EL CRISTIANISMO MÁGICO

El imperio medieval de los alemanes es algo más que una gran época en una historia nacional.  Es la realidad política que, digámoslo tranquilamente, ha tomado de manera de manera vicaria sobre sí la idea del Reino de Dios en Occidente y se ha sacrificado por ella.  Sus sustancia es la fe de que hay un orden terrestre que si no afianza la salvación celestial, al menos la prepara.  Su honor es que hay una espada temproal que no sólo tiene que proteger la fe cristiana sobre la tierra, sin que ha de realizarla mediante su soberanía y por ello es por la gracia de Dios como la Iglesia única, sirviendo junto con la cual forma el cuerpo de Cristo.  En este sentido íntimo es por cierto universal, por mucho que los poderes políticos de Europa disputen entre sí, desde temprano y con éxito.  Es universal porque en él -y por primera vez- es aceptada la cristiandad plenamente en la historia y el poder temporal se apoya plenamente en la luz de la gracia.  Es universal porque en él se forja la cristiandad occidental.
Las viejas luchas dogmáticas por la esencia de Dios y acerca de la naturaleza del Hijo se reducen a nada.  Pero también, todo lo que hicieron la filosofía helénica y el sentido político de Roma, para que del cristianismo se formara un sistema doctrinal y una organización eclesiástica, es vuelto a recibir aún una vez en el espíritu occidental y de él vuelve a renacer.  En esto, es realmente el cristianismo grano de simiente levantada sobre todo lo que hasta ahora ha surgido de él, y el suelo es en verdad fértil.  En esto, se hace el cristianismo aún una vez, casi como en su inicio, plenamente vida y experiencia, antorcha de fuego, que coge a toda la humanidad.  Se hace fe del alma humana infinita en el dios infinito, y en esta experiencia absoluta, toda la historia sagrada, ahora comprendida de nuevo, todos los terrores del pecado, todos los milagros de los sacramentos y del misterio de la muerte salvadora, son comprendidos juntos.  Los profundos dogmas en los que se formula la cristiandad occidental son sólo el reflejo de la realidad religiosa que surge en estos siglos, a la vez cosecha tardía de un crecimiento excesivo y reflejo de un tremendo incendio.  Pero el crecimiento mismo arde en la agitada interioridad del alma occidental, en los espíritus y en el pueblo, en el santo celo de los monjes de Cluny y en muchas solitarias celdas monacales, en decisiones de cruzada y en ocultas contriciones, en hazañas caballerescas en servicio de Dios, en confesiones y en oraciones.  Nunca estuvo la historia del cristianismo más cerca de sus orígenes que ese momento.
Algún historiador decimonónico llegó a ver juntas esta ascensión de la cristiandad occidental y la creadora época del mito pagano germánico que está en los mismos siglos.  Las leyendas de dioses contenidas en la Edda y la simbólica profundización de las historias de la Pasión cristianas, los grandes ciclos legendarios alemanes y franceses y las leyendas católicas de santos de los siglos X y XI, el mundo del Walhalla y la lucha por el sentido de los sacramentos, Sigfrido y el poema alemán de Heliand (Salvador): sólo ambas cosas juntas constituyen el "mito fáustico" que aparece al comienzo de la cultura occidental (según está, por otra parte, al comienzo de toda cultura universal un mito de gran estilo).  Porque en este momento ya estaba la cristiandad mágica como mundo de formas terminado, la productividad mítica del Occidente se dividió y no se manifestó unitariamente; el cristianismo no aniquiló un mundo de dioses, sino que impidió, en todo caso, su consagración.  Qué figura hubiera tomado el mito occidental independientemente del cristianismo, no cabe suponerlo en modo alguno.  Únicamente, la arquitectura gótica apunta a la posibilidad de un mundo de dioses fáusticos de gigantesco élan.
Se puede comprender que esta construcción de un Occidente absoluto es caduca en el momento en que el esquema de las culturas de mil años y aisladas, la metáfora de su crecimiento vegetal, y, en resumen, todo el dogmatismo de la morfología cultural decimonónica se demuestran insostenibles; podríamos incluso creer que el concepto de una cultura que desde el comienzo vino a dar en "pseudomorfosis", y de un mito que fue evitado, son una objeción suplementaria contra una filosofía de la historia que a ellos lleva.  si se mantienen con nosotros las culturas abiertas a la historia universal y se toman constitutivamente conceptos como herencia, renovación, transferencia de imperio, se derrumban tales proposiciones condicionales irreales, ya en general.  Se derrumban especialmente en este punto, en que la más fuerte e íntima potencia operativa de la historia de Europa, el Cristianismo, se percibe de modo inmediato en el proceso histórico, y después de los muchos efectos que ya ha realizado, realizó su efecto mayor.  En lugar de la cuestión de cómo un curso inmanente podría o debería haber sido, surge la aceptación de un milagro, pero de un milagro evidente e ineludible, y así se debería mejor decir: surge la experiencia totalmente válida.  en los siglos de la alta Edad Media, Occidente y Cristianismo se han empapado mutuamente , de manera que el cristianismo se ha convertido en espíritu y destino de los pueblos occidentales, y el conjunto del Occidente en el corpus Christianorum; la cristiandad misma, empero, no fue por ello retrotraída a su inicio, sino en él renovada.  Renovación; esta categoría fundamental de la historia de Occidente tiene aquí validez tan completa que casi lo trasciende a él mismo.  Aquí se adquiere una herencia que es abarcada con todas las fibras y se renueva.  Pero esta herencia no sólo es abarcada, sino que abarca también.  Y no sólo fue renovada, sino que se renovó a sí misma.  Pues no era sólo herencia, sino grano de simiente y tea incendiaria.

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