En este punto está el nombre de César, que mientras los otros se apoderan del viejo y rico Oriente, al norte penetra en el futuro y se gana así la potencia más fuerte. Esta maravilla de hombre, político, general y soberano, ha dominado tan perfectamente los impulsos de la lucha por el poder y de la lucha por el mundo, que salió de ellas no sólo necesariamente como vencedor, sino que hizo salir por encima de sí mismo el impulso. Su nombre lo llevan, desde entonces, todos los que se aplican a defender más que el bien y la fuerza de un estado, la fuerza y la paz de un imperio. Que estuviera nerviosamente mezclado a la táctica del juego político, con procesos intrigas, escándalos, batallas electorales y consignas intencionadas, es perfectamente comprensible; sólo, que desde el principio, las dominó como mejor virtuoso que los demás. En Hispania, donde por primera vez gana un ejército, después de, en sus campañas de ocho años en la Galia, se crea un arte militar que se ha convertido en modelo para todos los tiempos, porque reúne todas las propiedades que conducen a la victoria: audacia y rapidez, dureza y grandiosidad, exactitud y furia. Nadie lo penetró; para sus contemporáneos fue siempre un enigma. Pero él vio a través de todos y de todo. No sólo es que está orientado, aun desde lejos, de modo legendario, sobre las cosas romanas, sino también en la mayor confusión extraña, en las discordias de los celtas y de los druidas, en la impotencia de las tribus migratorias y en la fuerza del pueblo germánico. Entre todos ellos sabe César qué hacer como si un dios se lo hubiese dicho al oído. Evidentemente vio las dos Galias y el Ilírico desde el principio como la posición clave para la lucha decisiva por Roma, y, en realidad, con una rápida victoria se vino a sus manos todo el Oeste; con otras tres, todo el Oriente y con una quinta, el África. Pero con este inusual ciclo de victorias, que se cierra con Munda en Hispania, no sólo queda fijada la estructura del Imperio romano para los siglos venideros, sino que con misteriosas líneas que sólo resaltarán en el futuro, está predicha la estructura casi definitiva de Europa. El espacio de la cultura ciudadana romana está limitado por el libre espacio de las tribus nórdicas. El espíritu de Roma es llevado hasta el Rhin, el mar del Norte, el océano; a partir de allí comienza a formar la historia occidental que va haciéndose y la señala con rasgos indelebles. "La ampliación del horizonte histórico con las campañas de César más allá de los Alpes fue un acontecimiento en la historia universal comparable al del descubrimiento de América por grupos europeos", dice Theodor Mommsen (Historia de Roma, III).
Como él sólo estuvo breve tiempo en la cumbre de sus últimas victorias y los planes que habrían completado el imperio sólo relumbran como audaces intentos de su espíritu, su imagen se desplaza casi obligatoriamente desde la cumbre al ascenso, desde el Imperio a la lucha, y la expresión convertida en moderna de "cesarismo" significa algo completamente distinto del imperio, a saber, lucha del individuo, intranquilidad caótica, y no paz. Pero por breve o por largo tiempo, en él, como imperator, dictator y pontifex máximus, pero, ante todo, en su regio natural, Roma se unificó de nuevo y volvió a hacerse cargo de su tarea de dominar a los pueblos. Por muchos rasgos que en él nos recuerden al dominador helenístico, por muchos de sus planes (por ejemplo, el de herir por la espalda a los germanos, por el gran rodeo del imperio de los partos) que nos puedan recordar a Alejandro, su ser y su pensamiento son auténticamente romanos como su idioma. Siempre dijo de sí, y Roma le creyó, que procedía de los antiguos reyes, esto es, de sangre de los dioses. Con mayor derecho añadió luego él que él era Roma, que su destino se había convertido en el de Roma, y que si algo se le oponía, la guerra civil ardería más mortalmente que antes nunca. Los cortos años que van desde Fársalo a su asesinato pesan mucho. El siglo de los grandes individuos llega a su fin con la victoria del gran único. La res pública está, claro que no en la antigua forma libertad, pero gracias a César, restaurada conforme al espíritu romano. El día de la paz amanece, quizá con demasiado brillo, demasiado regio para que pudiera ser verdad; pues la expiación de una larga culpa y la curación de una corrupción que devoraba profundamente, es cosa dura. Pero en el espíritu de César, que lleva en sí los orígenes y que hasta el fin a la vez ha pensado audazmente en una Roma nueva y ordenadora del mundo, la salud y la paz surgen como en un primer amanecer. No el concepto erudito, sino el popular tienen razón en sentido de la historia universal: César es el epónimo y precursor de todos los emperadores.
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