica victoria, como tranquila serie de imágenes en las paredes de un templo, que reflejan el dinamismo del movimiento como la ley estilística de lo permanente.  Es como si dos corrientes de diverso estilo, la presión de las fuerzas desencadenadas y el peso de la paz, chocaran, la una desde dentro y la otra desde fuera, en una frontera imaginaria, se amontonaran la una sobre la otra y con su movimiento produjeran un espectáculo que sólo podía producirse en este excepcional encuentro, pero que encarna de una vez para siempre el tema de la Historia.
Y es que la historia no transcurre en procesos continuos que pudieran ser diferenciados e integrados en el sentido de la teoría del fluir, sino en decisiones que son obligatorias por necesidad.  Cuando hablamos de "decisiones" nos referimos a actos libres de voluntad que vienen determinados por las circunstancias de que brotan, pero que no se deducen de ellas; que "son obligatorias" significa que las circunstancias crean y se construyen como circunstancias que obligan a que las reconozcan tanto a los que deciden como a los afectados por la decisión, y forman el punto de partida para todo el acontecer futuro, incluso para las decisiones futuras. La Historia no se pude concebir sin decisiones, y las decisiones en las que va avanzando la historia han de ser tomadas en serio, no deben ser desdibujadas o reducidas a una pura suma de posibilidades de lo humano, ni sistematizadas exclusivamente como grados de un desarrollo necesario, ni falsamente interpretadas como manifestaciones de algo general que está por encima.  Así pierde la Historia su misterio y se extingue su historicidad.  Pero la historia no es imaginable sin el pensamiento de que las decisiones en las que acontece son, de algún modo, obligatorias.  Obviamente, hay otras decisiones que a nadie obligan, pero éstas pasan por delante de la historia, no entran en ella pues en ellas nada histórico acontece.
Una de las mayores decisiones de la Historia del ser humano es el paso a la alta cultura.  Como todas las decisiones, no es general ni absoluta, sino que acaece en puntos determinados particulares de la tierra: como decisión de hacer de un territorio horizonte y escenario de una más alta forma de existencia y de demarcar con ello a los bárbaros que quedan fuera y a la propia cultura de dichos bárbaros.  Pero donde la alta cultura se desarrolló obligó a la perduración.  Estamos hablando de una segunda y más elevada forma de sedentarismo; un sedentarismo no sólo del hombre, en la medida en que éste se aleja, sino también de sus obras y producciones.  Las obras del hombre sólo entonces se adscriben al territorio que ocupa, se desposan con él, lo transforman y lo llenan de encanto.  Crean una patria, un mundo propio y exclusivo.
Esas altas culturas no garantizan un florecimiento milenario de obras y formas.  Es indiscutible que son formaciones de efecto duradero que establecen las bases y normas de un modo distintivo de vida y muerte con aspiraciones superiores.  Pero ellas son elaboradas a partir del duro choque entre lo aportado y lo inventado, y sobre todo de la irreconciliable lucha entre los diversos poderes dentro de su mismo ser, victorias de unos dioses sobre otros, que decide el hombre que dice sí y no, productos de una gigantomaquia, y por eso duran sólo en cuanto la forma superior que en ellas se ha engendrado se mantiene gracias a los nuevos intentos y al mantenimiento de una tensión duradera.  No lanzan nuevas formas como un árbol echa nuevas ramas, sino que sólo las hacen posibles y plantean la exigencia de que sean ofrecidas fuerzas nuevas para mantener, elaborar, realzar y renovar el estilo.  Hay culturas que se han quedado sordas porque la elección que correspondió en ellas no fue la acertada.  Hay otras que se han quedado a medio camino porque el primer brote creador que a ellas condujo no estaba preñado de estadios futuros.  La decadencia viene siempre del interior, si no es ahogada por realidades o si la fuerza no consume el primer empujón.  Una decisión alcanzada de una vez no dispensa a las siguientes, ni aun en este caso, sino qeu las exige y es sólo por ellas justificada.
El bien supremo que resulta de esta manera ha sido descrito a menudo, y más de una filosofía de la historia ha vivido de su contemplación.  Pero a la vez, en la mayoría de los casos, ha sido reducido a fórmulas sencillas como "acá y acullá sobre la tierra, en este o el otro momento en el tiempo florecen culturas altas".  Naturalmente que están implicadas, hasta cierto punto, con todo lo que acaece en los territorios vecinos, pero estas implicaciones son para ellas casi sin consecuencia, porque de modo convincente las culturas tienen su sentido en sí mismas.  Son como espacios propios que superan la fase de la mera lucha por el alimento y el poder y se levantan como fortalezas identitarias en las que se aspira a un sentimiento común y metafísico, una idea útil y válida de la vida y la muerte, de algo santo y bello.  Lo esencial es que todo en ellas cobra sentido.  Por ejemplo, los dioses de Egipto con cabeza de animal conservaron durante milenios la misma raza espiritual y eran evidentemente de otra raza que los seres monstruosos de Mesopotamia.
¿Es ilimitada la capacidad de la tierra para soportas estas culturas superiores, o hay sólo un número determinado de ellas?  ¿Son las leyes de la formación que las compone y de su decadencia reconocibles u ocultas?  ¿Domina en su sucesión un ritmo y un sentido, o el simple, acaso, o una oscura necesidad?  La visión fundamental queda sin afectar por estas alternativas.
Estas reflexiones nos llevan a cuestionar la idea de la unidad de la historia universal.  La historia universal, vista desde los países escogidos, se disuelve en los destinos milenarios de las ocho grandes culturas que, como plantas, crecieron y florecieron a lo largo del tiempo, completamente solitarias unas frente a otras.
Consideramos la concepción de las culturas superiores como seres que se desarrollan por sí mismos sospechosamente.  No es lícito hablar del crecimiento como vegetal de estos grandes imperios sobre el suelo materno de su paisaje, pues el paisaje en la historia es sólo el instrumento sobre el que la melodía de la civilización suena.  Se debe hablar, por consiguiente, de decisiones que, como temas audazmente creados, dan el tono a un determinado estado más alto de la vida, y son creativamente conservados por destinos históricos en los que este estado se mantiene, si bien modulados por circunstancias y decisiones nuevas.
Existen estilos elevados de la existencia humana como realidades históricas concretas ligadas a pueblos, espacios y tiempos determinados que levantaron sus propios sistemas de valores.
Concluiremos diciendo que las altas culturas son, en primer lugar, un fenómeno raro, y, en segundo lugar, su elevación se produce por un tiempo determinado a partir del movimiento histórico.  Su final es un imperio que se expande y después decae, o un estado teocrático que es atacado por un dominador extranjero, o un puro campo de ruinas.
Wilhelm Dilthey dijo de la entrada de los romanos en la historia universal: "Es como si surgiera del mar una nueva parte del mundo".  Cabe añadir que el desarrollo político, la belicosidad, la economía y la resistencia a los envites de otras fuerzas externas determinan la duración y progreso de estas culturas superiores.  Sin la determinación ambiciosa de determinados pueblos que hoy llamamos "civilizaciones", éstos no hubieran existido jamás y los territorios que ocuparon habrían quedado reducidos a solares vacíos que no hubiesen sido sino espectadores de lo que sucedía a su alrededor.

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