Es indudable que históricamente no podemos cuestionar la relevancia que el cristianismo tuvo en la Historia de Europa. Historiográficamente no podemos penetrar en los auténticos orígenes de esta religión tanto como quisiéramos por tratarse de un tema exento de documentación, pruebas, testimonios, restos etcétera que estén desvinculados totalmente de la fe religiosa.
Nadie de los que tomaron parte de cerca o de lejos ha podido transmitirnos verazmente lo que aconteció en las pequeñas ciudades y aldeas junto al lago Genesaret, y al final, en Jerusalén. No se trata de cuestionar las bases de un credo. El Reino de Dios no procede ni procedió de gestos externos necesariamente, sino que penetró en el alma de las gentes de modo lento, paciente e irrefrenable. Lo que sí sabemos es que una nueva religión vino a aparecer en un rincón del mundo duro, disputado, verdaderamente no santo, más bien en la puerta trasera del mayor imperio que ha conocido la Historia, entre visionarios, profetas, escribas, alborotadores y funcionarios. Y también sabemos que la aparición de esta nueva fe supone un punto de inflexión definitivo y radical en la historia de toda Europa. Con eso nos basta.
No sólo el antiguo Oriente y su concepto religioso, sino que también la Antigüedad y su humanitas, la misma Roma y su relativa paz, quedan superados por la nueva religión.
En la cadena de decisiones en la que se construye Europa no hay ningún eslabón más importante que la irrupción del Cristianismo. Y es que a través de todo lo cristiano, esto es, a través de todo lo que se pone alrededor de Jesús, la fe por Él transmitida, su doctrina, interpretación y predicación, debe apreciarse una irreversible conexión con la Historia Universal que solamente la aparición del Islam igualaría con el tiempo.
La doctrina cristiana y sus derivados filosóficos; la Iglesia como potencia que interviene, penetra, cultiva y lucha; las sectas y herejías; sus fecundas inquietudes; sus horribles errores; su fanatismo; sus innumerables aciertos; faltan palabras para describir y analizar el aire que envuelve el pensamiento europeo que nace con el Cristianismo, incluso para los más ateos.
Que los dogmas cristianos y su secularización sean las etapas salientes en la historia de la conciencia europea, que el suelo de Europa esté cubierto de la plenitud de figuras religiosas que ha producido el cristianismo, de estos escritos, imágenes, edificios, obras de arte, composiciones musicales, costumbres y cultos se constituye la potencia que mantiene la identidad cristiana dentro de la historia de nuestro continente. En realidad, la historia de Europa no puede escribirse en los siglos de la Edad Media o Moderna (incluso Contemporánea) sin escribir paralelamente la historia del Cristianismo. Sobre ello no necesitamos gastar aquí ninguna palabra.
No tenemos derecho a trasladar a la época de Augusto el loco sincretismo de todas las religiones ni el florecimiento de profecía y magia que en los siglos siguientes a Cristo, desde el Asia anterior infectó todo el Imperio romano, pero está claro en qué época comenzó. En la Palestina del año 0 la situación era especial, menos cariada, pero menos confusa, tremendamente tensa debido a la sangrienta historia de los siglos precedentes. Desd ela caída del estado de los asmoneos y la intervención de los romanos, todas las discordias religiosas judías se complican con las discordias políticas y comienzan a llevarse a punta de espada. Fragmentos de ortodoxia estricta y grave se mantienen contra el igualador sinergismo de los fariseos, pero están dogmatizadas sin corazón ni remedio, y todas reposan sobre el Deuteronomio. Entre tanto, sectas místicas que tocan la piedad auténtica de las gentes, guerrilleros activistas a quienes el pueblo acude, ascetas que llevan su vida santa fuera de la ley y el orden, se suceden. Y, por encima de todo, con un aire preñado de tormentas, se mezcla la escatología judía del próximo fin del mundo y del Mesías con añadidos de viejas profecías y de teología posterior.
La figura del Mesías lleva como un torbellino odas las contradicciones en sí: Hijo de Dios e hijo de hombre, Rey de la casa de David y Salvador que desde el comienzo de la creación ha sido guardado para la lucha final, Rey del pueblo judío y dominador del mundo, libertador y juez implacable; y de una manera u otra, punto de concentración de todas las esperanzas, de todos los temores y de todas las hambres de venganzas de un mundo extremadamente convulso.

El Dios que Jesús enseña no tiene nada de común con los dioses semíticos, que, por causa de su honor castigan a los enemigos de su pueblo y, a veces, a éste mismo, pero tampoco nada con la potencias universales que el piadoso sentir de los pueblos indoeuropeos descubría en la naturaleza y en el hombre mismo. Y nada que ver con las geniales figuras de la fe griega, y nada por de pronto con el sentir espiritual creador del mundo de los filósofos. Es uno y persona, está cerca y lejos, abierto e incomprensible como el hombre mismo, pero contrapuesto a éste como el Altísimo, donde el hombre es bajo y pecador.
Ahora, por primera vez, es Dios aquél de quien el hombre no puede esconderse sin perder la dignidad de su alma humana. La doctrina de Jesús no es un sistema de pensamiento. Toda la dramática escatología del judaísmo tardío y todos los conceptos de la teología farisaica están presentes en Él y afluyen a su predicación. Son para Él no sólo medio pedagógico o acomodación al lenguaje de la época, sino sangrienta gravedad: su tensión sobre la salvación y la grandeza de la decisión ante la que Él coloca al hombre viven en estas imágenes imperecederas de lucha, caída y triunfo que componen la Resurrección de la carne.
Sin embargo, su predicación dice unívocamente que el Reino de Dios no está aquí o allá, sino interiormente en nosotros, y no se presenta amenazador o lleno de promesas, sino sencillamente "está ahí". Y por tremendo que haya sido el efecto causado por el mito del día del juicio, el fin del mundo y el Reino de Dios a lo largo de los siglos, el Evangelio de la fe y de la libertad no sólo ha influido con más fuerza y más lejos, incluso como fuerza histórica.
En la certeza de que Jesús era el Mesías deseado por el pueblo judío resuenan todas las ideas de la tradición cristiana, todas las especulaciones del tiempo agitado y todos los dogmas de la doctrina farisea. Por lo mismo que el pensamiento judío del reino futuro, también todos los conceptos en los que estaba fijado el mito mesiánico del pueblo y de los ilustrados se convierten en el espiritualismo de Jesús y hasta en su lenguaje en transparentes por la tremenda verdad que le es propia: que el hombre que cree está salvado y es hijo de Dios (esto segundo, aunque no crea).
Todo lo que San Mateo y San Lucas dicen sobre el nacimiento y la infancia de Cristo lleva, sin duda, el sello de la dogmática incipiente y de la piadosa poesía legendaria de su tiempo. No olvidemos que sobre Augusto se afirmaba contemporáneamente que era hijo de una virgen señalado celestemente por los dioses.. Pero es esencialmente la inquietud, y no precisamente porque se convierta en criatura histórica, lo que hace que mantenga su poder expansivo entre las gentes.
Sólo oscilando entre la historiografía y la fe se puede medir la realidad que la vida y muerte de Jesús de Nazaret representaron para el desarrollo cultural de nuestra querida Europa.
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