La idea romana de engendrar un mundo en la individualidad supone un nuevo concepto de ilustración que aparece en la historia europea por cuanto se distancia de la "ilustración griega" del siglo IV a.C. Ya no se trata ahora de que todo el contenido de una vida plena esté representado por su existencia objetiva como polis en la individualidad de cada hombre, de modo concentrado y con plena validez, sino de que una entidad fuerte y segura de la vida tome sobre sí en la plenitud de su actuación en la historia universal un mundo espiritual, que está ya plenamente formado, y con esta herencia se realce sobre sí mismo, se levante con claridad, se haga madurar y se fije en una permanencia que no le hubiera correspondido ni a ella misma ni a la herencia. El bilingüismo, que caracteriza desde ahora la vida espiritual de Roma, es el signo exterior del hecho de la cultura en este nuevo sentido. Es sencillo subrayar que Cicerón no puede ser imaginado sin la cultura griega. Lo esencial es que César tampoco puede ser imaginado sin ella, ni la época augústea que le sobrevino. César es el nuevo concepto de la cultura en su plenitud: espíritu y voluntad, poder y humanidad, nobleza y ciencia, fundidos en una nueva unidad, sin que hubiera de servir la literatura como puente. Posidonio, el sabio conocedor de las conexiones y figuras históricas, expresó la idea de que la fuerza de apropiación de los romanos era un elemento esencia de su capacidad de vencer al mundo. Se puede añadir que es ésta precisamente la que ha dado esta fuerza su sentido en la historia universal. Pues el proceso de formación, que comenzó en la casa del joven Escipión Emiliano y atravesó todo el siglo de la revolución, significa que Roma en cuanto fue señora del mundo se convirtió en la suma de la historia europea. Y en Actium venció no sólo Roma -lo que ya hubiera sido mucho- sino que venció Europa.
Los tres grandes griegos que descubrieron la dimensión histórica universal de Roma no dudaron de que el poderoso ascenso al poder debía ser pagado a precio de la decadencia del viejo estado y de la vieja moral, o al menos, con su peligro. Muy orientadora es la indicación de Polibio (III,4): "la conquista de la supremacía todavía no es decisiva; sólo cómo sabe el vencedor utilizar su victoria, es decir, mantener la supremacía alcanzada y convertirla en convincente para los vencidos decide sobre la validez de la victoria y sobre el juicio de la posteridad". Como la parte siguiente de la obra está en su mayoría perdida, no podemos verlo, pero sí deducir que Polibio consideró el punto culminante de las victorias romanas como el punto crítico de una decadencia incipiente. Pero este mismo giro añade un codo más a la grandeza de Polibio, pues quiere decir que mantener la fuerza y funcionamiento del Estado todavía cuando ha desaparecido la amenaza desde fuera, seguir sano cuando ya nada se percibe en peligro, es la nueva decisión que corresponde a un pueblo dominador y constituye su verdadera hazaña. Si en lo demás es sólo inteligente, aquí Polibio toca fondo. De la consideración del pasado y de lo vivido surge la precaución. Se plantea la cuestión fatal del siglo siguiente.
Posidonio, cuya obra histórica perdida sólo podemos adivinar a través de Diodoro de Sicilia, ha seguido toda la evolución hasta el clímax de Pompeyo, las leyes agrarias revolucionarias y la guerra civil, demagogos y generales políticos, rebeliones de esclavos y sublevación de los confederados, corrupción y proletarización patentes. Él sabe que la destrucción de Cartago, último rival digno, ha entregado a Roma la llave para la explotación del mundo, y a partir de ahí ha fechado la decadencia moral. Esta consideración conduce directamente a Salustio, que es propiamente el historiador de la decadencia; historiador de la decadencia, por de pronto, en el sentido de que con su misma persona y su carrera, que se hizo a la sombra de Julio César, está en el centro de la corrupción moral, y también en el sentido de que percibió con clara visión la fuerza de las potencias que alimentan la decadencia, como también en el de que su pensamiento y su arte literario brillan sólo en la descomposición y el declive, es decir, que han sucumbido a la decadencia misma.
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