LA FE EN ROMA Y LA UNIDAD DEL MUNDO

Como una figura que vuelve a la vida brilla Egipto, el sistema de conducción de una vida ligada, después que han sido suprimidas las libertades ciudadanas, y los labradores sujetos a la gleba, las profesiones convertidas en rígidas castas.  Los métodos con los que el Imperio es ahora gobernado parecen complicados y lo son en el aspecto técnico, pero en cuanto a su ethos son muy simples: hombres no libres y ciudades no libres; por encima, una burocracia omnipotente, exactamente tan disciplinada y exactamente tan corrompida como lo uno corresponde a lo otro; un sistema muy simple de tributos sobre fundamentos naturales con fuertes sangrías fuera de serie; la existencia exterior vuelta a los fines primitivos del mantenimiento de la vida, la interioridad a las religiones trascendentales; en la cúspide el emperador, que al modo oriental es elevado a divinidad. 
Pero este imperio barbarizado, en realidad ya no romano, continua, sin embargo, la obra de romanización hasta el final y el pensamiento estoico de la unidad de la ecumene lo ha realizado, por lo menos, en forma de que una única ley fuera válida para todos.  Los pueblos de las provincias creen en Roma, a pesar de guerras civiles, desórdenes en el trono y ruina de las fronteras.  Creen que Roma está avocada al dominio sobre todo el orbe, que a través de todos los males ha crecido, que "ha tomado en su corazón a los vencidos y ha unido bajo su nombre a todo el género humano" (Claudiano).  Y creen en la paz de Roma, incluso en la época en que en la Galia, junto al Danubio, en Asia Menor, en Siria y en África domina la intranquilidad.  Esta fe hizo del "orbe", es decir, de los países alrededor del Mediterráneo, una unidad y les dio el sello con que han entrado en la historia posterior.  Se comprende que Elio Arístides ensalzase la Roma de los Antoninos como el verdadero imperio del olimpo, del mismo modo que en los siglos IV y V y hasta en el III,  galos, griegos y orientales, paganos y judíos, cantaban las mismas alabanzas.
También los cristianos creen en Roma y lo dicen en voz alta desde Orígenes, como si supieran por adelantado que Constantino cerraría el gran pacto y que ellos iban a heredar el Imperio.  Las victorias de roma son para ellos la obra de la providencia.  La paz que ella creó, piensan, prepara el camino a la venida del reino de Cristo y da paso libre a la expansión de su doctrina.

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