LAS CIUDADES COMO CENTROS DE IRRADIACIÓN DEL ESPÍRITU ROMANO

Los semilleros y centros de irradiación del espíritu romano son en toda la extensión del Imperio las ciudades y sólo ellas (los distritos campesinos son atribuidos a ellas como territorios).  Los territorios que no tienen ciudad siguen en la oscuridad como puros objetos de dominio.  Augusto ha fundado ciudades como un dominador helenístico, pero mucho más numerosas y dentro de un plan más ambicioso que ninguno de ellos, en África, Galia e Hispania, junto al Rhin y junto al Danubio.  Aldeas y villas, clanes y asociaciones tribales, recintos de templos y mercados son transformados en ciudades; como apéndice de los campamentos de legionarios y de las tropas auxiliares crecieron rápidamente las ciudades; otras fueron fundadas en pleno campo.  Todos los emperadores del siglo I, sobre todo Claudio y Vespasiano, continúan la obra edilicia de las provincias.  Los Antoninos, en el siglo II, hacen más densa la red de ciudades y las establecen además en las lejanas provincias danubianas, por Dacia, Mesia y Tracia.  Millares, verdaderamente millares de ciudades florecieron en estos dos siglos, en las costas y junto a los ríos,  ante las vías militares y de tráfico; ciudades campesinas y comerciales, ciudades metropolitanas y de rutas caravaneras... Cada una con su vida política propia y, cuando tenía pleno derecho, con un senado municipal.  Todas ellas son foco de irradiación de la civilización greco-romana y baluartes de la supremacía de Roma.  Arquitectos romanos construyen en todo el mundo: acueductos y pórticos, mercados y templos, tribunales y curias, gimnasios y baños, teatros y estadios.  El Imperio se constituye como una gigantesca federación de ciudades-estado.  Pero el imperio y el cuidado del príncipe lo abarca todo en una misma paz: "toda la ecumene es una sola ciudad" (Elio Arístides).
La palabra "civilización", hoy tan devaluada y superada, tiene en la época que nos ocupa un valor crucial dentro de la historia universal, pues allí designa, no un montón de cosas artificiosas que se han hecho imprescindibles, sino una conformación llena de aspiraciones de la vida y de las costumbres, un espíritu que obliga y que ejerce un efecto duradero sobre fuerzas valiosas.  Su acento es verdad que descansa sobre aquellos que poseen algo y tienen algo que perder, pero, sobre todo, en que estos mismos son responsables del conjunto.  La civilización es allí interés activo por el imperio y colaboración en él en cualquier grado.  Los elementos civilizados forman el sistema de puntos angulares, articulaciones y transmisiones en los que no sólo reposa el imperio, sino con los que opera.  En ellos descansa su economía financiera, su administración de recursos y su ejército.  De ellos saca el dinero y los premios, los soldados y oficiales, los funcionarios, senadores y pronto incluso los emperadores; esto último a partir del año 69, en que según la cínica frase de Tácito (Historias, I), fue descubierto el misterio de que el príncipe, al cabo, también puede ser hecho en otra parte que en Roma.  Cuanto más importantes se vuelven las ciudades provinciales para el reclutamiento y para el bienestar del Imperio, tanto más se completa el senado romano con los senados de ellas, y tanto más marcadamente se extiende a las mismas el cuidado de los emperadores.  Cuando después la política económica de los emperadores soldados del siglo III, las cargas de las guerras permanentes y de los desórdenes en el Imperio arruinaron a las clases medias ciudadanas, el ejército se componía hacía mucho de bárbaros del campo y la lucha de clases se hizo declarada entre las ciudades y el campo esclavizado, la estructura primitiva saltó.  Pero también aquí podría decirse que el fin estaba presupuesto en el principio y que la decadencia confirma a su manera la ley de la edificación.

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