Cayo Octavio, que heredó el nombre de César, no heredó sin embargo nada del brillo militar de su predecesor, pero sí su hazaña, y ésta la heredó en el sentido propio de la palabra, es decir, teniendo que aceptar la herencia para que ésta fuese válida, e incluso teniendo que adquirirla para poseerla. Todos los terrores de la guerra civil se presentaron una vez más a partid e la sangre del magnicidio de César, y se volvieron más horribles que nunca porque los justificaba la venganza de un asesinato. todos los medios de la lucha por el poder hubieron de emplearse todavía, y los empleó este seco y señorial, pobre y (así lo juzgaba Cicerón) incómodo joven llamado Octavio, a quien la estrella julia, en la que él creía, condujo a la victoria. ¿Fue sólo la fatiga general la que permitió a la paz dominar cuando ocurrió la decisión de Actium? Pero la paz no proviene del deseo, sino de la voluntad y de la realidad. Fue hazaña duradera de César, y que con la repetición no sólo se confirmó, sino que se perfeccionó expresamente; sólo Actium es la clara victoria del Occidente sobre el Oriente, la victoria de la virtus romana sobre el despliegue de fuerzas helenístico, la victoria de los dioses romanos, ante todo de Apolo, sobre los dioses monstruosos del Oriente, tal cual Virgilio lo cantó en el libreo VIII de la Eneida. Y aquí se muestra la grandeza propia de Augusto, al descubrir que no es un sucesor, sino un iniciador; no un heredero de la paz, sino un pacificador, precisamente gracias a que mantiene la mesura en la victoria, ennoblece el triunfo con la reconciliación y abre de nuevo las fuentes cegadas de las que brotó la antigua concordia de Roma.
El juicio sobre Augusto ya entre los contemporáneos, como Tácito nos delata (Anales, I) ha oscilado con la misma fuerza y entre los mismos extremos que hoy. Si obró por afán de dominio o por sentido de la responsabilidad, si fue un creador o un calculador astuto, si fue un creyente o un hipócrita, una naturaleza extraordinaria o bien sólo cauto, tenaz y hábil, a pesar de todos los esfuerzos, los investigadores no se han puesto de acuerdo sobre ello. La imagen de Augusto estaba para la época y aun para nosotros, más velada que la de Julio César, pero se podría decir que por razones totalmente distintas: César está velado por su brillo, Augusto por su obra. Quien no sólo inicia brillantemente una situación del mundo, que desde mucho tiempo atrás está madurando, sino que la perfecciona cuidadosamente para que perdure, borra su persona a la vez en la facticidad de su obra; coincide tan plenamente con ésta, que no puede ser aislado como individuo. El encubrimiento, inabarcabilidad, imperceptibilidad de Augusto, proviene, por consiguiente, no de dificultad de conocimiento, sino de la esencia de la cosa, a saber, de que este hombre inicia una nueva época. Lo que en César es acción espontánea, felicidad radiante, humanidad genial, se convierte aquí en tarea y en cumplimiento real de una misión, hazaña responsable y servicio al fatum. El siglo de las individualidades colosales y de la lucha entre ellas por el dominio del mundo ha terminado. Amanece una nueva paz y como instrumento de ella una nueva Roma, y no sólo los poetas que están alrededor de Augusto (naturalmente que éstos los primeros), sino todos lo sienten: los dioses lo han querido así; la simiente crece grandiosamente; es la edad de oro. Así, como perfeccionador de la historia de roma, como ordenador del mundo y como pacificador, ha visto Virgilio a Augusto. Entonces, en una época en que el curso de las cosas políticas no estaba decidido, el poeta vio la verdad de la época con sus propios ojos, primero en el crepúsculo de los mitos orientales y sabiduría sibilina, después a la gran luz de la historia de Roma. Y esta visión es, también en relación a la persona de Augusto, más verdadera que una biografía política; sólo ella toma en cuenta justamente a su humanidad. Pues un salvador y pacificador es a la vez más o menos que persona, ya que no puede ser imaginado sin su misión, esto es, sin la transformación del mundo que gracias a él ocurre.
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