Sería de la mayor falsedad explicar el ascenso de Roma como la simple consecuencia del retroceso de la potencia etrusca. La victoria naval de los griegos sobre los etruscos delante de Cumas, que Píndaro cantó (474 a.C.) junto con la victoria de Gelón sobre los cartagineses seis años antes, aligera más la presión que pesa sobre las ciudades griegas de la baja Italia que la que estrecha a la joven Roma. Por lo demás, sería la primera vez en el mundo que una nueva entidad política resultara del hecho de que se aflojara una presión y se abriera un espacio. Los más antiguos hechos con los que Roma sale de su estrechez son de estilo completamente distinto: pequeños, duros y tercos. Las leyendas de Coriolano, de la caída de los Fabios junto al arroyo de Crémera, del dictador Cincinato, dan una gran luz sobre ellos. Durante un siglo lucha Roma al mismo tiempo con los ecuos al Este, los volscos al Sur, los etruscos al Norte. Muy poco a poco se va volviendo a recuperar la situación territorial de la época de los reyes, especialmente en la costa. Son enviadas colonias de ciudadanos como puntos de apoyo y avanzadas. El movimiento natural, la fuerza elemental de agresión, procede en el siglo V ya, y especialmente en el siguiente, de las tribus sabélicas, no de Roma. La forma romana de energía es resistir y presionar, y después, desde luego, atacar y resistir, poner el pie y asegurar. Lo que la leyenda mantiene en la conciencia histórica no es el brillo de la victoria, sino la defensa de los últimos puentes de resistencia, la caída en un día de la gentilidad más poderosa, el sacrificio de la vida del cónsul, la salvación de la ciudad en el último momento.
Apenas la etrusca Veii (o Veyes), que está a tres horas de camino de Roma, es tomada después de un asedio de diez años y es destruida, sobreviene el negro día del Allia, y Roma misma es saqueada por los galos y quemada. Dura un siglo que se tranquilicen los repetidos asaltos de los galos y para más de siglo y medio, hasta que la derrota del Allia es vengada con la victoria de Telamón. Sin embargo, la derrota estaba ya vengada: Roma sale de la catástrofe del 387 no sólo como ciudad fortificada con muralla completa, sino como pueblo reforzado con leyes justas y clases acordes.
La siguiente guerra que tiene que hacer dura, con breves pausas, cinco años, y en sus mediados hace pasar al ejército romano por debajo de las horcas caudinas. La fuerza desbordante de las tribus osco-sabélicas se ha derramado entonces por todas partes; Platón les predijo a ellos el dominio sobre las ciudades griegas de Sicilia. Roma, en estas guerras samníticas, también se ha limitado a sostenerse y contrapresionar, ha enviado colonias y establecido fortalezas en los lugares en peligro, y así, a través de todas las derrotas, ha conseguido la victoria final, que decidió sobre el destino de Italia. Corresponde al modo de actuar de Roma que las guerras samníticas, aún con lo poco que tuvieron de modo de ataque expansivo, no fueran sólo defensivas, sino ofensivas en su modo de hacerse, tanto en la disposición táctica como en el efecto. Roma intentó contra la fuerza más violenta y salvaje que había entonces en la península, contra la federación samnita, una decisión como todo el que quiere dar un golpe definitivo, agujereando la tabla por el puto más grueso: todos los demás enemigos, que todavía resistían, latinos rebeldes, etruscos, galos, fueron liquidados mientras tanto o inmediatamente después.
Spengler llama a las guerras contra los samnios, contra Pirro y contra Cartago, las victorias clásicas de Roma. Lo son no sólo por lo que lograron, sino por su forma. Roma tuvo en estas guerras siempre el enemigo ante portas y resistió a esto durante siglo y medio. Sufrió numerosas derrotas, entre ellas algunas aniquiladoras, como las de los pasos de Caudium, del lago Tramiseno, de Canas. Pero ganó todas las guerras, y esto no sólo porque ganara las últimas batallas. Contrapuso a la elemental fuerza agresiva de los sabélicos la tenaz contrapresión, el arte militar moderno de Pirro, la inconmovilidad de las legiones y el senado; al genio de Aníbal, la vacilación de Quinto Fabio Máximo, pero sobre todo la movilización de todo el pueblo, y después, desde luego, siempre, como último golpe que perforaba, el talento, y a veces hasta el genio de entre las filas de su clase dominante. Sus victorias consistían en demostrarse invencible, por muchas veces que fuera derrotada. La victoria final era entonces como si para un efecto que corre muco tiempo llegara la cobertura segura. Es la más profunda sabiduría de Virgilio, o más bien la leyenda, que Roma no fuera fundada por un vencedor, sino por un vencido: el troyano Eneas.

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