EL SIGLO DE LAS GUERRAS CIVILES

Nos referimos a un siglo que es época de grandes individualidades -o, como dice Hegel, "de individualidades colosales"-.  Una expresión que cuantifica tan sin límites designa muy bien que aquí se cambia la calidad romana antigua en dinámica y en masa.  Tan importante es, desde luego, lo que él no designa (y éste es el segundo logro en grandeza de la romanidad en su época de crisis), que todas etas individualidades colosales son auténticos romanos, pero no ya a la vieja manera y a marchamartillo, sino hombres muy modernos, de buena sangre y elevado estilo, aún allí donde se asesinan y traicionan entre sí, incluso cuando luchan mutuamente por la posesión del poder de Roma.  Aquella  terrible confusión de la sangre y del estilo, que suele aparecer en los momentos revolucionarios, aquella afluencia de caracteres raciales extraños en un medio confuso, no se da allí.  Mario, es verdad, no pertenece a la clase ecuestre y es de familia totalmente desconocida; y la familia de Pompeyo pertenece a la nobleza sólo desde dos generaciones antes.  Pero los Gracos, Sila, Lúculo, Craso, son hijos de las viejas familias; la más noble de todas ellas, la Julia, vence en la guerra civil y gana el Imperio.
La oposición de optimates y populares se cruza con esta lucha entre individuos por el poder desde que Cayo Graco comenzó la revolución contra el senado y Sila restableció la soberanía de éste por todos los medios de la revolución.  Pero, en el fondo, luchan en las guerras civiles de Roma no partidos o clases u opiniones políticas o sistemas de organización del Estado, sino que luchan única y solamente los individuos, las "individualidades colosales".  Cada uno de ellos está rodeado de un auténtico enjambre de partidarios, que son también individuos desligados y que luchan por el poder, sólo que en forma menor y mínima, camaradas conjurados, cazadores de fortuna, caballeros de ocasión, jugadores de banca, especuladores.  Un ejército absolutamente fiel es la mejor, incuso la única oportunidad para el triunfo.  Todas las posiciones y conceptos que se legitiman por otras autoridades, por ejemplo, por el senado; por ejemplo, por la libertad de la res pública, pierden en una noche su validez.  Los asesinos de César se hallan, inmediatamente después de su hazaña, ante la nada, y Cicerón, ciertamente que en modo alguno un puro "hombre de cultura", sino un fiel conocedor y pregonero de la antigua Roma, habla políticamente en el vacío con todo lo magníficamente que habla.  Muchos entre los grandes romanos de este siglo toman rasgos de un dominador helenístico, así el mismo Mario; así luego Pompeyo, cuando consiguió sus grandes victorias en el Oriente y dio su nombre a ciudades.  Pero esto es al mismo tiempo sólo una convergencia de fenómenos; la época de los grandes estados helenísticos ha pasado, y la posibilidad de su renovación no se da en el suelo del imperio romano.  El orden político que se halla al final, en el que se purifica todo crimen y se apunta toda ganancia de la época de las revoluciones, no es un imperio helenístico, sino una creación plenamente romana: una Roma nueva y una paz romana.
Cuando la polis perdió su fuerza de cohesión, la individualidad del hombre griego quedó libre como una fruta madura.  Algo completamente distinto acaece en Roma, donde no el hombre, sino la res pública, era y sigue siendo la medida de todas las cosas.  También allí se concentra, con la crisis del Estado, toda la realidad en los individuos, pero esto significaba no que el hombre se emancipara como persona libre, plena y culta, sino que la voluntad de poder del único se salía de la clase política.  La libre individualidad es imposible en roma o se queda al margen, pero las individualidades políticas se disparan a gran altura de entre el desorden, y en ellas se dispersa la sustancia política de la República.  Roma es siempre estado y acontecer político en gran sentido, aun cuando su unidad se ha perdido; es virtù incluso en la guerra civil.  En el peor de los casos, es estado en piezas, y estas piezas chocan entre sí con aniquiladora fuerza.  En el peor de los casos, decimos, es estado hecho andrajos, y sobre estos andrajos puede uno intentar atraerse hacia sí el todo.
Las doce guerras civiles que se pueden distinguir en el silgo que va desde los Gracos hasta Actium, no son dramas terminados, ni siquiera actos delimitados, sino que se comen los unos a los otros el terreno en su ascenso y caída, en la conquista del poder y en el derrumbamiento de sus poderosos jugadores.  Infinitos asesinatos, también asesinatos de masas a millares, infinitas proscripciones, indemnidades y enriquecimiento se suceden sin aliento por todo el mundo, movimiento bastardo que oscila sin crear nada nuevo.  todos los tipos de la arrogancia y del brillo, todos los de la voluntad de poder y de su renuncia, brillan por doquier en cualquier momento.  Como sólo vale la garra, cada fallo, cada error en la acción, es decisivo.  Nunca se perdona en el curso de las cosas porque todos los otros aprovechan cualquier fallo del contrincante.  César juzgó sobre Sila que había obrado como un analfabeto cuando depuso la dictadura.  ¡Cuán fácilmente cayó Pompeyo de la altura sobrehumana a que le habían levantado sus victorias en Asia, porque soltó de su mano el poder, es decir, el mando del ejército!  En tales tiempos, en los que la balanza de la felicidad sube y baja rápidamente, la Fortuna se convierte en diosa; Sila le edificó un templo.
Lo maravilloso y tercera demostración de la grandeza de Roma, también en su crisis, es que en estas guerras civiles el imperio no sólo no se conmueve ni fragmenta, sino que continuamente se amplía y fortalece.  Todas las fronteras son mantenidas, y muchas dilatadas.  Todos los bárbaros son rechazados sistemáticamente, muchos incorporados por la fuerza al imperio.  A menudo, está el imperio en grave apuro.  Pero todo peligro se transforma en ganancia.  Precisamente, en la inquietud de los ataques bárbaros se incorporan y pacifican las provincias fronterizas.  Más por la intervención del acaso que por el sostén de su patria, más por sus propios puños que al servicio de Roma toma cada uno de los jefes revolucionarios su misión: Mario, la pacificación de la escandalosa guerra en Numidia y la defensa contra el peligro germánico; Sila -y después Lúcuo y finalmente Pompeyo-, la lucha contra Mitríades por las provincias del Asia.  Se hacen cargo de ella para su propio fin y provecho, pues en estas guerras, en las fronteras adquieren y educan sus ejércitos antes de convertirse en pretendientes de Roma; allí ganan su gloria y legitiman su poder.  La lucha por el mundo es, en el siglo de la res pública, dividida, en primer lugar una lucha por el poder.  Pero esta lucha por el poder se acredita siempre como lucha por el dominio del mundo en un grandioso doble sentido: no sólo en interés del revolucionario vencedor, sino también para mayor gloria de la propia Roma.
Y la fortuna de Roma, el hado de Roma, es aún más providente.  Las victorias en las que gana cada uno contra los demás su poder y que, además, todas juntas sirven de provecho para Roma, no son de igual valor.  Algunas son sólo defensa; otras, conquista duradera.  Algunas levantan el imperio en alguna dirección; otras, lo edifican.  Algunas crean paz para un tiempo más largo o más corto; otras, fijan para todos los tiempos la órbita de la soberanía romana.  Las mayores de entre ellas decidieron no sólo sobre el destino y la figura del imperio romano en los siglos siguientes, sino sobre el destino y la figura de Europa en los milenios por venir.  El sentido secreto que hay en la historia de Roma -los romanos lo llamaron precisamente fatum- cuida de que aquellos que logran para Roma las mayores victorias, venzan también en la lucha por el poder.  No sólo en sentido general, sino también específico, es idéntica la lucha por el mundo con la lucha por el pdoer, y la lucha por el poder con la lucha por el mundo.

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