TRATAMIENTO DEL CUERPO HUMANO EN EL ARTE GRIEGO

Respecto a la figura del cuerpo humano no tiene sentido hablar de partes necesarias y superfluas, ni designar una cosa con finalidad y otra como adorno.  Exactamente, lo mismo ocurre respecto de la forma del templo griego.  Sus formas decorativas, este equino, estas volutas, este friso de triglifos, estas filas de ovas y ondas de hojas, no son añadidos, sino que corresponden a la cosa misma que se pretende plasmar.  Es verdad que no pertenecen al armazón tectónico, pero hacen su papel para darle a éste la rigidez o el impulso, la ligereza o la gravedad que ha de tener para soportar de modo viviente: pertenecen, por consiguiente, de modo espiritual a éste.  Lo mismo ocurre con los colores.  Pero cuando las metopas del friso y los campos del frontón se llenan de imágenes de los dioses y héroes que protegen el templo, y con los cuadros de las batallas en las que la patria fue lograda, ¿es esto puro adorno?  Entonces sería puro adorno el brillo del ojo, mediante el cual relumbra la fuerza vital de todo el cuerpo y la chispa del espíritu que desde dentro lo hace humano.
Porque es cuerpo en este sentido de la palabra; cada templo griego existe solo y por sí, aun cuando, como en al Acrópolis de Atenas, hubiera de estar junto a otros.  La composición genial que inventaron los arquitectos de Pericles tiene en cuenta esta realidad.  En modo alguno subordina cada templo a los otros o al conjunto.  Cada uno es un ser por sí, como todo cuerpo humano, y se basta a sí mismo. Cada uno es un ser por sí también en el sentido de que él mismo y su estilo peculiar no se dan dos veces.  En el templo griego -y entre todos los edificios del mundo sólo en él- se pueden aplicar las expresiones con la que describimos las formas humanas, sin que por ello ocurra una metáfora figurativa: uno es realmente esbelto, otro fuerte, uno pesado, otro gracioso.  es un símbolo de que el templo griego de la gran época se construía en poco tiempo; que el Partenón, por ejemplo (incluso las esculturas de los frontones), lo fuera en menos de diez años.  Están todos igualmente encantados; Plutarco tenía un sentimiento justo cuando consideraba la rapidez con que se realizaron las construcciones de Pericles por igualmente admirable que su belleza.  Que una construcción se alargue durante generaciones y siglos y durante los camios de las formas estilísticas y pudiera con ello ganar incluso en encanto romántico, como ocurre con las catedrales del medievo cristiano, no cabe imaginarlo en la época que nos ocupa: un cuerpo está ahí o no está.  Nunca antes y nunca jamás después se volvió a "construir" en este sentido.  Todo otro construir en la historia de la humanidad es hacer torres y dominar masas, voluntad y acción edilicia, victoria sobre gravedad o juego con ella.  Pero allí, la arquitectura es como el aliento divino.  Hace precisamente , no en cuanto atañe a las piedras, sino en cuanto despierta su naturaleza, casi un milagro.  No expresa su voluntad en piedra, sino que crea el cuerpo del templo.
Por consiguiente, el templo griego no es esencialmente espacio interno, a diferencia de todas las iglesias del mundo.  Dos filas de columnas interiores, añadidas en forma de nicho al muro de la cella, un hueco en el lado menor hacia el pórtico, un friso que corre alrededor, una cubierta de casetones: tales son los medios extremadamente sobrios con los que en algunos casos está decorado el interior del templo.  Nunca se convierte con ello en seno místico del que emerja la imagen de culto de la divinidad, nunca se torna crepúsculo mágico en que sumergirse.  Esto significa, dicho de modo positivo, que la imagen del dios es cuerpo en un espacio claro.  No se desvanece, sino que está cerca.  No luce en una misteriosa epifanía, sino que está allí presente.

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