Por eso es completamente equívoco hablar del mito que se formó en los siglos alrededor del año 1000, y equiparar con ello la cultura occidental a las otras culturas de la historia universal en un aspecto morfológico. Desde luego, que la falta formadora de mitos de esta época es enorme; y en esta medida, es plenamente oportuna la apreciación de que el mito germánico y la historia bíblica, la leyenda heroica y la hagiográfica han experimentado contemporáneamente su gran formación simbólica. Pero el mito cristiano, que entonces se conformó como un mundo total, completo y en todo tiempo presente, es más que un mito. Surge de la intimidad moral del hombre occidental, y ella lucha a la vez en él por expresión. En la sustancia del hombre se realiza la total decisión por el cristianismo; en ella, acaece su renacimiento como renovación.
Ha sido siempre sentido como simbólico que el concepto central del Evangelio cristiano, la fe y el concepto central de la virtud germana, la fidelidad, coinciden en la palabra fides y en la cosa misma en una unidad. Pero el proceso moral es mucho más profundo: en él surgen el hombre occidental y la cristiandad occidental como las dos inseparables mitades de una misma decisión. El más desligado sentimiento de libertad y la modestia más humilde, el noble orgullo y la conciencia de ser un pobre pecador, son vividos tan audazmente, que en el más profundo punto del alma, se reducen a la unidad. El intranquilo ethos del hombre europeo, se define y declara al servicio de Dios, y experimenta que este servicio, donde la voluntad humana lo apoya, se transforma en otras tantas misiones plenamente terrenas. No sólo entonces lo terreno es santificado, sino que lo santo es también más santificado al entrar en la criatura y realzarla. El puño que sujeta la espada, el arado y el cincel, avanzan siempre en el más allá y cogen un trozo de salvación. Monjes que trabajan y luchan, aunque su tarea especial en el mundo es orar, caballeros y reyes que oran, aunque su oficio en la tierra es luchar y dominar; en ninguna parte, excepto en la misma palabra Jesús, llegó el Reino de dios más cerca que allí, en ninguna parte todo lo terreno fue tanto parábola y toda parábola como dicha a niños. El Evangelio fue allí no sólo doctrina, no sólo fuente de revelación, sino fuente de vida y objeto de la herencia. La grande e íntima vida en Dios es buscada y hasta mil veces hallada. Francisco de Asís, que completó tardíamente la Edad Media cristiana y la abrió hacia la modernidad, es por ello su más legítimo hijo.
Pero de la piedad sustancial se disparan las imágenes de los santos y los pensamientos en los que se piensa en abundancia derrochadora. Porque el origen de todas las obras es la fe, ningún pensamiento se queda en abstracto. toda la palabra quiere ser tomada al pie de la letra, toda imagen, como realidad. Lo más sabido es sutilizado, lo más difícil se torna fácil, y también lo más hermoso es más que cosa estética. Se inventa un grandioso simbolismo de todas las acciones y situaciones vitales, de toda la Naturaleza y de toda la historia; la palabra símbolo debe de entenderse en esto como que el signo tanto explica como causa el sentido, tanto encubre como revela. con una audacia de la que sólo es capaz el corazón fiel, lo mismo el pensamiento que el arte plástica se acercan mucho a la herejía, y por decirlo paradójicamente, a la falta de fe. La Iglesia tuvo que aplicar toda su sabiduría y paciencia de todas clases para, de la riqueza que e descubría en el hombre occidental,, cuando él se hizo cristiano en serio, tomar para sí, al menos una parte.
Con esto se alcanza un nuevo escalón en la historia de la cultura humana; el armazón de la vida histórica todavía, por una vez, se transforma desde el fondo mismo. Las culturas del primer milenio antes de Cristo lo transforman al instalar la subjetividad como eterna inquietud y como medida de las cosas. Pero el Cristianismo retrocede más allá de este punto, aparentemente último, de detenerse y saltar. Incorpora al hombre a un proceso que a partir de Dios y a través del hombre, regresa a Dios. Lo arranca del medio del mundo en el que hasta ahora estaba; abre, al que hasta ahora llevaba en sí mismo su medida, a lo eterno e insondable, lo tiende entre la caída del pecado y la salvación. Una cultura que toma en serio al Cristianismo ya no está edificada según la fórmula de "un enigma y su solución", y el hombre ya no es en ella la medida de las cosas, sino que es medido en la cruz, y esta cuenta no es un enigma con solución terrenal, sino que sólo pasa por Dios.
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