Apenas ha pasado el instante heroico ante los persas, el juego de la política continúa entre los griegos. Siempre surgen en él nuevas combinaciones, y todas las antiguas se repiten. Se torna tanto más violento cuanto más se borran los impedimentos de la idea agonal. Se vuelve también tanto más complicado a medida que Esparta se aleja más de la línea conservadora de su política y Atenas organiza más firmemente sus sistemas de alianzas y luego su imperio, y cuanto más surgen en Grecia Central nuevos centros de poder y se forman nuevas ligas. En mayor o menor grado, todos los tratados de paz son falsos, treguas hasta una ocasión mejor. La guerra y la política es como si ambos medios de lucha hubiesen cambiado en el espíritu griego sus papeles. La guerra sigue siempre manteniendo, a pesar de todo, el pensamiento agonal. Se encuentra con la victoria en el campo de batalla, casi nunca la sigue en persecución, nunca busca el aniquilamiento del enemigo. Tanto más resalta que la política es una lucha total a vida o muerte, considera lícitos todos los medios y se sirve de todas las formas de astucia, engaño y traición, del insospechado pasarse a la parte contraria, del doble juego en el mismo planteamiento de una acción, de la desvergonzada discriminación del enemigo ante los dioses y los hombres, de la ingeniosa traducción de interés en ideologías, de pretensiones de poder en conceptos políticos. ¡Cómo ha llegado a entender de todas estas artes la política espartana, mientras que la falange de los espartanos aún luchaba al viejo estilo!
La política de los antiguos imperios pacificaba a los vecinos fronterizos para asegurar su espacio vital interno. La política de Roma es un trabajo tenaz y atento a su fin para imponer paz en el orbe. Pero en Grecia relampagueaba algo así como la política libre, la política como despliegue sin objetivo, pero no sin sentido, de todas las virtudes y vicios humanos. No sólo a la polis griega, sino también a la política griega se la podría llamar "la obra de arte política". No con astucia oriental, pero llena de habilidad, como la que inspira Atenea, que ama a los hombres, no con afán de guerra, pero sí educada en el valor "como la ley lo ordena", así vive y muere aquella humanidad su existencia política igualmente grande e igualmente humana hoy contra los persas y mañana unos contra otros entre sí. ¿Tenemos derecho a juzgar una humanidad tan alta por otro patrón que el de sí misma, aunque fuera el del éxito en la historia universal? ¿Y no es así mirada la guerra de veintisiete años, que sume Atenas en la ruina, a Esparta en la corrupción y a la Hélade en la crisis como un suicidio fatal?
Es un símbolo de la humanidad de la polis que su historia sea comprensible, no en interconexiones, sino en hombres y destinos. que actúen por encima de los hombres potencias de carácter objetivo, que la historia consista en desarrollos reales y necesarios, es en otros lugares una realidad innegable; pero respecto de la historia de Grecia, sería una explicación equivocadamente materialista; todo acontecer está allí ligado a lo sensible. Que en un hombre y su destino aparezca todo un estado, toda una época, sería en otros lugares la tesis de una biografía estetizante, pero allí es la verdad exacta. Desde la época de los grandes tiranos la historia de Grecia se concentra en biografías, y desde la época de Temístocles casi queda organizada en ellas. De los pensamientos secretos y públicos de los hombres codiciosos de honor, de los lances de su fantasía y las alternativas de sus destinos, de sus intrigas y caídas no sólo surge el juego de la historia política, sino incluso la forma madura de la polis. Los grandes políticos de Esparta -reyes como Cleomenes, Pausanías, Brásidas o Lisandro- son, a la vez, retratos en colores oscuros, con algo de luz incómoda sobre ellos. Sus propias hazañas y los arcanos del estado espartano, su doble juego personal y la ambigüedad de la política oficial están implicadas inextricablemente; la gran tradición admite en ello incluso al aventurero, en la medida en que éste no se limita a deslizarse por encima. Las figuras de los grandes atenienses son más claras y subjetivas, incluso en sus vicios, completamente humanas; incluso en sus actuaciones políticas, completamente destino personal. No existe ningún proyecto mayor de biografía que la serie de tres que cubren el siglo V de la historia de Atenas: el primero, que provoca con su personal actuación la nueva forma de la polis ateniense; el segundo, que la representa; y el tercero, que la destruye. Y en ellos la humanidad de estos hombres en cada momento tanto causa como la situación correspondiente del Estado, y es causante como producto y síntoma de ella.
Temístocles, que con una sola batalla, que vio venir tal cual vino, transformó totalmente el Estado; que en año y medio creó la flota ateniense con conciencia de todas las consecuencias que se dieron de la movilización de las masas; que sacrificó a la vieja Atenas y sus sagradas instituciones y liberó a la democracia como medio para la victoria y como base para la gran potencia; que aprovechó el ostracismo como vía para el poder y cortó para sí mismo el patrón de la magistratura de estratega político; que después de la guerra médica fue el único que vio claro el nuevo frente, a saber: contra Esparta, y que con el fracaso de su política se convirtió él mismo en fracasado, perseguido, proscrito, y que, sin embargo, en el corto tiempo de su poder fundó la grandeza de Atenas.
Pericles, que heredó esta democracia con su gran potencia lo mismo que un rey hereda una corona, que mantuvo a lo largo de toda su vida la más audaz de todas las posiciones políticas: la demagógica, más con su propio ser que con sus éxitos, y en ella resistió también la crisis de graves derrotas; que formó al pueblo no ya puramente con las leyes, como los antiguos, sino por el medio más regio del arte; y no sólo lo hizo más activo y lo mantuvo de las riendas, sino que lo ilustró; que desencadenó a conciencia la guerra que, según el dicho de Tucídides, llegó a ser la mayor conmoción para los helenos y para la mayor parte de la humanidad, y en el momento en que comenzó la enfermedad del Estado sucumbió él mismo a la enfermedad.
Y Alcíbiades, que no murió de la enfermedad de su Estado, sino que, por el contrario, vivió de ella: hermoso, lleno de cualidades, pródigo y sin freno, como un dios joven cuyo corazón está envenenado; el grandioso espíritu malo de la guerra del Peloponeso, primero del lado de Atenas, después del de Esparta, después de Persia, después de nuevo de Atenas; que a todas partes donde llegó llevó el ritmo, como también la crueldad de los sucesos, hasta el paroxismo, porque sólo podía existir en el paroxismo; el joven sin piedad, el hombre sin patria, el genio sin ley.
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