Del mundo vencido, especialmente del Oriente, explotado sin escrúpulos, afluye a Roma una riqueza infinita: botín legítimo, ganancia mercantil arrancada, dinero extorsionado y bienes expoliados; Italia se convierte en el país más rico del mundo. La riqueza busca empleo y lo encuentra en la propiedad territorial, que da seguridad y está conforme a los conceptos clasistas nobiliarios. El ager Romanus, que se ha conquistado con la espada, ya no es ahora como antes ocupado por colonias de agricultores, sino que cae en las manos de los ricos. Los pastos, las plantaciones de olivo y vid desplazan a los labrantíos; el latifundio devora la hacienda del labrador. Roma deja de ser el estado de agricultores que demostró su fuerza inagotable en las guerras samnitas y todavía contra Aníbal. cuando el labrador se ve reducido a arrendatario todavía está asentado con cierta seguridad, pero en muchas partes es totalmente desarraigado y huye a la ciudad. Cuarteles alquilados surgen, en los que habita no ya un pueblo, sino una masa, que es tan obediente al dinero que no tiene, como a los ricos que lo poseen. El poder defensivo se hunde como siempre que en lugar de campesinado aparece el proletariado; el estado romano se quita a sí mismo verdaderamente el suelo en que estaba fundado al entregárselo a los capitalistas y a sus fuerzas de trabajo esclavas. Las costumbres se corrompen lo mismo en aquellos que han hecho dinero que en aquellos que lo desean. Se puede comprender la corrupción de costumbres, sin ser materialista histórico, como un efecto del cambio de estructura económica, y sin ser moralista, como causa de ella. Este nexo causal hay que pensarlo en absoluto no como una serie lineal, sino como un entrelazamiento, y esto es lo bueno de él; sus miembros se condicionan mutuamente.
Sin embargo, no basta con mucho para comprender el sentido de este siglo. Los elementos de que está compuesto son, vistos en conjunto, síntomas, incluso la auri sacra fames, hasta el devorador retroceso en los nacimientos, hasta el derrumbamiento de la moral. Después queda planteada la cuestión acerca del sentido de la gran crisis: no se la considera un aparente problema idealista. Está legitimada por la violencia de los acontecimientos, por la desmesura de los grandes hombres que en ellos intervienen, y ante todo, por los resultados obtenidos. De la decadencia de la antigua Roma resulta una nueva Roma y una nueva paz en el mundo. Decía Hegel en su Filosofía de la Historia que los grandes cambios en la historia universal debían acaecer dos veces; en este caso la decisión sucedió en sendas ocasiones, a saber: con Cesar y con Augusto, y sólo con la repetición se hizo definitiva.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido del siglo revolucionario está por de pronto contenida con toda sencillez en el pensamiento que Polibio alcanzó casi en su comienzo. Una cosa es, decía,, vencer al mundo; otra es dominarlo permanentemente y mantenerlo en paz. La vieja Roma fue fuerte y se hizo poderosa aplicando a cada peligro la más decidida voluntad, a toda presión la más obstinada resistencia. Estaba acostumbrada a vivir con el enemigo ante portas y venció, podría decirse, gracias a sus peligros. Su defensa era muchas veces ataque, pero sus ataques eran siempre respuesta. Sí, este mismo estado defensivo era respuesta, lo era su dirección ampliamente previsora, lo era la concordia prudentemente guardada de sus clases.
Pero entonces tropezó Roma con los límites del mundo civilizado que se podía conquistar, y por todas partes se encontró con bárbaros a los que nos e podía seguir persiguiendo en sus espacios infinitos. Con ello desaparece la situación para la que Roma tercamente se había edificado. Como acto simbólico se ha considerado siempre, ya en el momento en que acaeció, la destrucción de Cartago, que Catón reclamaba incansable según los intereses de los grandes propietarios, pero contra la que Nasica advertía en vano, según el interés de la vieja Roma.
Pero la desaparición de una situación antigua que había planteado unas exigencias determinadas sólo significaba que otra nueva se debía plantear, a no ser que uno abdique y se retire de nuevo su gloria histórica para decaer. La grandeza de Roma es que, por conservador que fuera su estilo, no se atiesó, ni mucho menos abdicó, sino que se renovó para la nueva tarea. Afortunadamente, para ello se daba no sólo el viejo y sacro orden de su estado, sino también la salud moral que en aquél estaba fundada. Cuando el mundo civilizado estuvo unido bajo una soberanía, surgió el deber completamente nuevo de defenderlo por todas partes contra la presión de los pueblos bárbaros y de darle orden de manera permanente: de administrarlo. Es una ilusión que la fase siguiente a la de la victoria se llame "posesión". Es más bien preocupación por la posesión: en la palabra cura, Augusto concentró profundamente toda su actuación. Así formulada se trata de un cuidado. Naturalmente que no es un pensamiento logrado teóricamente, sino impuesto en la lucha de las fuerzas revolucionarias y conservadoras, y sólo al final surgido a la conciencia. Los ejércitos al viejo estilo fracasan de modo rotundo en todas las guerras que tienen el carácter de guerra colonial, en primer lugar, en Hispania y en África. Mario es el primero que forma un ejército de proletarios y esclavos. Esto va contra todas las leyes e instintos de la sociedad romana, pero el ejército en que se apoya Sila, el restaurador de la soberanía del senado,no parece distinto. La misión de defender la frontera y domar a los bárbaros presupone tropas permanentes, que estén educadas desde largo tiempo y que crean con la fe del mercenario en su general, que es el que les paga después de cada victoria. Lo mismo fracasa la administración de las provincias con los funcionarios senatoriales. Los procesos de repetundis van extendiéndose desde mediados del siglo II a.C. La clase dominante ha vencido, posee y explota; pero no funda a la larga un orden del mundo.
Pero esto también son síntomas. El proceso que demuestran significa para Roma el sacrificio de lo más sagrado, esto es, de la res pública, a la caída den lo absurdo, es decir, el mutuo desgarramiento de la clase dominante, el sumirse en el delirio (así llama Horacio al siglo de las guerras civiles). Cuando el mundo se torna uno, también debe ser una la fuerza y debe concentrarse el poder en una sola persona: cura se vuelve una categoría de la existencia personal. La tendencia que atraviesa todos los cambios y desórdenes de la centuria revolucionaria es por ello el camino de la res pública a la monarquía. Todas las formas jurídicas, todos los títulos y construcciones, mirando desde el antiguo sistema de magistraturas, son sólo externas; son puros medios de lucha o medios para la pacificación de los ánimos. La toma del poder por el único es el punto crítico, y el mismo cuidadoso vincularse con las formas de la república revela sólo que había acontecido ya. Un dictador perpetuus ya no es un dictador. Un tribunado de la plebe que está concedido de por vida y lleva acumulado el mando de todos los ejércitos, el consulado repetido y muchas otras cosas, sólo el nombre tiene de común con el cargo de plebeyo.. El contenido esencial del siglo revolucionario es, no cómo reconstruida en el derecho político toda la fuerza estatal, sino que se lucha por ella, que se la alcanza, se pierde, y por fin se la tiene establemente.
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